La inesperada abdicación del Rey, que este diario ha reclamado con insistencia en diferentes ocasiones, y la falta de información sobre sus causas, se han traducido en un notable aumento de la confusión en que navega el establishment del decadente régimen de la Transición, confusión que estos días se afana en cubrir con grandes nubes de incienso hacia el monarca y elogios poco mesurados a la figura de su hijo y heredero. Pero, frente al teatro montado por la política oficial con la complacencia de muchos medios de comunicación, travestidos en prensa rosa, a lo largo y ancho de la nación brotan los anhelos ciudadanos por recuperar íntegramente el ejercicio de la soberanía, para librarnos de los aspectos más negativos de un sistema político que ha desnaturalizado los principios democráticos y que, con su corrupción y su inepcia, ha llevado a España a una crisis nacional de envergadura desconocida. Es en este anhelo de esperanza, que recuerda otro vivido cuarenta años atrás, en el que hay que perseverar y en el que esperamos se apoye el nuevo Rey si logra, él también, liberarse de la tutela caduca de los desacreditados partidos dinásticos.
El desenvolvimiento de los regímenes políticos personalistas, como es el caso de la monarquía juancarlista, depende de la voluntad de su titular o fundador. Y esa ha sido la textura de la Transición, un sistema modelado a la medida del rey Juan Carlos I, heredero del general Franco, que otorgó a los españoles la Constitución de 1978 y que se encauzó a través de la famosa partitocracia. Ésta, aliada con la oligarquía económica y financiera, ha dominado la política española durante las casi cuatro décadas que ahora terminan con mucha más pena que gloria. Sería injusto, sin embargo, quedarnos ahí: durante cuarenta años los españoles nos hemos familiarizado con el ejercicio de la libertad y entre todos hemos contribuido a la modernización del país, con un notable y paralelo aumento del nivel de vida colectivo, asunto del que da prueba la capacidad de empresas y empresarios españoles para desarrollar sus iniciativas en el exterior, particularmente en la Unión Europea. El esfuerzo conjunto de la nación es, por eso, la cara de una moneda que ha difuminado la cruz de los abusos y corrupciones de muchos de los que han ejercido el poder. El resultado de esa cruz colectiva es la carcoma que hoy afecta a la mayoría de las instituciones, empezando por la propia Corona, cuyo testigo el rey Juan Carlos pasa ahora a su hijo como un acto de libre disposición, en el que poco o nada cuenta esa soberanía nacional que, como todo el mundo sabe, reside en el pueblo español.
Pero ni la nación más esforzada del mundo hubiera podido sostener de modo indefinido el modelo político y económico surgido de la Transición. Tuvo que ser, sin embargo, el estallido financiero ocurrido en el verano de 2007 el que nos pusiera frente al espejo de nuestras miserias económicas y de nuestras carencias democráticas. Hubo, sí, episodios anteriores que delataban a las claras la fragilidad del sistema, como la crisis de los 90, pero su fugacidad impidió que quienes estaban llamados a enmendar el rumbo actuaran en consecuencia. En ese laissez faire, laissez passer residen algunas de las claves de las miserias que venimos soportando estos años: un cóctel formado por burbujas gigantes y corrupción rampante, que ha devastado el tejido productivo y ha puesto patas arriba el sistema financiero. La política y la moral pública han caído a mínimos históricos y la Monarquía ha sucumbido a los ojos de unos españoles que, primero, le concedieron el beneficio de la duda y después, durante los alegres días de vino y rosas, llegaron a apreciarle, para al final terminar despertando en la pesadilla de esta crisis sistémica, donde todo está en entredicho.
Un balance con un pasivo abultado
El balance detallado de estos cuarenta años irá fluyendo a su debido tiempo en libros y estudios sobre esta época de la Historia de España. Por nuestra parte, hemos procurado sintetizar lo más llamativo y cercano, también lo más obvio, porque, guste o no, el balance final -el que ahora vivimos y sufrimos- es el que cuenta. Un balance que luce un abultado pasivo que sería injusto endosar sólo al Rey que acaba de abdicar; los responsables son algunos más, bastantes más, por supuesto que sí, tal que esa clase política –en particular los presidentes del Gobierno- que consintió los excesos mirando hacia otra lado, o esas elites económico-financieras que constantemente le empujaron con lisonjas, agasajos y dinero por la senda de la perdición, aunque indudablemente él tiene, para lo bueno y para lo malo, el plus de haber sido el fundador y presidente de la empresa de la Transición.
Se anuncia ahora la llegada y proclamación del nuevo Rey en una sesión vergonzante de las Cortes Generales que, sin petición de explicaciones ni debates, van a apurar hasta las heces el cáliz de la sumisión a la opacidad de la Casa Real. Otra banderilla añadida al descrédito institucional sobre el que los españoles se han manifestado clamorosamente el pasado 25 de mayo. Entregarle la Jefatura del Estado en tales condiciones de falta de transparencia no parece un buen servicio al joven Príncipe de Asturias. Un problema más al que deberá enfrentarse, y tiene unos cuantos en lista de espera.
No hay tiempo que perder en la glosa de mitologías arcaizantes. Es hora, en cambio, de que quienes creemos en la libertad y la democracia reclamemos de don Felipe de Borbón la obligación de excitar el celo del Gobierno y del Parlamento para cambiar el estado de cosas de España, apadrinando las reformas constitucionales que requiere una nación postrada y un Estado amenazado por la ruptura territorial. Y si entre esas reformas debe figurar el referéndum sobre la propia continuidad de la Monarquía, hágase de una vez. El primer agraciado podría ser el propio Monarca, que con ello adquiriría la legitimidad que precisa, aunque el principal beneficiado con ese referéndum, desde luego que sí, sería el pueblo español, que de esta forma recuperaría su plena soberanía.