Carlos Alcaraz Garfia nació en El Palmar (Murcia) el 5 de mayo de 2003. Es el segundo de los cuatro hijos que hasta ahora han tenido Virginia Garfia y Carlos Alcaraz González, también tenista y hoy director de la escuela de tenis del Club de Campo de El Palmar. Y nieto de Paquita y de Carlos Alcaraz, delineante jubilado y aficionadísimo al tenis, a quien saludamos desde aquí muy cariñosamente porque, a sus casi 90 años, colecciona todo lo que se publica sobre su nieto; así que, sin la menor duda, leerá también este artículo y lo archivará en la nave industrial que seguramente ya necesita para guardar todos los recortes. El abuelo Carlos es el autor de la fórmula magistral que ha llevado a su nieto al éxito en el tenis: "Cabeza, corazón y cojones".
La biografía académica de Carlitos es breve, como la de la mayoría de los grandes tenistas. Ha estudiado bachillerato en el instituto Marqués de los Vélez, de El Palmar. Eso es seguramente todo: también Roger Federer dejó de estudiar a los 16 años para dedicarse a la raqueta. Carlos ha tenido una tutora con la que se conectaba por videoconferencia las más de las noches, allá donde estuviese. Solía hacer las tareas escolares en los aviones o donde buenamente le pillase, pero eso era a los 18 años. Ahora tiene 21 y, desde entonces, su vida se ha multiplicado por diez.
En una familia como esa, era casi inevitable que Carlos empezase a darle al tenis desde poco después de aprender a andar. Le regalaron su primera raqueta a los tres años. Le pusieron su primer entrenador (Carlos Santos Bosque) a los cuatro. A los siete, quienes le veían jugar en el Club de Campo de El Palmar empezaban a darse con el codo y a mirarse unos a otros porque lo de aquel crío no era normal. Carlitos, a esa edad, era un niño como tantos. Moreno, guapo, flaco como un fideo, un poco cabezón, con una encantadora sonrisa llena de dientes y unos bracitos finos como sarmientos. Pero salía del “cole”, se iba a donde el tenis, se colaba en la pista de tierra batida y algo cambiaba. Copiaba la técnica, la manera de jugar que veía en los demás. Y le iba bien, porque su padre, que fue subcampeón de España, dejó de ganarle cuando el chaval tenía trece años. Al crío se le ponía una mirada que no se le ha quitado nunca. Una mirada felina, depredadora. Le llamaban Tarzán. No por sus hechuras, desde luego, porque era delgado como una lombriz, sino porque en cuanto pisaba la pista se encontraba en su territorio natural. Como Tarzán en la selva.
De aquel tiempo viene su primera foto con Rafa Nadal, que le sacaba una cabeza de estatura y que sonríe a la cámara mientras el chiquillo pone la cara de devoción que pondría de estar haciéndose una foto con Superman. Por entonces lo dijo: “Yo quiero ser como Rafa. Pero no solo por lo bien que juega sino por lo bueno que es, por lo buena persona. Es un chico estupendo”. Hay más fotos. Su primer entrenador, Carlos Santos, cumplió uno de los sueños infantiles de Carlitos (que tenía doce años) y se lo llevó a París. Naturalmente, fueron a ver las pistas donde se juega el torneo de Roland Garros. Y hay una foto impagable en la que Carlitos está mirando, desde la grada, algunas pistas de entrenamiento. En la primera pelotea nada menos que Novak Djokovic. En la del fondo, desenfocado, parece jugar Rafa Nadal. La sonrisa de pillo del chiquillo, vuelto hacia la cámara, parece toda una profecía.
Una vez, alguien que llevaba una cámara de vídeo le hizo unas preguntas. Carlitos, que tenía doce años se puso extrañamente serio, porque siempre estaba sonriendo. ¿Nombre? Carlos Alcaraz. ¿Edad? Doce años. ¿Cuál es tu sueño, si algún día te dedicas al tenis? Pues ganar Wimbledon. Y Roland Garros también.
