Felipe González Márquez nació en el barrio de Bellavista (Sevilla) el 5 de marzo de 1942. Eran los durísimos “años del hambre”, como se les ha llamado siempre, pero Felipe fue el segundo de los cuatro hijos de Felipe González Helguera, santanderino, y de su esposa, la onubense Juana Márquez Domínguez. El padre tenía una vaquería en la que Felipe ayudó desde niño. Su situación económica no era para tirar cohetes (la de casi nadie lo era) pero sí vivían bastante mejor que la mayoría de la gente del barrio, en aquellos tiempos de miseria que sobrevinieron al fin de la guerra civil. La vida de la familia estaba, sin embargo, pendiente de un hilo, porque el padre era “rojo”, como se decía: estuvo afiliado a la UGT y había sido presidente de la Casa del Pueblo en La Puebla del Río. Por mucho menos acababa la gente en una cuneta con dos tiros. Pero hubo suerte.
La situación de la familia permitió que Felipe estudiase el bachillerato en los claretianos de Sevilla. Luego, el “Preu” (curso preuniversitario que más tarde se llamó COU) en el instituto San Isidoro. Después se licenció en Derecho (1965) en la Universidad sevillana. Estuvo un tiempo en Bélgica estudiando Económicas en Lovaina, pero lo único que se trajo de allí fue un aceptable dominio de la lengua francesa. No el título.
Pero los escasos socialistas que permanecían en España eran mucho más jóvenes y tenían ideas muy diferentes sobre el partido y sobre la realidad que se vivía en “el interior”, como lo llamaban
La militancia en grupos antifranquistas la llevaba el joven Felipe, abogado laboralista, en la sangre. Empezó en grupos cristianos, que era lo único que la dictadura permitía: transitó por las inmediaciones de Acción Católica y sus organizaciones juveniles, semillero de curas “progres”. Pero andaba aún en la Facultad, en segundo o tercer curso de Derecho, cuando se apuntó a las clandestinas Juventudes Socialistas, “noviciado” del no menos clandestino PSOE. Esto era un evidente exotismo. La gente que se arriesgaba a meterse en política antifranquista se apuntaba, por lo general, a lo que se conocía como “el partido” por antonomasia, como si solo hubiese uno: el PCE, los comunistas que dirigía desde Francia Santiago Carrillo. El PSOE y todos los demás, que eran muy pocos (incluidos ahí los conservadores, monárquicos y democristianos), conformaban un pequeño rosario de grupitos a los que solo conocía la Policía, muy raramente los ciudadanos
El PSOE en el que entró Felipe a los 23 años (1965) era una organización muy débil que padecía, además, algo parecido a la doble personalidad. La dirección estaba en el exilio y el líder era, desde hacía más de veinte años, Rodolfo Llopis, pedagogo y antiguo subsecretario con Largo Caballero, durante la guerra civil. Eran todos gente de bastante edad. Pero los escasos socialistas que permanecían en España eran mucho más jóvenes y tenían ideas muy diferentes sobre el partido y sobre la realidad que se vivía en “el interior”, como lo llamaban.
La ruptura era inevitable. Felipe estaba en el llamado “comité nacional” y en la Ejecutiva del partido, lo cual no es decir mucho porque, salvo en el País Vasco y en Andalucía, los miembros del PSOE cabían todos en un taxi, como diría años después Joaquín Garrigues Walker de la oposición antifranquista en general (y de su propio partido en particular). Pero la escisión de aquellos pocos no tenía más remedio que producirse y llegó en varios pequeños terremotos internos: los congresos que el partido celebró en 1970 y 1972, ambos en Toulouse, y sobre todo el célebre XXVI Congreso, el que se celebró en Suresnes (en las afueras de París) en 1974. El casi octogenario Llopis fue destituido como secretario general, cosa que se negó a aceptar, y los reunidos eligieron para sucederle a aquel abogado sevillano que hablaba tan bien, que tenía apenas 32 años y cuyo nombre de guerra era Isidoro, quizá por el instituto en que estudió o quizá por el sabio santo medieval: Felipe González, a quien apoyaron el que debía haber ocupado el puesto (pero no quiso), Nicolás Redondo Urbieta, y otros socialistas de escasa edad como Manuel Chaves, Enrique Múgica, Txiqui Benegas, Carmen García Bloise y… Alfonso Guerra.
