Ni en sus mejores sueños podía imaginarse Julián López, el Juli, una despedida así de Madrid. El madrileño consiguió abrir la tercera Puerta Grande de su carrera en una tarde que, más allá del análisis pormenorizado de si fue justo premio o no, fue de emociones desbordadas y ya forma parte de la historia del toreo.
Pocos hubieran apostado con un final así para El Juli en una plaza tan arisca con él desde sus inicios, especialmente su afición más intransigente, que de siempre le ha censurado su forma de torear, en las antípodas de lo que para ellos es un "catecismo" del toreo tan autoritario como absurdo.
Quizá también cuente el hecho de que Julián López haya vivido 25 años ininterrumpidos en la cúspide sin necesitar el trampolín de Madrid, de donde sólo había salido a hombros en dos ocasiones.
Una fue en su debut de novillero de 1998, con solo 15 años, y después de haber conquistado las Américas como aquel niño prodigio que deslumbró al mundo por su desparpajo, su variedad, sus conocimientos a pesar de su corta edad y sus extraordinarias aptitudes.
Hubo que esperar nueve años para que cruzara nuevamente el umbral de la Puerta Grande de Las Ventas: el 23 de mayo de 2007, una tarde en la que esculpió aquella antológica obra al célebre Cantapájaros, de Victoriano del Río.
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Histórico recibimiento
Pero hoy, en los prolegómenos de la corrida, ya se respiraba un ambiente especial en los aledaños de la plaza. Ya dentro, El Juli fue recibido con una atronadora ovación por parte de las casi 24.000 almas que hicieron que se colgara el cartel de "no hay billetes". La ocasión, sin duda, lo merecía. Y vaya sí lo merecía.
Con un ramillete de jaleadas y mecidas verónicas recibió El Juli a su primero, al que galleó para llevar al caballo antes de firmar un vistoso quite por chicuelinas y tijerillas ante un toro con “carbón” en los primeros tercios, pero que, en cuanto bajó de revoluciones, mostró también buen son en el último.
Solo había que ayudarlo para que fuera hacia adelante, ahormarlo que se dice, y el madrileño, más tenso de lo normal quizá por el significado de la tarde, quiso demostrar demasiado pronto su autoridad. Le pidieron la oreja, casi mayoritariamente, pero el palco, históricamente también muy exigente con él, lo fue nuevamente en esta ocasión.
Otra ovación con la gente en pie correspondió el brindis que el Juli tributó al respetable de su último toro en Madrid, un animal que, con sus matices, también tuvo buen fondo, y con el que el madrileño, esta vez sí, anduvo mucho más rotundo, toreando largo y por abajo en varias series de derechazos bien compactados.
Un cambio de mano por delante dio paso a un muletazo inmenso que puso la plaza ya patas arriba, como aquel cambio, este por detrás, que firmó Julián al célebre Cantapájaros.
Una tarde histórica
A partir de ahí todo fue fervor y más fervor tanto para lo bueno como para lo no tanto. Pero daba igual. Aquello había cogido una dinámica imparable, de ahí que, tras la estocada, le premiaran con las dos orejas, la segunda un tanto generosa, todo sea dicho, pero fue un gran corolario a una tarde histórica, a una carrera irreprochable y a un palmarés solo al alcance de los elegidos.
Llegados a este punto hay que hacer una mención especial a la extraordinaria corrida del Puerto de San Lorenzo. Cinco de seis embistieron y dos de ellos, para más inri, con gran claridad: tercero y sexto, el lote de Tomás Rufo, y el toledano no estuvo a la altura por más que cortara una orejita al sexto merced a una gran estocada que abrochó una faena que solo calentó con los rodillazos del inicio y las manoletinas finales.
Peor fue lo del tercero, un toro de una clase extraordinaria, sobre todo por el izquierdo, por donde se rebozaba y hacía hasta el avión. Y Rufo, aparentemente fácil, anduvo muy por debajo en una faena plana, periférica y en la que primó la cantidad sobre la calidad.
Abrió la tarde Uceda Leal ante un toro que, pese a ir con la carita un poco suelta, tuvo prontitud y repitió sus viajes con franqueza. El madrileño llevó a cabo una faena muy torera, salpicada con exquisiteces como dos naturales inmensos, pero a la que le faltó rotundidad.
El cuarto, muy manso y huido de cualquier afrenta, fue el garbanzo negro de la corrida. A Uceda no le quedó otra que ser breve con él.