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FLORA Y FAUNA

Felipe VI y lo que tiene que hacer la secuoya roja

Felipe VI y lo que tiene que hacer la secuoya roja
Felipe VI y lo que tiene que hacer la secuoya roja

Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia nació en Madrid, en la clínica de Nuestra Señora de Loreto, el 30 de enero de 1968. Sus padres, Juan Carlos y Sofía, eran por entonces dos personajes bastante molestos para la mayor parte del “aparato” de la dictadura franquista; aunque no para el propio dictador, general Franco, que durante décadas había dejado a los falangistas repetir aquella cantaleta de “no queremos reyes idiotas” sin creérsela nunca. El padre del recién nacido, Juan Carlos, tenía el curioso título de “Príncipe de España”, completamente ajeno a la tradición de la Casa Real Española.

Felipe ha recibido, a lo largo de su vida, numerosos nombres más o menos cariñosos. Su abuela, la reina Victoria Eugenia de Battenberg, le llamaba baby. Sus compañeros de colegio en Estados Unidos solían llamarle Flip, y la mayoría de los ciudadanos le conoce por Felipe VI, don Felipe o sencillamente el Rey, título que obtuvo el 19 de junio de 2014, cuando fue proclamado como tal ante las Cortes Generales de España. Otros nombres o apelativos ha tenido que luego veremos; baste adelantar que los periodistas que cubrían, en Mallorca, la información sobre las vacaciones de la familia real a finales de los años 80, y que tenían motes bastante crueles para todo el mundo, le llamaban el Queco, por “muñeco”: era joven, rubio, guapo y de ojos azules. Qué otra cosa le iban a llamar.

Fue el tercer hijo de sus padres, pero el primero varón: eso, según las normas entonces vigentes en la Casa Real, le hacía futuro destinatario de la corona de España por delante de sus dos hermanas mayores, Elena y Cristina. Pero en 1968 lo de la sucesión era aún una quimera y la corona estaba guardada en un cajón del dictador, que podía dársela a quien le viniese en gana.

Felipe ha sido el primero de todos los reyes de España en hacer muchas cosas. Comenzó sus estudios en un colegio privado de Madrid, Nuestra Señora de los Rosales, pero en 1984 viajó a Canadá para estudiar en el Lakefield College School de Ontario. Ningún otro rey español (y casi ningún político de ninguna época) había estudiado en el extranjero ni habla perfectamente cuatro idiomas: español, inglés, francés y catalán. Tampoco ningún monarca había obtenido jamás títulos universitarios: Felipe VI es licenciado en Derecho por la Autónoma de Madrid y máster en relaciones internacionales por la universidad de Georgetown, en Washington (Estados Unidos).

 Esta intensa formación académica hizo que los adversarios y enemigos de la monarquía española le motejasen con el apodo de El Preparao. Hasta ahora, los sobrenombres que han recibido los diferentes reyes eran invención de sus partidarios o al menos de los historiadores: Felipe II El prudente, Alfonso X El Sabio, Fernando VII El Deseado o el Marrajo (así le llamaba su madre), Isabel I La católica, Juana I La loca, etc. Felipe es el primer rey que, al menos de momento, ha recibido un apodo de sus adversarios; un apodo que pretende ser hiriente y despectivo pero que en realidad es todo lo contrario, puesto que subraya su extraordinaria formación para el puesto que ocupa. Si quienes pretenden echarle del trono le llaman Preparao, seguramente es que no pueden llamarle otra cosa.

También es Felipe VI el primer rey de España en llevar barba desde Amadeo I, el primero de todos que es un hacha en algunos deportes (esquí, vela); el primero que hizo sus pinitos como presentador de televisión (la serie documental La España salvaje, de 1996); el primero en ser abanderado de su nación en unos Juegos Olímpicos, además de miembro del equipo. Y el primero, desde tiempos inmemoriales, que logró casarse con la mujer a la que quería y no con una princesa de sangre real.

Obtuvo, como su padre, una amplia formación militar en las tres Academias militares españolas. Si seguimos con los sobrenombres, ahí algunos de sus compañeros dieron en llamarle SAR (iniciales de Su Alteza Real), pero el asunto tiene menos mérito porque es apodo heredado de su padre, Juan Carlos, cuando fue alumno en los mismos centros. Felipe de Borbón recibió los títulos dinásticos de Príncipe de Asturias, de Girona y de Viana a los nueve años; pronunció su primer discurso público a los trece (entrega de los primeros premios Príncipe de Asturias, Oviedo, 1981); juró la Constitución española ante las Cortes el día en que cumplió los 18, el 30 de enero de 1986, y fue proclamado Rey, tras la abdicación de su padre, en 2014. Todos estos actos los hizo vestido de civil, no de militar; y fue el primer Rey en acceder a su oficio en una ceremonia en la que estaban llamativamente ausentes los símbolos religiosos.

