Corría el otoño de 1977 cuando Tarradellas gritó a la multitud concentrada en la plaza barcelonesa de Sant Jaume aquella frase histórica que tantas veces se ha rememorado al narrar la historia reciente de Cataluña: “¡Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí! Cuatro meses antes, recién llegado de su exilio francés, había sido recibido por Adolfo Súarez en La Moncloa, donde ambos protagonizaron un serio desencuentro que, al final, resultaría muy rentable para las dos partes y definiría el tránsito del gobierno catalán desde la clandestinidad hasta la España democrática.
Tarradellas llegó desde París en el avión privado del empresario vasco Luis Olarra, con un pasaporte que le había proporcionado Rodolfo Martín Villa. La ausencia de química personal entre Suárez y Tarradellas en los inicios de su encuentro se tradujo en un completo desacuerdo sobre el cauce institucional que debía hacer posible el encaje de Cataluña en el Estado. “Yo tengo el poder”, le espetó Suárez. “Sacaré un millón de personas a la calle para reclamar mi regreso…”, replicó su interlocutor. El político abulense no se arredró: “Mire, Tarradellas, yo soy el presidente de un país de 40 millones de habitantes y a lo máximo que puede llegar usted es a presidir una comunidad de seis…”. No llegaron a las manos, pero casi.
El hecho fue que, para pasmo de Suárez, Tarradellas compareció poco después ante los periodistas para explicar que la reunión había sido un éxito, que en La Moncloa se le había tratado con todos los honores y que gracias a la talla de su inquilino, la andadura de Cataluña iba a resultar mucho más sencilla de lo que él había previsto desde su retiro francés. Al acabar la rueda de prensa, un fontanero de Suárez –que había oído el discurso emboscado entre los reunidos- se acercó al político catalán para susurrarle al oído que el presidente quería verle de nuevo.
Cuando volvió a su despacho, Tarradellas se vio sorprendido por el abrazo que le regaló el apuesto abulense y el consiguiente rosario de elogios que le endosó. Suárez pidió perdón por el choque anterior. Se acababa de dar cuenta, aseguró, de que se hallaba ante un gran estadista, razón por la cual siempre tendría abiertas las puertas de La Moncloa para hablar del futuro de las relaciones entre España y Cataluña. Fruto de aquel romance, Tarradellas pudo volver a Barcelona por la puerta grande, poner en 1979 los cimientos del Estatuto de autonomía catalán, asistir a la celebración de las primeras elecciones autonómicas en plena normalidad y ceder el testigo a Jordi Pujol. El Rey se lo agradecería tres años antes de su muerte, concediéndole el título de marqués.
Ha pasado desde entonces casi un cuarto de siglo y Artur Mas declinó este jueves comparecer en La Moncloa para dar cuenta de su entrevista con Mariano Rajoy. La opacidad con la que ambas partes han envuelto su encuentro no es óbice para concluir que hemos asistido, muy probablemente, a un episodio diametralmente opuesto al que protagonizaron Suárez y Tarradellas, reflejo sin duda de la pérdida de talla política de la clase dirigente española, en general, y catalana, en particular. Gigantes contra pigmeos, cuando sin duda más hubiéramos necesitado auténticos liderazgos en Madrid y Barcelona.
Los detalles periféricos proporcionados por Mas llevan a pensar que el trato privado fue ayer extremadamente cordial, casi diríase que familiar, consecuencia lógica de la buena relación que tienen la mayoría de los ministros con los consejeros de esa comunidad. Bajo cuerda, se están negociando numerosos asuntos que interesan por igual a ambas partes. Sin embargo, de puertas afuera, el discurso de Mas no ha podido resultar más alarmante y alarmista. La Constitución, vino a decir ayer, está para cambiarla y no hay marco legal que pueda frenar la voluntad independentista exhibida en la Diada. Probablemente, al escuchar sus palabras Rajoy pensó que las puertas de La Moncloa se han cerrado para el presidente de la Generalitat por mucho tiempo.
La Constitución como frontera
No hubo sorpresas, porque el resultado del encuentro lo había retransmitido la Generalitat con muchos días de antelación. El planteamiento es tan grosero que causa rubor imaginar a un dirigente político interpretando ese papel. Se trataba de acudir a La Moncloa dispuesto a pedir el cielo, para, a continuación, acusar a quien lo niega de ser el causante de todas las desgracias. Al escarnio del planteamiento se añade la ofensa a la inteligencia de los españoles. Lo escandaloso, con todo, es que una eventual decisión de Rajoy de otorgar ese “cielo” en forma de pacto fiscal no hubiera servido de nada, porque el propio Mas y sus huestes se han encargado también de aclarar que esa conquista es apenas un apeadero en un viaje que tiene su estación término en la independencia. ¿A qué jugamos, entonces?
En este diario hemos sostenido que no toda la culpa del evidente distanciamiento ocurrido en los últimos años entre Cataluña y el resto de España es achacable a los dirigentes catalanes, y que Madrid tiene su parte alícuota de culpa. También hemos defendido la obligación del Gobierno central de sentarse con los representantes del pueblo catalán, sentarse cuantas veces sea menester, escuchar sus argumentos y tratar de dar cauce democrático a sus demandas. ¿La frontera? La Constitución de 1978, que todos los españoles votamos y aprobamos en su día.
Ocurre, sin embargo, que Mas no es dueño de su destino. El presidente de la Generalitat es desde hace tiempo prisionero del ala más independentista de su propio partido, y por supuesto de ERC y de esas asociaciones “culturales” que antes el Tripartido y ahora CiU vienen generosamente financiando, bajo el patrocinio de la dinastía Pujol Ferrusola, para hacer posible esa labor de zapa de separar, en contra de los intereses de una mayoría de ciudadanos catalanes, cuyos sacrificios y calidad de vida democrática poco importan, Cataluña de España.
La impresión extendida después de la actuación de Mas en su “embajada” madrileña es que él y su séquito de Convergencia han emprendido un viaje a ninguna parte, un camino tan disparatado como el que Ibarretxe tomó en 2001, enterrado por el Congreso de los Diputados cuatro años más tarde. Si la ruta que el presidente de la Generalitat tiene pergeñada incluye el adelanto electoral y la oferta de un programa secesionista para Cataluña, debe saber que tendrá a la mayoría de los españoles en contra y también a su propia tesorería, necesitada de dinero urgente de ese odioso Estado que aspira a abandonar. Tendrá en su contra, por encima de todo, a la sacrosanta ley, encarnada en este caso en esa Carta Magna que el presidente del Gobierno recordó días atrás haber jurado cumplir y hacer cumplir. Esperemos que, llegado el caso, no le tiemble el pulso.