Mientras los comunistas esperaban, tras la muerte de Franco, recoger el premio que se merecían tras cuatro décadas de padecer persecución, torturas y asesinatos, los socialistas jugaron al posibilismo y ganaron
El PSOE decía tener, en aquel momento, 3.500 militantes, de los que una tercera parte vivía en el exilio. Pero en aquellos tres días de octubre de 1974, con el dictador Franco recuperándose de una seria tromboflebitis (prólogo de su terrible agonía del año siguiente), quedó clara una cosa: los poderosos partidos socialdemócratas europeos, sobre todo el francés de Mitterrand y el alemán de Willy Brandt, apostaban por el PSOE “del interior” para construir la democracia que inevitablemente había de llegar tras la muerte del anciano general. No estaban dispuestos a que en España sucediese lo mismo que en Italia, donde la izquierda posterior a la segunda guerra mundial había sido capitaneada por los comunistas, no por ellos. El apoyo al PSOE de Felipe fue, por lo tanto, total, con medios logísticos, infraestructura… y mucho dinero. Solo había que esperar y buscar el modo de podar un poco a aquellos jóvenes de su radicalismo marxista, porque lo cierto es que, al menos en lo que decían, estaban bastante más a la izquierda que el PCE de Carrillo. Y esa furia teórica y verbal no era de ninguna manera lo que querían sus padrinos europeos.
La maniobra fue un completo éxito. Mientras los comunistas esperaban, tras la muerte de Franco, recoger el premio que se merecían tras cuatro décadas de padecer persecución, torturas y asesinatos, los socialistas jugaron al posibilismo y ganaron. Gracias a la estrategia diseñada por los tres arquitectos de la Transición: Adolfo Suárez, el rey Juan Carlos y (en menor medida) Torcuato Fernández-Miranda, el siguiente congreso del partido (que hacía el número 27) se celebró ya en Madrid, aunque la organización era aún ilegal. Felipe fue ratificado en la secretaría general y ya entonces funcionaba impecablemente la dupla González-Guerra, que dirigiría a los socialistas durante veinte años más.
Los españoles, tras la muerte del dictador, tenían mucha esperanza, pero sobre todo tenían miedo. En las primeras elecciones libres desde la República, las celebradas el 15 de junio de 1977, la inmensa mayoría de los votos se fueron hacia la moderación: ganó el centro representado por Adolfo Suárez, pero la poderosa campaña del PSOE (pagada con dinero europeo) hizo que el partido, que hasta dos años antes era un desconocido para casi todo el mundo, lograse 118 diputados. Ganó las elecciones en media Andalucía, en Valencia, en Barcelona, en Asturias y en muchísimas capitales de provincia. Los españoles premiaron el largo martirio del PCE con apenas veinte asientos en el Congreso. Los socialistas “exteriores” o “históricos” fueron políticamente aniquilados y tan solo los reunidos en torno a Enrique Tierno Galván lograron seis efímeros escaños. La derecha posfranquista de Manuel Fraga Iribarne se estrelló: obtuvo menos representación incluso que los comunistas, apenas 16 diputados. Ya nadie discutiría nunca el liderazgo de Felipe González al frente del PSOE.
El partido se ufanó del liderazgo de Felipe, pero quien realmente estaba en la cocina, preparando los platos y disponiendo el menú, era Alfonso Guerra. El llamado “clan de los sevillanos” (hay una célebre foto en torno a una tortilla de patata) tenía el control, pero también la obligación de llevar a aquella hueste, súbitamente muy crecida, por la senda de la socialdemocracia de corte europeo; empezaban a sobrar tanto himno, tanta antigua retórica revolucionaria, tanto puño y tanta puñeta.
Felipe González se jugó su futuro en mayo de 1979. Al 28º Congreso del PSOE se presentó la propuesta de su secretario general para eliminar el término “marxista” de la definición ideológica del partido. El congreso votó en contra y Felipe presentó su dimisión. Un gélido viento de orfandad y desamparo barrió las filas socialistas y se oyó por algún sitgio la frase evangélica: “Sálvanos, Señor, que perecemos” (Mateo, 8, 25). Cuatro meses después, un congreso extraordinario respiró, aliviadísimo, al contemplar el regreso de Felipe en medio de vítores, palmas y hosannas: solo faltó la borriquilla de la entrada en Jerusalén. El marxismo quedó jubilado porque, como dijo el reelegido secretario general con voz tonante, “hay que ser socialista antes que marxista”, frase que seguramente quería decir algo importante aunque nadie sabía exactamente qué. El PSOE quedó convertido en un partido socialdemócrata de corte clásico, alemán, francés, británico, sueco… y sobre todo europeo.