Suele decirse que su carácter es seco y hasta antipático. Eso no es verdad en absoluto. Es un hombre agradable, cordial, abierto y natural, pero hay que admitir que cualquiera parecería un cardo comparado con el anterior Rey, Juan Carlos, que ha sido siempre una verbena. Felipe salió muy sentimental en amores, lo cual era una desgracia en el contexto en que le ha tocado vivir. Su primer amor juvenil fue una muchacha llamada Isabel Sartorius. El segundo, una modelo noruega que se llamaba Eva Sannum. En ambos casos, las pretensiones de Felipe –que iba completamente en serio, sobre todo en el segundo caso– se estrellaron contra las normas de la familia, que exigían una princesa.

Pero cuando apareció una joven periodista y presentadora de informativos en TVE, la asturiana Letizia Ortiz Rocasolano (divorciada de un breve matrimonio anterior y nieta de un taxista), el príncipe lo advirtió con toda claridad: como me volváis a poner pegas, renuncio a la corona y ahí os las den todas, vino a decir. Ante la posibilidad, nada remota, de una crisis constitucional de dimensiones impredecibles, “la familia” (que en estos casos es mucho más numerosa que la familia de sangre, y de mucha más edad) se rindió la evidencia: Felipe y Letizia se casaron en la catedral de La Almudena, de Madrid, el 22 de mayo de 2004. Han tenido dos hijas, Leonor y Sofía.

Su trabajo como Rey ha sido extraordinariamente duro. Accedió al trono cuando el prestigio de la monarquía, que llevaba décadas siendo altísimo, caía en picado a causa a las malandanzas de Juan Carlos I (malandanzas de las que no se sabía aún la mayor ni la peor parte), y Felipe se encontró con el dificilísimo reto de recuperar aquella consideración pública. Lo intentó desde el principio, y lo intenta hoy, diez años después, haciendo algo que solo aparentemente es sencillo: dar ejemplo de transparencia, de austeridad y de honradez. Es decir: hacer lo que tiene que hacer y hacerlo bien, y nada más; no moverse de su papel, cumplir sus funciones constitucionales y ser un símbolo de la nación entera, que es grande y muy variada.

Pero hacer eso precisaba de algunos cambios importantes y nada agradables. Prohibió a los miembros de su familia trabajar para empresas que pudiesen deslizar dinero por debajo de la mesa, como había ocurrido con su cuñado, Iñaki Urdangarin. Encargó un estricto código de conducta para la familia y para todos los que trabajasen en Zarzuela. Se bajó el sueldo en un 20%: otra cosa que jamás se había visto en la jefatura del Estado de España, cuyo presupuesto es hoy el 60% del que tiene para el mismo fin Luxemburgo. Desposeyó de sus títulos de duques a su propia hermana Cristina y a su marido, Urdangarin, manchado este en asuntos de lo más turbio. Sus viajes oficiales de diferentes clases se cuentan por cientos y la agenda diaria del Rey es verdaderamente dura: no hay más que comprobarlo en la web de la Casa del Rey.

Felipe VI tuvo que arrostrar no ya la animadversión sino la ira de los independentistas catalanes, que se daban cuenta –con toda la razón del mundo– de que aquel señor con barba, que medía casi dos metros, se estaba ganando, poco a poco, la simpatía de muchísima gente. Mejor dicho: la estaba ganando para la corona tanto como para él, lo cual ponía en un peligro todavía mayor la ensoñación utópica de la “república” catalana.

El Rey era un símbolo muy poderoso de la nación común, quizá el más poderoso de todos. Y eso no se podía permitir. Así, Felipe VI sufrió ultrajes privados y públicos, descortesías, desaires, plantones, faltas de educación de los representantes políticos independentistas y, por decirlo de una vez, insultos más graves de los que haya tenido que sufrir en España rey alguno, quizá también desde Amadeo I o –para mayor seguridad– desde Fernando VII… después de muerto. Su mensaje televisado del 3 de octubre de 2017, a raíz del intento de golpe de Estado secesionista de los independentistas, lo recuerdan estos hoy como un ultraje que no debe olvidarse… entre otras cosas porque daba en el clavo con toda puntería, aunque aquello no lo hubiese escrito él. Del rey Felipe han dicho los indepes cosas aún peores de las que decían los franquistas de su abuelo, el exiliado y demócrata don Juan de Borbón. Que ya es decir.

¿Qué hizo el rey Felipe en esa circunstancia? Nada. Es decir, lo que había venido haciendo desde que tomó posesión: no moverse de su sitio, seguir firme y derecho haciendo su trabajo (cada vez más áspero) en la confianza de que, antes o después, los ciudadanos lo reconocerían. Que poco a poco crecería el número de los ciudadanos que no diesen tanta importancia a la forma del Estado como a la calidad democrática de su funcionamiento.

