Ocurrió a los 78 minutos de un partido más bien gris, otra sesión más próxima a los síntomas de agotamiento de la selección española que a los tiempos de máximo esplendor. La pelota por una vez circulaba de manera colectiva a gran velocidad, con los viejos toques de virtuosismo (primoroso el taconazo de Pedro) y el final de la jugada escorado a la derecha, por donde los rivales, habituados a Arbeloa, suelen conceder menos atención. Pero por ahí, fruto de los cambios tácticos con los que Del Bosque trató de desenredar el partido, asomó Sergio Ramos.
El sevillano corrió con su elegante trote característico, levantó la cabeza, acarició el balón con el interior del pie derecho, sorteó con un centro curvado a los dos defensas bielorrusos que cerraban y encontró la cabeza solitaria de Negredo para que empujara en plancha a la red el regalo. Un golazo que hizo retroceder de golpe la memoria, recordar de repente una virtud que poseía La Roja y de la que un buen decidió prescindir: los servicios templados y precisos desde el costado derecho de uno de sus carrileros.
Cuando Sergio Ramos emprendió el viaje hacia el centro de la defensa (una de las novedades del paso de Del Bosque a Luis), el personal lo acogió casi con entusiasmo. En el Madrid se estaba comportando como un central rápido, rocoso y seguro y en la selección se juntó bien con Piqué, hasta llegar a formar una de las mejores parejas del planeta. Por eso ni se atendió a lo que el movimiento llevaba de renuncia. Que resultó mucho. Porque desde entonces su lugar en la banda lo ocupó Arbeloa, un defensa cumplidor en el marcaje y la atención, pero discreto y limitado en los asuntos de ataque. Un matiz más bien secundario en la mayoría de los equipos, que tienen a los defensas para defender más que para atacar, pero trascendente en el campeón del mundo, que vive permanentemente con la pelota en los pies y los adversarios encerrados.
Y además, avisados. No ha habido rival que no conociera las limitaciones ofensivas del lateral español, que no trazara sus planes de manera que fuera el jugador más libre y menos vigilado. Arbeloa llega y llega en todos los partidos, porque encuentra espacios abiertos y le pone voluntad, pero no consigue sacar ventaja de su presencia abusiva y privilegiada por la zona con un pase de riesgo u otra finalización potable. Del Bosque ha intentado en ocasiones ganar algo de profundidad en el puesto, pero poco convencido. Montoya, Iraola, Juanfran y Azpilicueta no le han llenado como experimentos. Lo intentó en falso el otro día hasta con Koke, un centrocampista detrás de cuyas prestaciones no se esconde un lateral de ninguna de las maneras. Así que todo vuelve siempre a Arbeloa, correcto defensor, discreto atacante.
Hasta que un partido que se complicaba obligó al seleccionador a redibujar la pizarra. Primero para jugar con tres centrales (al banquillo Monreal) y luego, ya con el marcador de cara, para volver a una defensa de cuatro, con Arbeloa en el carril izquierdo, Busquets de central junto a Piqué, y Ramos de lateral derecho. Y fue así, sin que el reloj tuviera que gastar muchos minutos, cuando España recordó lo que un día fue y un día tuvo, peligro verdadero por el carril diestro. De una jugada menos clara de las que han gozado sus sucesores en el costado, Sergio Ramos sacó una delicadeza letal, una rosca sutil y envenenada que se reunió con un compañero y acabó en el fondo de la red. Y lo hizo con naturalidad, como quien silba. Un ‘déjà vu’ que invita a reabrir el debate ahora que España empieza a flojear en juego y autoridad (que no en números). Al menos para pensárselo en los partidos de una sola dirección, que son la mayoría. Ramos aceptaba reproches de 'dos' porque a veces perdía la espalda. Pero en llegar y centrar ponía a la gente de pie. Ahí es muy bueno, de los mejores. Lo recordó el viernes.