Carlitos –porque era y sigue siendo Carlitos: así le llaman quienes le quieren y ese es el nombre que aparece en su cuenta de instagram, @carlitosalcarazz, con 5,8 millones de seguidores– era un preadolescente imprevisible, desordenado, madridista convicto y confeso, que comía lo que le daba la gana, que lo mismo se iba a pescar con los amigos que a dar una vuelta por ahí, o a jugar al golf, o al ajedrez con el abuelo. Ahí está otra clave: odiaba perder. Al ajedrez y a cualquier cosa. Se enfadaba muchísimo. Su padre y su abuelo, sabedores de que genios hay muy pocos, trataban de meterle en la cabeza que el tenis es un juego, un entretenimiento para pasarlo bien, pero qué va. Carlitos era un carnívoro indomesticable que no se conformaba con menos que la victoria. Le costó tiempo entender que en el tenis, como en todo, unas veces se gana pero otras se pierde; de hecho, se pierde más veces que se gana. Y que las personas inteligentes aprenden mucho con las derrotas, mientras que los tontos no sacan nada aprovechable de las victorias.
Empezaron a llegar competiciones, campeonatos casi de juguete, los primeros torneos. A los diez años ganó el título nacional sub-12 del Nike Junior Tour, aplastando a chavalotes dos años mayores que él. A los once ganó el torneo Longines y eso le llevó a París, a jugar el campeonato de alevines de Roland Garros. Le recogía una limusina para llevarlo del hotel a la pista y el crío iba mirando por la ventanilla con la boca abierta. Empezaron a llegar los títulos. En 2018, cuando apenas tenía ¡catorce años!, logró sus primeros puntos como profesional. Y poco después logró el campeonato de Europa sub-16 en Moscú. El primer torneo profesional llegó a los 16, cuando derrotó en dos sets a un montón de músculos dos años mayor que él, que se llama Timofey Skatov, en la final del ITF Ciudad de Denia.
Hay un vídeo maravilloso que da vueltas por internet (un resumen puede verse aquí) en el que un Carlos de quince años juega un torneo “junior” en Villena, Alicante, contra un italiano pelirrojo todavía más escuchimizado que él: Jannik Sinner, de 17. Aquel día ganó Carlos. Ya eran amigos, pero seguramente ninguno de los dos se atrevía entonces a soñar que, a la vuelta de seis años, ambos heredarían la corona del tenis mundial, que en aquel momento estaba bien sujeta en las sienes del invencible “Big Three”: Federer, Nadal, Djokovic.
El primer torneo de la ATP 500 lo ganó Carlitos en Rio de Janeiro, con 16 años, frente a un rival que le doblaba la edad. El primer trofeo Challenger lo obtuvo en Trieste a los 17, después del parón provocado por la pandemia. Su primer partido ganado en un torneo de Grand Slam llegó hace un año, en febrero de 2021, en el Open de Australia: era la primera vez en su vida que el chiquillo jugaba un partido de cinco sets. Luego ya ha sido el no parar.
Sigue viviendo con sus padres en El Palmar, al menos en teoría. Porque se pasa la vida en los aviones y en los torneos. Juan Carlos Ferrero, que fue número 1 del mundo, es su actual entrenador, y Carlitos vive hoy asistido por una pequeña corte de dietistas, fisioterapeutas, psicólogos y preparadores físicos que, en muy poco tiempo, convirtieron a aquel canijo de hace poquísimo en una especie de Thor con músculos por todas partes, que no tiene un gramo de grasa y que posa sin camiseta para la portada de revistas de culto al cuerpo como Men’s Health. Mide 1,85 (solo uno de los grandes tenistas en activo, el argentino Diego Schwartzman, mide menos de 1,80, y le llaman ‘El Peque’), pesa 72 kilos y es el asombro del tenis mundial. Y aún tiene espinillas en la cara.
Para la gran mayoría del público español, Carlos Alcaraz se apareció en la tierra hace dos años, en abril de 2022, cuando ganó el torneo Conde de Godó en dos fulminantes sets. Caramba, se dijeron los aficionados, ¿quién es ese chavalín que corre tanto? Pero el interés se multiplicó por diez a la semana siguiente, cuando Carlitos se llevó el Mutua Open de Madrid (uno de los nueve Masters 1000 del mundo) después de vencer a toda la corte celestial del tenis planetario, uno tras otro. Despiezó sucesivamente a Cameron Norrie, Rafa Nadal, Novak Djokovic y, en la final, con una facilidad casi insultante, al gigante alemán Sasha Zverev, que le saca una cabeza de altura y que en aquel momento era el número tres del ranking mundial. Carlitos lo fundió en dos sets, con un humillante 6-3 y 6-1. Cuando venció a Nadal le dieron un rotulador y le pidieron que escribiese algo en un cristal que había delante del objetivo de la cámara de televisión. Carlos escribió: “¿Qué ha pasado?”.