Felipe González se jugó su futuro en mayo de 1979. Al 28º Congreso del PSOE se presentó la propuesta de su secretario general para eliminar el término “marxista” de la definición ideológica del partido
El intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 (“el último pronunciamiento del siglo XIX”, lo llamó algún historiador) espantó el miedo de los ciudadanos, en vez de aumentarlo, y en las históricas elecciones generales de 1982 el PSOE logró una mayoría absoluta de escalofrío: 202 diputados sobre 350. Fue la primera de una serie que protagonizaría la vida española durante catorce años. Aquellos catorce años que, como profetizó con toda puntería Alfonso Guerra, harían que a España no la conociese “ni la madre que la parió”.
González, por preparación, por edad y por coincidencias históricas, forma parte de una generación de políticos (españoles y europeos) que hoy se antoja irrepetible. En España, los más brillantes e influyentes fueron Adolfo Suárez, Manuel Fraga, Leopoldo Calvo-Sotelo y Santiago Carrillo. En Europa estaban Mitterrand, Helmut Kohl, Margaret Thatcher, Olof Palme (asesinado en 1986), Andreotti, Ruud Lubbers, Wilfried Maertens, Mijaíl Gorbachov, Jacques Delors o Jacques Santer. Unos de un color y otros de otro, pero todos ellos con un peso específico sencillamente incomparable al de la mayoría de quienes vinieron después.
Felipe González marcó profundísimamente la personalidad del PSOE, partido que dirigió durante 23 años. Es sabido que no hay nada que cohesione más a un partido político que el poder, pero hay algo que Felipe no hizo nunca: aniquilar la contestación interna, dirigir el partido como un sargento dirige un pelotón, acallar las voces discordantes. Nunca. Hay quien afirma que eso fue lo que intentó durante toda su vida el “cocinero”, Alfonso Guerra, pero es un hecho incuestionable que durante todo el mandato de Felipe como secretario general hubo en el PSOE corrientes de opinión diferentes y hasta adversas. Nunca se las reprimió, fustigó o expulsó, con poquísimas excepciones (una de ellas fue Pablo Castellano, que no podía ni ver a Felipe desde los tiempos en que vivía Franco). Ni siquiera el legendario socialista Nicolás Redondo Urbieta, secretario general de UGT, el hombre que organizó tres huelgas generales contra el gobierno socialista, fue “laminado” del partido.
Felipe González marcó profundísimamente la personalidad del PSOE, partido que dirigió durante 23 años
No es este el momento de analizar la obra política de González al frente del gobierno español. Este es el hombre que confirmó, aunque fuese rectificando sus posiciones anteriores, la entrada de España en la OTAN, lo cual cambió para siempre a las Fuerzas Armadas españolas y acabó con el perpetuo miedo al golpismo militar. Este es el hombre que integró a nuestra nación en lo que hoy es la Unión Europea, cuyos fondos hicieron la prosperidad del país durante mucho tiempo. El hombre que hizo la durísima, extraordinariamente dolorosa reconversión industrial. El hombre que trajo el AVE y llenó España de autovías. El hombre que receló desde el principio de los nacionalismos y de los nacionalistas, sobre todo de los que se decían de izquierdas, porque consideraba que no es posible ser las dos cosas a la vez. El hombre que cometió errores terribles, como el de los GAL o como no ver (¿no lo vio?) la corrupción sistémica que un largo disfrute del poder propició en su partido y en las instituciones que este controlaba (el emblemático “caso Filesa” y otros parecidos). El hombre que desconfiaba de los políticos “profesionales”, porque decía que alguien que solo vale para ser diputado probablemente no vale tampoco para eso.
El hombre contra quien hubo que montar una conspiración (ese fue su verdadero nombre) de políticos y periodistas para ayudar a desalojarlo del poder, porque, como dijo uno de los conspiradores (el periodista Luis María Anson), “no salimos de cuarenta años de franquismo para meternos en veinte de felipismo”.
