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Diego Costa conviene

  

Del falso nueve a los dos nueves. Una forma clàsica de jugar al fútbol, pero rompedora con las maneras de la última España, ya fallecida. En la búsqueda ya desesperada del rendimiento de Diego Costa, Del Bosque, a la vista de que el delantero monumental que veía en el Atlético y el Chelsea se volvía a sus órdenes una caricatura, revolvió drásticamente su dibujo. Y quizás descubrió una luz con la variante, aunque el rival era de mantequilla y la ceguera del goleador de Lagarto se multiplicó durante mucho minutos hasta extremos irritantes. Pero de la novedad nada novedosa asomó una interesante e inesperada sociedad y una munición exagerada de claras oportunidades.

De la reunión en el frente de ataque de Diego Costa y Paco Alcácer salieron ráfagas constantes de entendimiento. Es curioso el caso del punta valenciano, antagónico al de su pareja. Del Bosque le abrió las puertas de la selección sin que hubiera aporreado aún las de la Liga, sin que se lo hubiera ganado en definitiva, más por intuición y olfato del técnico que por la suma habitual de méritos, y sin embargo se amoldó al pie como si fuera un zapato a medida. El seleccionador se anticipó o adivinó lo que estaba a punto de ocurrir: explotó en la selección y al instante en el Valencia. La Roja le agranda, se siente suelto y afinado: tres partidos oficiales, tres goles; 145 minutos, tres goles, a uno más o menos por tiempo.

A Diego Costa le costó más llegar (con sus vitrinas ya ocupadas por títulos individuales y colectivos), y también encajar. La conclusión parecía evidente: la selección y él jugaban a otra cosa, y por eso no terminaban de pegar. Siete partidos sumaba ya sin anotar el delantero español y así parecía que iba a seguir hasta que la inspiración le visitó por sorpresa en una carambola. Una acción a balón parado, de esas que con Simeone aprendió a vivir con máxima atención, pero más envenenada que planificada. Un pin ball loco y pifiado, Koke-Silva-Bartra-Busquets, que supo resolver a la media vuelta a la que el balón le llegó escupido por sorpresa. Un desahogo que le liberará de la obsesión, de esa sensación ya casi enfermiza de que su gol no iba a llegar nunca.

Que el pichichi de la Premier no hiciera goles en la Roja no podía ser un problema del jugador o del gol, sino del hábitat. Y el nuevo, con ese Alcácer con el que sí parece casar, le favorece. Al menos contra adversarios de caramelo. El primer gol se hizo de rogar, pero sus prestaciones estaban fuera de toda sospecha. A Del Bosque y a España le convienen insistir en Diego Costa. Por ejemplo, bajo el mismo formato de ayer.

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