Si realmente existe el genio español, uno diría que se manifiesta en nuestro talento para inventar palabras. Palabras de aceptación inmediata por su precisión y sustancia. Cuñao: el enterao inevitable en tantísimas situaciones cotidianas. En pocos años ha sido integrada, a nadie escapa su sentido. Pero alguien debió de tener la originalísima intuición de aventurar que tal forma de conducta, precisamente, sería identificable para muchos con el proceder del marido de la hermana, con el del hermano de la mujer. Brillante. Una relación de parentesco como terreno estadístico privilegiado para una psicología reconocible: cuñao, por fuerza así, sin la dintervocálica, a lo Rajoy. Muy español, mucho español. La genialidad se hace evidente cuando cada vez que rumiamos la palabra es como la primera vez: se nos renueva la sonrisa.
Cuñadismo es el nombre que damos a la afección cognitiva del cuñao. Es, la verdad, algo muy simple: una estulticia que no se reconoce a sí misma y se exhibe orgullosa como si fuese conocimiento. El decalaje entre ignorancia y seguridad perdonavidas hace reír a cualquiera. Un localismo patrio. Una estampa tan nuestra como inglesa es la del energúmeno de torso desnudo y carnes lechosas y fofas que profiere cánticos cerveza en mano. Aunque creemos estar al cabo de la calle, ni por asomo atisbamos las cifras reales de su auténtica letalidad: nos movemos en la epidermis del tema, urge profundizar. Hace pocos días, triunfó en Twitter una muestra pura, aunque por ello, muy convencional. En un video, el hombre atiende a una periodista a la que no le cuesta nada ponerse a su nivel: hay que venir, ¿no?, a pesar de eso. La respuesta es que sí, que a pesar de eso había que ir a la manifestación del 8-M porque esto es mucho más importante que el coronavirus. Suelto ante la cámara, se permite el clímax verbal por el que pasa con honores a la posteridad de esa red social: nada, nada… el coronavirus… si no existe. No hay ningún problema.
Habrá protestas, habrá que aislar y tratar a muchos que ni por asomo sospechan padecer esa afección
¿Pero son estos cuñaos pata negra el vector principal de transmisión del cuñadismo? No parece que sea así. Resplandecientes en su falta de ambigüedad, reconocibles por cualquiera menos por ellos mismos, estos entrañables ejemplares nuestros, adictos a grandes verdades y alérgicos a toda complejidad son, la verdad sea dicha, casi inocuos. Identificados, señalados con sorna, puestos en cuarentena ya sea en el metraje de un video viralizado o en la gigantesca barra de bar que es nuestra vida social, nos conducen a practicar un reconfortante distanciamiento mientras con suficiencia nos echamos unas risas a su costa. El problema está, en realidad, en que tomamos la parte por el todo. Estos ejemplares cañí son la estación término del cuñadismo, el territorio al que solo unos elegidos pueden permitirse llegar. La punta del iceberg, la pintoresca hipertrofia de esta otra pandemia que de modo inadvertido asola España.
Nos resultará llamativo que el 'cuñadismo' dejará pronto de ser un virus asociado a la obvia carencia de glamour: pasarán a engrosar sus renovadas filas muchos que aparentan razonar y que pronuncian la d intervocálica a la perfección
Muy pronto habrá que tomar medidas para imponer la ya inaplazable extensión de la categoría de cuñao. No va a ser agradable para nadie, habrá protestas, habrá que aislar y tratar a muchos que ni por asomo sospechan padecer esa afección. Individuos que, con el interesado criterio actual, resultarían asintomáticos, pero que son, como iremos entendiendo con pedagogía y paciencia, avant la lettre, cuñaos. Y, lo que es esencial, ejemplares con su capacidad de transmisión del virus incomparablemente más vigorizada que los obvios nerds hispánicos a quienes se acaba de caracterizar. Lo básico a retener es que pocos van a estar a salvo a priori de esta ampliación categorial. Nos resultará llamativo que el cuñadismo dejará pronto de ser un virus asociado a la obvia carencia de glamour: pasarán a engrosar sus renovadas filas muchos que aparentan razonar y que pronuncian la d intervocálica a la perfección.
