Lo fácil es culpar a Mercadona o El Corte Inglés de la subida de la cesta de la compra. Lo difícil es identificar las verdaderas causas de la escalada de precios. Y lo valiente es aportar soluciones justas y realistas, que actúen sobre las raíces del problema. A estas alturas, gana enteros la posiblidad de que el Gobierno opte por la salida más cobarde: imponer un tope de precios a los grandes distribuidores.
La campaña de Podemos, inaugurada hace ocho días por la ministra Ione Belarra, apunta en esa dirección. El tope no es más que una alternativa improvisada a otra ocurrencia descabellada: un nuevo impuesto o tasa, muy difícil de aplicar por su dudosa legalidad. El fin de ambas propuestas es el mismo: abaratar la cesta de la compra y pasarle la factura a las mayores empresas.
Con independencia de la fórmula elegida, la nueva carga contribuiría a elevar, más aún, las múltiples trabas burocráticas que ya soporta la industria. Esas trabas contribuyen a aumentar los costes. Y esos costes dificultan que los precios finales sean más bajos.
En una crisis inflacionaria como la actual todo suma. Dicho de otro modo, al factor coyuntural que ha disparado la inflación (el precio de la energía) se añaden las ineficiencias de un mercado como el alimentario, muy atomizado y atosigado con innumerables normativas.
Algunos empresarios del sector lo llaman "vendaval regulatorio". Una descripción muy ajustada a la realidad, a la vista de los sobrecostes -en algunos casos, ridículos- que tienen que soportar los distribuidores. Anged, -la patronal que agrupa a grupos como El Corte Inglés, Carrefour o Alcampo- hizo un recuento de las nuevas normas y regulaciones impulsadas por las Administraciones en 2022. Y le salen nada menos que 32.
Hablamos de trabas nuevas que se superponen a las viejas. Más costes, en definitiva. Algunas de ellas han entrado el vigor al arrancar este año. Hay ejemplos destacados por el 'zarpazo' que asestan a la cuenta de resultados y engordan las arcas de las Administraciones. Los más conocidos son el incremento de las cotizaciones sociales o la aplicación de un nuevo impuesto al plástico.
Luego están las normas que afectan, espefícamente, al negocio de la alimentación. Como el incremento del IVA para las bebidas azucaradas (Cataluña ya lo aplicaba), el endurecimiento de la fiscalidad de los sitemas de refrigeración, el nuevo sistema de sanciones al desperdicio de alimentos, la reserva obligatoria del 20% del espacio comercial para alimentación a granel, o la obligación de instalar puntos de recarga para vehículos eléctricos en los parkings de los establecimientos. Y muchas más.
Hay otras normas que indignan especialmente a los empresarios en un momento como el actual, con la inflación asfixiando los márgenes. El uso obligatorio de lenguas cooficiales en las etiquetas es uno de ellos. Pongamos el caso de una lata de sardinas, con las dificultades que conlleva plasmar en dos o tres idiomas la información nutricional. Paralelamente, las empresas tienen que cumplir nuevos requisitos de información al consumidor sobre la durabilidad o la obsolescencia de determinados artículos.
Un estudio recién publicado por el Instituto de Estudios Económicos (IEE) estima que "la mejora de la calidad institucional de la regulación del comercio, derivada de la supresión de las disfunciones" podría suponer un ahorro de costes superior a los 8.800 millones de euros. "En su mayor parte se explicarían por la posible reducción de costes operativos y de gestión y por la mejora de la regulación en materia de envases y normativa medioambiental", asegura el informe presentado por Íñigo Fernández de Mesa y Gregorio Izquierdo, presidente y director general del IEE.
Impacto en el IPC
Ese ahorro de costes tendría un impacto notable en la inflación: hasta 1,7 puntos menos de IPC. Una cifra que vale oro en circunstancias como las actuales. Obviamente, cuanto más abajo esté el punto de partida de la inflación, menos traumático será el impacto de 'males' sobrevenidos, como la crisis de precios que provocó esa mezcla explosiva de la pandemia (primero) y la guerra (inmediatamente después).
Precisamente, fue el Covid el factor que contribuyó a elevar considerablemente las cargas regulatorias para el comercio. CEOE cifra en 1.774 millones los sobrecostes derivados de la adaptación a las nuevas normas. Según la patronal, las restricciones de la pandemia generaron una "hiperregulación" que se tradujo en "más de 3.000 nuevas normas europeas, nacionales, autonómicas y municipales".
El IEE recuerda que España tiene una posición muy deficiente en 'la carga de la regulación gubernamental', situándose en la posición 114 de 141 países. "De hecho, nuestro país es uno de los países desarrollados con mayores niveles de carga regulatoria, con un exceso normativo y una deficiente calidad institucional", asegura.
Las trabas administrativas y el exceso de burocracia también están actuando como un freno importante para la ejecución de los fondos europeos. Esa inyección millonaria debería, en teoría, beneficiar a un sector tan estratégico como la distribución. Y constituye una oportunidad única para transformar y avanzar hacia una economía más moderna... y con menos trabas. Más competitiva y menos inflacionista.
"Los largos y complejos procedimientos administrativos han sido identificados como uno de los principales obstáculos que dificultan la velocidad y el volumen de las inversiones”, indica un informe reciente de LLYC sobre los fondos NextGeneration. "Más allá de que se aumenten puntualmente los recursos, la ejecución del Plan de Recuperación debe aprovecharse para llevar a cabo una auténtica reforma administrativa que permita modernizar los sistemas de funcionamiento y adaptarse a las necesidades de la sociedad y la economía actuales", añade.
Esa transformación sólo puede llevarse a cabo con coraje político y una visión de Estado a largo plazo. Algo poco probable en un panorama como el actual, con doble ración de elecciones en un mismo año. Es más sencillo echarle las culpas a Mercadona y El Corte Inglés.