Tras una biografía de Edith Warton y un ensayo sobre Arthur Koestler, Jorge Freire (Madrid, 1985) publica ahora Agitación. Sobre el mal de la impaciencia (Páginas de Espuma), obra con la que ha obtenido el premio Málaga de Ensayo. En sus páginas, el autor madrileño disecciona con inteligencia y humor la hiperactividad del hombre contemporáneo, “obligado a moverse hacia delante como un tiburón huyendo de la muerte”.
Agitación ahonda en un mal característico de nuestra época: la impaciencia. ¿Significa eso que estamos peor preparados que nuestros antepasados para afrontar un confinamiento como el actual?
Supongo que sí. Estamos sometidos a un incesante chaparrón de estímulos. Al menos nuestros antepasados, que bastante tenían con lo suyo, no se consagraban a empresas tan ímprobas y tan estúpidas como “vivir experiencias”. Decía Orwell que algunas diatribas son como la reacción de un cascarrabias ante un niño molesto, mirándole con perplejidad y preguntándole por qué no se queda quietecito como él. Pues bien, ese niño es nuestra sociedad y ese cascarrabias, qué le vamos a hacer, soy yo.
Señala que el homo agitatus contemporáneo es el equivalente al necio de los textos medievales, una figura a batir. ¿Por qué?
El libro se inspira en las conversaciones mantenidas con mis amigos a lo largo del verano. Uno se largaba a Laos para hacer inmersión extrema y otro aprovechaba sus cuatro días de vacaciones para descender el Ebro en káyak disfrazado de la Rana Gustavo. Tanta agitación daba que pensar. Disparar contra el necio, es decir, el ne-scio, el carente de ciencia, era un recurso habitual en los textos medievales, y en este caso me permitía ilustrar con ejemplos más o menos graciosos unas ideas más o menos profundas.
Muchos de nuestros males surgen cuando nos proyectamos hacia el futuro o hacia el pasado. Quien vive en el aquí y el ahora, no los conoce
También destaca que la “tarea de nuestro tiempo es aprender a vivir en nuestros propios zapatos y mantenernos en pie”.
Divertirse es el mandato inapelable de nuestro tiempo. Di-vertere era lo que hacían los surcos del arado, girar en otra dirección, y eso es lo que hacemos: dispersarnos, desbordarnos, salir de nosotros mismos. Yo creo que limitarse es extenderse, como decía Goethe, y por eso propongo aprender a gobernarnos y a vivir en nuestro pellejo. Y para eso es preceptivo pisar fuerte en el sustrato firme del presente. Muchos de nuestros males surgen cuando nos proyectamos hacia el futuro o hacia el pasado. Quien vive aquello que los latinos llamaron hic et nunc, el aquí y el ahora, no los conoce.
Pese a lo que les gustaría a los nacionalismos, el mundo cada vez parece más homogéneo. ¿Es esto necesariamente negativo?
Es un proceso irreversible. El problema de los nacionalismos no es su carácter particularista, que tiene su encanto, sino su renuencia al principio de realidad. En el libro de Chaves Nogales, el torero Belmonte habla de su perplejidad al conocer a una gallega guapa. A su juicio, todas las chicas guapas estaban en Sevilla, de igual manera que todas las tertulias estaban en Triana. Naturalmente, Belmonte bromeaba.
El soberanismo es como una dermatitis: incómodo, superficial y picajoso
¿Y por qué hoy en día la subversión no solo se tolera sino que se fomenta?
Desde la noche de los tiempos, la ley incita a su transgresión. San Pablo decía que la prohibición excitaba su apetito. Lo malo es que la transgresión sea obligatoria, como sucede en las sociedades hedonistas. La cultura de la agitación no nos tienta con sus frescos racimos, como dice el verso de Rubén Darío, sino con ramilletes ajados. La razón es sencilla: la bufonada afianza la corona, de la misma manera que la blasfemia ratifica lo sagrado. Como nos ha enseñado el procés, nada hay más conservador que unas élites incitando a la desobediencia.
Abomina del tópico que reza que la mejor manera de aprender es “jugando”. ¿Cuál es la razón?