Áreas de desinfección prioritaria serán, una vez parecen esterilizadas y bajo control las sobremesas familiares y toda suerte de garitos –los hábitats preferentes del cuñao tradicional-, la televisión, la prensa y los social media. La todología, esa insaciabilidad de la competencia discursiva tan presente en esos ámbitos, pasará a codificarse como síntoma inapelable de cuñadismo, al mismo nivel que el jersey estampado de punto, o de las argumentaciones que se valen en su arranque del sintagma si ya te lo dije yo. Será de igual modo confinado, en esos mismos ámbitos, el que pasará a denominarse cuñao a tiempo parcial, un tipo de periodista o de reputado opinador en redes que señalaremos como infectado por sus afirmaciones alternativamente desmesuradas o ecuánimes, según la falta política en discusión sea atribuible a un lado u otro del espectro. Pero nada será más novedoso para nuestra salud cognitiva que la puesta en cuarentena de una tercera categoría, la que se ha hecho bien patente en la crisis de salud pública que enfrentamos hoy: el cuñao científico.
Pero nada será más novedoso para nuestra salud cognitiva que la puesta en cuarentena de una tercera categoría, la que se ha hecho bien patente en la crisis de salud pública que enfrentamos hoy: el 'cuñao científico'
Perpiñán, Vistalegre y el 8-M fueron y parecieron, ya en el momento de su celebración, concentraciones imprudentes. Sin embargo, hoy, el cuñao científico, refiriéndose a la última, nos libra de nuestro error porque, a lo que se ve, los datos de ayer no eran los de hoy. Tampoco lo que pasó en este país desde el 9-M parece añadir razón alguna a quienes habían manifestado antes su preocupación: confirma, al contrario –prosigue riñéndonos, severo- que opinamos por encima de nuestras posibilidades. Lo malo del argumento es que por ese carril se llega pronto, sin forzar mucho las cosas, a cuestionar lo esencial para todo periodismo digno de tal nombre: su obligación de sacar a la luz las aparentes contradicciones e investigar a partir de indicios razonables. Si el conocimiento necesario para emitir un juicio fundado está solo al alcance de científicos o de tecnócratas, el periodismo sobra en estos casos. El cuñao científico nos responderá a esto que no, que bastaría con una investigación ecuánime por parte de quienes se dirigen a la opinión pública. Pero es esta búsqueda recta e imparcial, en realidad, la que demuestra que aquí, probablemente en función de su propio sesgo de confirmación, el científico –y por ello, aquí, un cuñao- actúa como un político: elige las cerezas que le convienen e ignora las que no le sirven. El tema no va, por lo tanto, de falacias retrospectivas, como él querría creer y pretende hacernos creer, sino del manido cherry picking, de la falacia de la prueba incompleta, del deporte preferido de los políticos –en su caso, con plena conciencia de ello-: coger argumentos y datos que sirven y obviar los comprometedores. Tan cierto es que la curva de infectados no había comenzado a aplanarse para el 8-M en Corea de Sur, con lo que no podía validarse en ese caso la utilidad del distanciamiento social, como que ya se conminaba a aplicarlo en dos informes de organismos internacionales.
Perpiñán, Vistalegre y el 8-M fueron y parecieron, ya en el momento de su celebración, concentraciones imprudentes
Y así vemos –paradoja solo aparente- lo que es muy obvio y antiguo: que lo indefendible se defiende desde la estulticia, aunque también desde la supuesta sofisticación –supuesta, de ahí que la paradoja sea falsa. Cuando por fin nos armemos para captar la arbitrariedad que se disfraza de competencia y de rigor, nos pasará lo que nos pasa al escuchar a nuestro cuñao convencional: veremos abrirse el foso entre el valor real de lo que nos dicen y la seguridad que se gastan para convencernos. Y aquí no nos reiremos, sino que pasaremos a la acción: les trazaremos el perímetro que merecen. Un cordón sanitario final para charlatanes, demagogos y populistas y para todos aquellos que quieren creer que defienden la verdad cuando solo se defienden a sí mismos.
Ahora, la mala noticia: sabemos que eso no puede ocurrir nunca.