Ni él mismo lo entendía. La gente ya no se preguntaba quién era aquel niño sino cómo era posible aquello, qué estaba sucediendo. El número de sus seguidores empezó a crecer exponencialmente. En aquel torneo, “alguien” a quien preferimos no citar inventó un término nuevo: la “alcaricia”. Es una de las jugadas preferidas del chico: la “dejada” de toda la vida, pero hecha con una maldad, una belleza, un mimo y una precisión que nadie más consigue. El gran comentarista de tenis José Antonio Mielgo, que no sabe que la palabra ya estaba inventada, suele decir que Carlos “alcaricia” la bola en las dejadas. Es exactamente así.
Pero no es, ni mucho menos, su único recurso. El arsenal tenístico de Carlitos era, ya hace dos años y pico, uno de los más completos del mundo. Primero, tiene una fortaleza física extraordinaria: no se cansa nunca, corre como una centella y apenas parece sudar. Para jugar al tenis jamás ha llevado nada en la cabeza, ni gorras ni cintas; no las necesita. Segundo, jamás, pero jamás, da una bola por perdida: las pelea todas, las persigue todas a una velocidad imposible, como el joven Rafa Nadal, lo cual ha generado puntos de auténtica antología. Tercero, su derechazo (cruzado, invertido, paralelo o como se tercie) es demoledor, lo mismo que su revés. Es un mago de las acrobacias en la red, de las jugadas imposibles. Su saque, arma fundamental, ha ido progresando hasta convertirse en puro veneno. Por decirlo de una vez: no hay nada que no sepa hacer. Nada en absoluto. Y encima está su rugido: cuando golpea la bola, sobre todo si lo hace con toda su fuerza, suelta un sonido gutural que solo se oye en las sabanas del Serengueti, y que asusta a todo el mundo.
Los grandes campeones del pasado han manifestado su completo asombro ante este niño que parece ser el Mozart del tenis contemporáneo, tanto por su precocidad como por su inmenso talento. Björn Borg lo etiquetó como genio. John McEnroe ha repetido varias veces que jamás ha visto jugar así a nadie, y menos a esa edad. Algo parecido ha dicho Matts Wilander. El venerable maestro Rod Laver ha dicho que Carlitos está ya consagrado como uno de los grandes. Pero quizá haya sido el veteranísimo campeón checo Jan Kodeš quien haya dado con el secreto de este muchacho: “Es el único tenista”, dice, “que sonríe cuando pierde un punto. Si la jugada ha sido buena, Alcaraz ríe, aunque haya perdido él. Eso significa que no compite por el dinero del premio ni por la gloria ni por orgullo: compite porque le gusta jugar al tenis, para él eso es lo más importante”.
Sería interminable enumerar todos los torneos, todas las victorias y todos los partidos memorables que ha jugado Carlitos Alcaraz… en los dos últimos años. Aquel mágico 2022, después de cumplir los 19, el increíble murciano llamó a la puerta de dos de los cuatro Grand Slam (los ‘majors’, los torneos, más importantes del mundo), el de Roland Garros y el de Wimbledon: en el primero sufrió la venganza del alemán Zverev, que se desquitó de la humillación de Madrid, y en el segundo le venció su gran amigo Sinner.
Pero a principios de septiembre de aquel año llegó la primera campanada: Carlitos ganó su primer Grand Slam, el Open de Estados Unidos, después de jugar siete partidos terribles, entre ellos uno de los más hermosos de todos los tiempos (los cuartos de final contra Sinner), y de vencer, en la final, al noruego Casper Ruud. Las vallas publicitarias del enorme estadio de Flushing Meadows se llenaron con una centelleante frase en español: “Bravo Carlitos!”. Allí alcanzó por primera vez el número 1 del ranking mundial. Fue el cuarto español en lograrlo, después de Carlos Moyá, de su propio entrenador –Juan Carlos Ferrero– y, naturalmente, de Rafa Nadal.
