En la pista central del All England Club, con el primer ministro David Cameron puesto en pie al concluir el partido, Murray conquistó su segundo trofeo de Grand Slam (ganó el último Abierto de Estados Unidos) y grabó su nombre como heredero del legendario Fred Perry, el último británico que había ganado Wimbledon, en 1936.
La final ponía a prueba una vez más el tradicional miedo escénico que acosa al segundo tenista del mundo ante su público, que le anima hasta la extenuación pero que, al mismo tiempo, añade sobre él una presión que en ocasiones no ha sabido manejar.
El escocés recibía en Londres, el que puede considerar su feudo, a un tenista en el cenit de su carrera, que luchaba por llevarse su sexto Grand Slam -el segundo este año, después de Australia- pero que llegaba al límite de sus fuerzas tras luchar casi cinco horas con el argentino Juan Martín del Potro en semifinales.
El primer punto del partido, bajo el intenso sol que caía al suroeste de Londres, fue toda una declaración de intenciones por parte de Murray, que ya no es aquel tenista inseguro que perdió tres semifinales consecutivas antes de clasificarse para su primera final de Wimbledon, hace un año (perdió ante el suizo Roger Federer).
Transformado, convertido en un ganador después de años en el papel de víctima, Murray aguantó con solidez los primeros intercambios con el serbio, que pasó más apuros de los previstos para defender su saque en el juego inaugural.
En uno de los santuarios del tenis mundial, donde los jugadores están obligados a vestir de riguroso blanco y el juego se desarrolla habitualmente entre un pesado silencio, los espectadores no podían contener hoy los gritos con cada bola a la línea y cada carrera sobre el césped de Murray.
El tenista local, que a los 14 años abandonó la nublada Escocia para perfeccionar su tenis en España, se sentía inspirado en la primera jornada de profundo verano que vive Londres este año, mientras que Djokovic trataba de protegerse del sol con una visera al inicio del partido y sufría ante los tiros ganadores de su rival.
Aún con el encuentro de cara, el británico continúa sin ser inmune a la presión: en el clímax del primer set, tras romper el servicio de Djokovic,Murray cometió dos dobles faltas consecutivas que le obligaron a sudar más de la cuenta para defender su servicio.
Con todo, el tenis es un juego en el que hay tiempo suficiente para que el mejor se acabe imponiendo, a pesar de errores puntuales, y hoy Murraydemostró más claridad que su rival.
El serbio fallaba demasiados primeros servicios como para poner en aprietos a su rival al resto, y acabó el segundo parcial desquiciado tras ver cómo Murray le remontaba un 1-4 en contra.
En medio de la tormenta, Djokovic se aferraba a cualquier detalle, y acabó abroncando al juez de silla por cantar una bola mala cuando ya había agotado sus opciones de reclamar el juicio del Ojo de Halcón, el sistema informático infalible que dicta al milímetro dónde ha botado la bola.
Murray, que ya derrotó al serbio en la final de Estados Unidos del 2012 y que va camino de convertirse en su bestia negra, se puso con dos sets de ventaja y a partir de ahí volvió a perder pie, como ya le había ocurrido en el segundo parcial.
El escocés veía la gesta a poca distancia y quizás por eso se mostraba demasiado precavido. Tenía miedo de dirigir los tiros a la línea y apuntaba unos palmos más adentro, donde era más difícil fallar, pero también donde Djokovic tenía mayores opciones de devolverle los tiros.
El serbio, sin embargo, tampoco estaba fino y acumulaba casi 40 errores no forzados a las tres horas de partido, una estadística que dejaba aMurray paso libre para consagrarse definitivamente como uno de los mejores tenistas británicos de la historia.