Que sepamos, nadie se lo había pedido. Es más, esa parecía cuestión zanjada en el seno del establishment patrio desde que, en abril de 2012, trascendiera el escándalo de su malhadada cacería africana, con rotura de cadera incluida. Craso error del que nos sacó el discurso de Navidad del martes noche, con esa inequívoca afirmación sobre su pretensión de continuar como jefe del Estado sine die. Ha sido el asunto más llamativo de los contenidos en el mensaje real, sin duda un recado enviado a destinatario o destinatarios cuya identidad ignoramos, aunque sospechamos, puesto que no parece que sean los españoles, que tan poco cuentan en los enredos y ambiciones de la Casa Real, ni tampoco el Gobierno, cuya adulación al monarca esta fuera de duda. En todo caso, la sorprendente afirmación hay que tomarla como un recordatorio sobre la naturaleza del régimen político de 1978, del que el Rey es progenitor y garante, y una advertencia, en día tan señalado y en hora de máxima audiencia, sobre los límites de cualquier acción reformadora que pudiera emprenderse. Recado, en todo caso, revelador de que el jefe del Estado no es consciente de su escasa autoridad y del estado ruinoso de las instituciones constitucionales, y premonitorio de que cualquier iniciativa de cambio genuino está condenada de antemano al fracaso, lo cual supone una verdadera amenaza para la estabilidad de España.
Los contenidos del discurso han sido comentados ampliamente y no procede reiterarlos: con más o menos énfasis, son partituras ya conocidas de años anteriores, cuyo leit motiv se centra en cantar las excelencias del orden constitucional y de la monarquía en particular, desdeñando dos conceptos que sí están hoy en boca de amplios sectores de la sociedad española: la crisis constitucional, y la necesidad de iniciar cambios con la apertura de un período constituyente. En la salutación navideña del Rey nada de eso aparece ni por asomo, lo que da idea de un alejamiento de la realidad que afecta no sólo a su persona, sino a gran parte de ese establishment que, en una demostración palpable de falta de patriotismo, contempla los cambios como una agresión a sus privilegios. A éste propósito, resultan reveladoras las posturas de los dos partidos dinásticos, el PP y el PSOE, muy favorables a lo expresado por el monarca y absolutamente contrarios al debate del cambio. Tampoco se podía esperar otra cosa de dos organizaciones políticas que tienen grandes responsabilidades en la situación que vive España y que están en el punto de mira de la desafección creciente de los ciudadanos. Encuestas cantan.
Demasiado poco y demasiado tarde
El mensaje real se ha producido en un contexto de alteraciones diversas, que van desde la política a la economía y a la justicia, tales como la omnipresente cuestión catalana, el escándalo del recibo de la luz y el registro judicial de la sede del partido del Gobierno, amén de las idas y venidas sobre la imputación o no de la infanta Cristina. Son realidades lacerantes que se pretenden encubrir con palabras de agradecimiento a los perjudicados por ese estado de cosas, la gran mayoría del país, y con eufemismos sobre la actualización de los acuerdos de convivencia. Demasiado poco y demasiado tarde, ante una situación de emergencia ciudadana que puede terminar desbordando los diques de contención construidos por los usufructuarios del poder. El inmovilismo o el reformismo low cost no son medicinas apropiadas para la crisis que padecemos, razón por la cual resulta muy inquietante que el primer magistrado de la nación piense que lo que está sucediendo no va más allá de un problema coyuntural, sin caer en la cuenta de hasta dónde ha llegado la carcoma.
Este periódico siempre ha sostenido que los problemas políticos y constitucionales que afectan a la calidad de la democracia se resuelven con más democracia, que los económicos se ordenan con mayor libertad (liberalización entendida como aumento de la competencia) y que el Estado tiene que ser garante de todo ello. Por eso, no sólo no nos asustan los cambios sino que los consideramos imprescindibles para superar de verdad, y no en falso, la crisis española. Lamentable resulta, desde esta perspectiva, constatar que el jefe del Estado no ha estado, una vez más, a la altura de las circunstancias.