El año de 2023 fue de consolidación y también de transformación. Carlitos a veces ganaba y a veces perdía, pero cada torneo que pasaba quedaba más claro que, tras la retirada de Federer y las terribles lesiones de Rafa Nadal, el serbio Djokovic era el único genio que empujaba la puerta para tratar de impedir la entrada en tromba del futuro. Y el futuro era, como escribió también el tipo que inventó lo de las alcaricias, “El Mundo de los Niños”: una generación insultantemente joven que capitaneaban Alcaraz y Sinner, y que se estaba llevando por delante a todos los que habían sobrevivido, después de dos décadas, a la monarquía absoluta del Big Three (Federer, Nadal, Djokovic).
“Espero que alguna vez me des una oportunidad”, decía, con una sonrisa irónica, el grandísimo ruso Daniil Medvedev cuando Carlitos le pasó por encima en el torneo de Indian Wells de ese año. Era uno de los supervivientes del pasado. Otro era el británico Cameron Norrie, que cayó ante el murciano en la arcilla de Buenos Aires. Otro más era el maravilloso griego Stéfanos Tsitsipás, que se rindió en Barcelona (conde de Godó) ante Alcaraz y empezó a comprender que aquel muchachito que nunca dejaba de sonreír se había convertido ya en una de sus peores pesadillas: no encontraba la forma de ganarle. Así sigue siendo hoy: Alcaraz y Tsitsipás se han enfrentado seis veces y las seis las ha ganado Carlos. Jugar contra el español se ha convertido, para el griego, en algo muy parecido a ir al dentista.
Pero a veces se le notaban los veinte añitos recién cumplidos: en las semifinales de Roland Garros de junio 2023, ante un Djokovic pletórico, al chavalín le pudieron los nervios, sufrió el vértigo de las grandes alturas, le entró el miedo y sufrió un tremendo ataque de calambres en las piernas. Djokovic cruzó la red para consolarle: “No te preocupes, vas a ganar aquí muchísimas veces; esto no tiene importancia”. Carlitos sonrió tragándose las lágrimas.
A los pocos días Alcaraz se presentó sobre el elegante césped de Queens, en Londres, seguramente convencido de que la hierba es una cosa verde que a veces hay en el suelo y que sirve para que vivan las hormigas y los grillos. No sabía jugar sobre hierba, había disputado en toda su vida media docena de partidos sobre esa superficie resbaladiza que no se parece a ninguna otra y que obliga a jugar de una manera totalmente distinta. Pero, contra toda evidencia y toda lógica, ganó el torneo: había aprendido a moverse sobre el verde como si fuese la salita de su casa en El Palmar. Y en apenas ocho días.
Sin embargo, el delirio llegó en las dos semanas siguientes. Carlitos llegó, por primera vez en su vida, a la final de Wimbledon, el premio Nobel del tenis. Y ganó. Venció precisamente a Djokovic en un partido brutal, despiadado, en el que el genial serbio –que había ganado allí siete veces– hizo todas las marrullerías imaginables, pero no pudo con él. Fue el serbio quien acabó llorando de dolor. También Juan Carlos Ferrero, pero este de alegría: él, que nunca había logrado ganar en Wimbledon, y veía ahora cómo “su chico”, con veinte años, alzaba la copa dorada que le había entregado la princesa de Gales, le gastaba bromas al Rey de España (“Ha venido usted dos veces a verme jugar y en las dos he ganado; caramba, ¡venga más!”, le decía Carlitos, y Felipe VI se mondaba) y salía al balcón a recibir las aclamaciones de miles de personas con la cara de quien no termina de entender bien lo que ocurre. Sencillamente, era feliz.
Pero el juego del español estaba cambiando… o tenía que cambiar. Aquel muchacho resplandeciente se había convertido, más que en un tenista, en un fenómeno de masas que iba mucho más allá del tenis. Sus fans se contaban por millones en todo el planeta. Llenaba los estadios en todas partes, jugase contra quien jugase. Eso es demasiada presión para un crío de veinte años. Empezó a perder. Es decir, empezó a obtener los mismos resultados que todos los demás, lo cual para él era un problema porque el público no iba a verle jugar; iba a verle ganar, y se sentía decepcionado si no lo lograba. En el resto de 2023 no logró ningún título más.