Hay un tiempo para trabajar y otro, para jugar, y no conviene que uno invada el espacio del otro. Es contraproducente convertir la enseñanza en un flashmob constante, so pretexto de “gamificarla”, porque estar disperso es lo contrario de estar concentrado. Todavía peor es que el tiempo de trabajo colonice el tiempo del ocio, de manera que hasta las vacaciones se vuelvan actividades extracurriculares. Hay que dejar a los chicos tiempo para ellos mismos. Y, si se aburren, mejor. Propongo recuperar el viejo lema monástico del ora et labora y convertirlo en lude et labora. Ambas cosas son necesarias, pero de manera consecutiva, no simultánea.
Desde la noche de los tiempos, la ley incita a su transgresión. Lo malo es que la transgresión sea obligatoria, como sucede en las sociedades hedonistas
Manuel Arias Maldonado indaga en Nostalgia del soberano en el deseo de restablecer un poder superior que ponga orden en el caos actual. ¿Es propia esa añoranza del homo agitatus?
Como señala Arias, ese anhelo brota cíclicamente. Hace un siglo, Zola escribió que las fascinación de los pusilánimes por el ruido de sables no respondía a un genuino sentimiento republicano, sino a cosas más prosaicas: la emoción que provoca un casco emplumado, las ganas de ver desenvainar la espada, la sed de sangre, el ansia de soluciones contundentes. Puede que sea un asunto de testosterona. No es casualidad que la publicidad del brandy Soberano rezase aquello de “es cosa de hombres”.
Jonathan Haidt han señalado que nuestras decisiones están menos emparentadas con la razón que con procesos mentales inconscientes. ¿Está en lo cierto?
Todo indica que nuestra razón se asemeja a Benito Cereno, el capitán de la novela de Melville. Todos creen que guía la embarcación, pero en realidad es rehén de unos esclavos que la han secuestrado. Naturalmente, esto plantea varias preguntas. Haidt, Mercier y Sperber, Kahneman, todos ellos han mostrado que acopiamos argumentos para defender intuiciones prerracionales. Eso cuestiona, entre otras cosas, la idea misma de diálogo, pues dia-logos significa que la razón pasa a través de los que en él participan. ¿Quiere decir esto que debemos abandonarnos al determinismo y al irracionalismo? Por supuesto que no. Pero hay que conocer nuestros límites. Y la racionalidad es, más bien, un ideal al que aspirar.
Se ha demostrado que acopiamos argumentos para defender intuiciones prerracionales. ¿Quiere decir esto que debemos abandonarnos al determinismo y al irracionalismo? Por supuesto que no. Pero hay que conocer nuestros límites
En las últimas páginas del libro, aprovecha para arremeter contra los “soberanismos, nacionalismos e identitarismos”. ¿Por qué son tan nocivas sus ideas?
Valéry escribió que no se puede pensar en serio utilizando palabras terminadas en ismo. El problema de todos estos ismos es que se valen de ciertos mitologemas, como la soberanía o la libertad total, para atizar aquello que Freud llamó el narcisismo de la pequeña diferencia. En un mundo que tiende a la homologación, los nacionalismos no representan ningún tipo de resistencia, por mucho que algunos erradamente lo crean, sino su creación más genuina. La cultura de la agitación disfraza su hegemonía de diversidad, condimentándola con folclorismos. A poco que uno viaja se encuentra con la misma ganadería de lo común, con las mismas opiniones y las mismas opciones vitales. Da igual que lleven camiseta del Madrid o del Bayern.
Dice Greene en El americano impasible que hay un orgullo que se lleva por fuera, sensible al menor roce. El soberanismo es como una dermatitis: incómodo, superficial y picajoso. No es propio de adultos tratar de distinguirse por ello.
Muchos auguran que el ser humano extraerá una lección de la pandemia. ¿Usted también lo cree?
Todo el mundo proyecta sus manías en esta crisis, como si de un test de Rorschach se tratase. Eso de que saldremos transfigurados de esta crisis es un redentorismo mesiánico propio del pensamiento religioso. También en 2008 se decía que descubriríamos las virtudes del decrecentismo y que trocaríamos el egoísmo por altruísmo. Memeces. Yo me conformo con no volverme loco a lo largo del confinamiento.