Pongamos que es verdad. Que el Real Madrid ha hecho todo lo posible para que Di María siguiera. Pero que el deseo del argentino por abandonar el Bernabéu era tan grande que ha convertido en imposible su continuidad. Y que los 75 millones de euros que recibirá el club blanco del Manchester United son un consuelo menor. Pongamos que se trata de eso, tan sólo un año después de que Özil, según la versión blanca de entonces, fichara por el Arsenal contra la voluntad merengue, por unas personales ganas irresistibles de huir. Pongamos que efectivamente ocurrió así. Ambos casos servirían para ilustrar un hecho insólito e inesperado, que los futbolistas ya no quieren jugar en el Real Madrid. Al menos no todos.
Los jugadores juegan donde quieren, acostumbra a decir Enrique Cerezo para justificar la jugosa fuente de ingresos que su club obtiene cada verano en materia de traspasos. Y es verdad que, cosido a esa màxima, el Madrid consigue cada temporada incorporar a los futbolistas más atractivos comercialmente del planeta. Nadie se le resiste (salvo los que proceden precisamente del Calderón, y no tanto por decisión del jugador). El objetivo de casi todos es llegar al Real Madrid. Lo que empieza a ser más complicado es que luego quieran quedarse.
El jugador que se atrevió a tocarse sus partes de forma desafiante contra la grada tras un silbidos ni siquiera ahora que ha sido perdonado y aclamado se plantea su continuidad. Mejor marcharse. También él. Ya le pasó al Madrid no hace tanto algo parecido con Higuaín. Los futbolistas, los del segundo escalón, quizas cansados de agravios, empiezan a tener por costumbre querer irse. Pese a sus salarios, pese al escudo y la camiseta. Algo ocurre ahí dentro que altera esa sensación universal de que no existe un destino mejor que el Bernabéu. Ya no. O con Ancelotti en el banco, no. Una tendencia que invita al club blanco a hacérselo mirar. Si lo que cuentan es verdad, claro. Porque Özil, Higuaín y Di María, así tan seguidos, suman demasiados.