El IPC anual de enero únicamente repuntó un 0,2 por ciento, la tasa más baja registrada en este mes desde que comenzó la serie hace más de 50 años. Por debajo de la prevista, esta inflación tan escasa representa un síntoma inequívoco de la debilidad de la recuperación y pone en evidencia el riesgo de deflación en España, un fenómeno por el cual los precios protagonizan una espiral de descensos que termina condenando a la economía al estancamiento.
El argumento más corriente entre muchos economistas consiste en que la actual moderación de los precios es algo puntual, ayuda a ganar competitividad y además supone un alivio para aquellos bolsillos que pierden poder adquisitivo. Y al objeto de designar este fenómeno de connotaciones casi benéficas han acuñado el término desinflación.
Sin embargo, ¿de verdad estamos seguros de que la desinflación no es simple y llanamente un eufemismo para lo que tiene todos los visos de constituir una deflación de caballo?
Cierto es que en tanto en cuanto la inflación esté por debajo del incremento del PIB habrá un aumento de la productividad real. Y eso es algo que podría conseguirse durante 2014. Sin embargo, ese proceso tan sólo logrará reducir la deuda a un ritmo de tortuga y, por consiguiente, nos abocará a unos crecimientos paupérrimos.
¿Igual que en Japón?
En Japón, nunca se han experimentado caídas brutales de los precios, sino que de ordinario éstos se han mantenido durante muchos años en una banda plana, entre el +0,5 y el -0,5 por ciento. En España, si depuramos la estadística de materias primas, impuestos, tasas y medicamentos, entonces todo lo que se rige por la demanda nacional y no por la acción del Estado acumula al menos tres años de atonía en los precios. Es decir, deflación.
En 2009, el IPC sufrió un frenazo por las materias primas. Pero esta vez las fuerzas que presionan a la baja sobre la inflación se antojan más contundentes y generalizadas, abarcando desde los servicios a los bienes industriales, los alimentos o la energía.
Salvo por algún repunte en marzo y abril que sitúe el IPC en tasas del 0,7 o 0,8 por ciento, algunos analistas prevén que la evolución de los precios continúe en 2014 enquistada más cerca del cero. La gran mayoría considera que permanecerá por debajo del 1 por ciento durante todo el año.
El IPC y los salarios
A pesar de unos tipos de interés históricamente bajos, la inflación se desacelera por dos motivos. De un lado, debido al retroceso hasta hace no mucho de la base monetaria, responsabilidad de un BCE maniatado por los alemanes. De otro, por la rebaja de los salarios. La escasa recuperación no se plasma en las nóminas, y corremos el riesgo de que unos sueldos entre estancados y menguantes arrastren consigo a los precios todavía más, hasta el punto en que se erosionan las rentabilidades de las empresas, las cuales a su vez no pueden fijar precios y finalmente se ven forzadas a una nueva poda de los costes laborales. ¿Acaso no les suena? Y todo ello naturalmente hace cada vez más difícil pagar la deuda.
Tristemente, por una parte hay que amortizar el elevadísimo endeudamiento, para lo cual ayudaría un poco de inflación. Por otra, tenemos que abaratar los costes salariales con el fin de ganar competitividad. Pero ambos objetivos colisionan frontalmente. El drama de la actual política económica es que persigue dos metas opuestas.
Lo ideal sería que se alcanzase una suerte de equilibrio al generar una inflación moderada, por debajo de la de nuestros socios comerciales y en la que todos los componentes tirasen sólo levemente hacia arriba, esto es, materias primas, salarios y costes de la producción.
Sin embargo, varios factores continuarán lastrando de forma decisiva cualquier perspectiva de un repunte de los precios no energéticos: el primero, hay demasiada capacidad ociosa y precariedad en el mercado laboral, lo que se traslada directamente a las expectativas: como el comprador sabe que la demanda no va a empujar al alza los precios, puede esperar a que bajen más para hacer el desembolso.
El segundo, el Estado sigue gastando más allá de sus posibilidades, absorbiendo todos los recursos, impidiendo la recomposición de las rentas familiares y empresariales y, en consecuencia, posponiendo un año tras otro la recuperación de la demanda privada.
En tercer lugar, la banca retrasa un ejercicio más la reapertura del crédito, en parte porque no hay demanda solvente, en parte porque prefiere prestar al Estado, en parte porque no quiere aumentar su exposición al riesgo, sobre todo mientras no hayan acabado los exámenes del BCE.
Y por último, falta la inversión que reactive la economía. La poca que puede haber las grandes empresas la dirigen fuera, donde se ofrecen mayores rentabilidades. Incluso si algunos defienden que no hay diferencia entre la inversión de corte estatal y la privada, la pública ya se empleó en infraestructuras y presenta poco margen. Hay que fomentar la del sector privado, más rentable y por ende sostenible. Pero para ello resulta esencial que las Administraciones no se coman los ahorros del sector privado y así estos ahorros puedan financiar nuevas inversiones.
Llámese desinflación o deflación, todos estos elementos en juego presagian una inflación anémica en España y, por lo tanto, una recuperación débil, tal y como refleja la reciente desaceleración contemplada en el consumo de electricidad, de gasolina, de gasóleo, la actividad industrial o la compraventa de viviendas.