Felipe González renunció a ser reelegido secretario general del PSOE en junio de 1997, después de 23 años. Si se hubiese presentado, seguramente habría ganado, en esa elección y en bastantes de las siguientes; quién sabe lo que pasaría si se llegase a presentar hoy, cuando tiene solamente un año más que Joe Biden. Pero no lo hizo.
Durante todos estos años, desde 1998 hasta hoy, ha mantenido una actitud muy mayoritariamente silenciosa sobre lo que ocurría en el PSOE. Ha ayudado (tampoco demasiado) al candidato de turno en las campañas electorales, aunque esos candidatos no fuesen precisamente santos de su devoción, como ocurrió con Zapatero y con Sánchez.
Durante todos estos años, desde 1998 hasta hoy, ha mantenido una actitud muy mayoritariamente silenciosa sobre lo que ocurría en el PSOE.
Solamente ahora, cuando un presidente del gobierno socialista vende su alma (y la de su partido) a cambio no ya de un plato de lentejas, que eso podría ser hasta comprensible, sino de siete votos secesionistas para mantenerse en el poder; solo ahora, cuando ese presidente que se sigue llamando socialista cambia las leyes para favorecer o exculpar a los “mercaderes del templo” de los que pende débilmente su gobierno; ahora, cuando está a punto de promulgarse una amnistía que Felipe González (y no solo él) considera clara, rotunda, descaradamente anticonstitucional; y, esto sobre todo, ahora que el PSOE se ha convertido en un “partido único” para sí mismo, en el que ya no cabe la contestación interna o la discrepancia sino el más obediente asentimiento si no quieres que te echen; solamente ahora, en fin, el viejo león, el que ganó cuatro elecciones generales y tres de ellas por mayoría absoluta, el hombre que acuñó y dio forma al PSOE durante más de un cuarto de siglo, dice que por ahí no pasa.
Hace unos días se presentaba el libro de otro de los escasos “críticos” socialista, el expresidente aragonés Javier Lambán. González pidió que no sancionen a Lambán por no apoyar la amnistía: “Si lo hacen, me sancionan también a mí”, dijo.
¿Habrá “nísperos” en la actual dirección del PSOE para castigar, silenciar o aun expulsar al que fue su secretario general durante 23 años? ¿A quien creó el alma del partido tal y como la gran mayoría de los españoles lo hemos conocido? ¿Se atreverán a talar también a Felipe?
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El bosque de Fishlake es una formación vegetal que se halla en el estado de Utah (EE UU) y que constituye un tesoro cuidadosamente protegido por el gobierno estadounidense: es el bosque vivo más antiguo del mundo. Se le calcula una edad aproximada de 80.000 años.
En él se halla un tesoro biológico que no tiene parangón en el planeta: el Pando. Es una formación de unos 47.000 álamos (Populus alba) que se mantienen ahí desde hace muchos milenios… y que forman, en realidad, un único ser vivo. ¿Cómo puede ser esto, se preguntarán ustedes, y con toda la razón?
Es asombroso. Todos esos álamos son distintos, cada uno es un árbol diferente que crece así o asá, según le vaya la vida. Pero los álamos viven aproximadamente 130 años. Cuando uno muere, rápidamente le sustituye otro, y esto ocurre porque la raíz de todos ellos, de los 47.000, es la misma. Todos los árboles comparten una misma raíz, podríamos decir, política, y su código genético es el que viene determinado por la raíz común. Si esa raíz cambiase o se destruyese, la alameda entera terminaría por desaparecer.
¿Tienen los álamos de Pando, en el bosque de Fishlake, Utah, la posibilidad de convertirse en otra cosa? Pues legalmente sí la tienen, hay que admitirlo. Podrían fingir que son pinos, o arces, o nutrias, o secretarios de organización de lo que sea. Pero si tratan de renunciar a su raíz, que es la que mantiene vivo a todo el conjunto, sencillamente desaparecerán, porque ya lo decía Parménides hace 2.500 años, “el ser es y el no ser no es”. Si eres un álamo, compórtate como álamo, no como otra cosa. No reniegues de tus raíces, porque si las destruyes o las cambias pondrás en peligro a toda la alameda. Y todo por unos añitos más en el poder. Hace falta ser…
S.Johnson
Perfecto, lástima que a la era de los héroes haya seguido la de los gusanos, mentirosos, indecentes y venenosos. Y que la mitad del rebaño les vote.