2024 está siendo el año de la consagración. La clave seguramente estuvo en el torneo de Indian Wells, en California. Allí se produjo una transformación decisiva en su forma de jugar. No eliminó nada de lo que antes hacía, pero incorporó –o potenció extraordinariamente– la prudencia, el ritmo, el orden en el juego, la estrategia: no bastaban los estacazos de derecha o de revés. Derrotó a Sinner, que le había reemplazado como número uno del mundo. Y en la final volvió a vencer al ruso Medvedev, que hizo un comentario de Pero Grullo: “Cuando juega así, es imposible ganarle. Nadie podría”.
Pues así jugó en el último Roland Garros. Fue su tercer Grand Slam e hizo buena la profecía de Djokovic: seguramente llegarán muchos triunfos más en esa pista. Y así llegó, a renglón seguido, el cuarto “grande”: de nuevo Wimbledon, el torneo que soñaba con ganar cuando era un chiquilín escuchimizado y con voz de pito. Volvió a vencer a Djokovic, y de una manera feroz como una dentellada de felino: en tres sets de cinco posibles. Ya nadie tuvo dudas: la corona del tenis mundial ha cambiado de sienes y de generación. Ahora está en manos de Alcaraz, de Sinner y del resto de los jovenzuelos insolentes que no respetan las canas ni el protocolo. Y que sonríen, como Carlitos, hasta cuando pierden. Porque no compiten por la gloria, la fama, el trofeo, el premio o el orgullo: compiten porque les apasiona jugar al tenis, es lo que más les gusta. Eso es lo que les pasa.
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El guepardo (Acinonyx jubatus) es un hermoso y elegante felino que vive en diversas zonas de la mitad sur de África y en cientos de documentales de la BBC y de National Geographic, donde es una estrella indiscutible. Lo primero que hay que decir es que hay pocos guepardos, cada vez menos, porque su hábitat desaparece y, digámoslo claro, porque hay que ser muy bueno para ser un guepardo: eso no está al alcance de cualquiera.
Es uno de los cazadores más eficaces del mundo de los felinos, pero eso lleva mucho tiempo de aprendizaje. Cuando es jovencito, el guepardo (también llamado chita, que en sánscrito significa hermoso, elegante) se esfuerza en participar en las cacerías que organiza su madre. Por más talento que tenga, y tiene muchísimo, improvisa. Se precipita. Pierde torneos. Pero eso se acaba a medida que va ganando experiencia, aplomo y desde luego astucia.
El guepardo está diseñado para dos cosas: para matar y sobre todo para correr. En esto es el mejor. Llega a alcanzar los 115 kilómetros por hora, lo cual es deprimente para las gacelas Thompson (que son sus presas favoritas) porque, hagan lo que hagan, por más que salten o zigzagueen o den quiebros, el guepardo siempre está allí, con esa mirada de acero, y las derriba con unas impresionantes dejadas (o alcaricias) que acaban con la paciencia de medio Serengueti.
Su forma, su elasticidad y su musculatura (y su instinto asesino) están perfectamente diseñados para lograr el éxito en la caza. Se dirá: no puede correr mucho tiempo, tiene poca resistencia. Bueno, vamos a ver: habrá guepardos que sí puedan y guepardos que no, como todo en esta vida, ¿no es verdad? Además, ¿poca resistencia comparado con quién, eh? Si se le compara con cualquiera de nosotros, o incluso con cualquiera de los tenistas de la ATP, el guepardo es más resistente que el titanio, caramba.
Animal territorial, el guepardo sabe esperar, eso sobre todo. Es consciente de que hay otros bichos en la sabana que son algo más fuertes que él y que pueden robarle las presas. Pues aguarda su mejor momento: el del mediodía, cuando leones y hienas y leopardos están aplastados por el calor, y es entonces cuando sale a la pista. Y no hay quien lo pare. No tiene preferencias en cuanto a su zona de caza: lo mismo le da la hierba de la sabana que la tierra batida o la pista dura, él corre igual, da lo mejor de sí mismo y logra todo lo que se propone.
Un animal admirable, el guepardo. Seguramente por eso hay tan pocos.