El peor momento, sin duda, llegó en 2020 cuando, en plena pandemia, se hicieron del dominio público las trapacerías y rapiñas del tristemente llamado “emérito”, Juan Carlos I. Felipe fue, desde niño fue el ojito derecho de su madre, la reina Sofía; pero quiere de verdad, hondísimamente, a su padre. Sin embargo el Rey, de nuevo firme y derecho, hizo lo que tenía que hacer. Renunció a su futura herencia, más que posiblemente contaminada. Retiró a su padre la asignación del Estado. Y el 3 de agosto de 2020 Juan Carlos I dejaba España y se instalaba en los Emiratos Árabes Unidos, de donde aún no ha vuelto más que en breves viajes de placer. Mientras, notables miembros del Gobierno (singularmente los colocados a la izquierda del PSOE, pero no solo) arremetían contra el Rey una y otra vez. O encontraban pretextos, o los buscaban… o los creaban. También para ellos y para sus ambiciones personales empezaba a ser un problema la recuperación del prestigio de la corona, algo que constatan las encuestas con toda claridad desde hace bastantes años.

En estos diez últimos años, Felipe VI ha cambiado muchas cosas y no pocas personas en la Casa del Rey: la ha hecho más eficiente, más transparente e incluso más barata. Mantiene su estrategia de no salirse ni un milímetro de su papel constitucional. Esto suele consistir en no dar un ruido, un problema… ni un titular, porque es legendaria la planitud (en geometría, cualidad de plano) de sus discursos, minuciosamente desmochados de toda brillantez por sus brillantes asesores. No está entre las obligaciones del Rey ser ingenioso ni ocurrente, salvo cuando improvisa… y ahí se vuelven inocultables su simpatía y su sentido del humor, que lo tiene y muy grande.

Seguramente sin pretenderlo, Felipe VI ha imitado prodigiosamente a un lejano “pariente” suyo: Alberto Federico Arturo Jorge Windsor, el inolvidable Jorge VI del Reino Unido (1895-1952), el “rey tartamudo” que dejó de serlo a base de tesón. Jorge VI no estaba destinado a heredar el trono británico; “le tocó” a causa de la abdicación del chisgarabís de su hermano mayor, Eduardo VIII. Pero antes de eso había formado lo que no hay más remedio que llamar una familia feliz: él, su esposa Isabel Bowes-Lyon y las dos princesitas, Isabel (futura Isabel II) y Margarita. El Rey se refería a su familia como “nosotros cuatro”, un grupo en el que todos se querían de verdad y pasaban juntos todo el tiempo posible. Esto era exactamente lo contrario de lo que el rey Jorge había vivido en su infancia y adolescencia: un padre severísimo, Jorge V, y una madre tan estirada como inaccesible (María de Teck). Allí no había amor de ninguna clase. El rey Jorge VI hizo, con su familia, todo lo contrario.

A Felipe VI le ha pasado algo parecido. Sus padres dejaron de ser una pareja cuando él tenía siete años. Han convivido “profesionalmente”, pero cada uno de los dos tenía su vida y la familia estaba desestructurada. Felipe, sin embargo, ha creado otro “nosotros cuatro”: él, la reina Letizia y las dos niñas, la princesa Leonor y la infanta Sofía, que se quieren sinceramente y comparten todo el tiempo que pueden. Hay en ellos afecto, naturalidad y sobre todo complicidad; esto se vio en el ya célebre brindis del “perdón por colarnos”, en el banquete de celebración del décimo aniversario de la proclamación del Rey, cuando las dos chiquillas, ante la absoluta y pálida sorpresa de su padre, se hicieron con un micrófono y brindaron… por él y por su madre: “Papá, mamá, gracias”. Eso sí es una familia.

La celebración de los diez años de Felipe VI  ha sido un éxito por lo austera, por su carácter eminentemente civil y muy poco político (los protagonistas han sido 19 ciudadanos anónimos de toda España), por su perfil bajo y por su sencillez. Se ha constatado que, efectivamente, lo peor ha pasado, la Corona está consolidando su prestigio entre los ciudadanos y el Rey es hoy tan popular y querido como, en tiempos lejanos, llegó a serlo su padre. ¿Cómo lo ha hecho? Está dicho por un viejo y ya fallecido poeta andaluz: “La labor más eminente / es hacer, sencillamente, / lo que tenemos que hacer”. Ser un símbolo de permanencia, de estabilidad y, a la vez, de modernidad y dinamismo. Un símbolo firme y derecho en el que todos podemos mirarnos y cuya sombra nos ampara y cobija a todos.

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La secuoya roja o gigante (Sequoia sempervirens) es un árbol de la familia de las cupresáceas, es decir, pariente de los cipreses, nativa de California pero que puede también encontrarse en muchos puntos de España, desde Cantabria a Granada, Galicia o Segovia. Su principal característica es su increíble longevidad: en circunstancias idóneas, no se conoce su muerte natural. Hay hoy secuoyas rojas que pasan de los 3.200 años de edad, y están en perfecto estado.

La secuoya no se mueve. Vaya cosa, dirán ustedes, ningún árbol lo hace. Es verdad, pero unas veces las prisas, otra la falta de atención, la mala calidad del terreno o cualquier circunstancia adversa puede hacer que pinos, encinas, olmos y muchas especies más crezcan torcidas, o críen dos troncos, o padezcan malformaciones, o compitan entre sí. La secuoya no. La secuoya sabe lo que tiene que hacer: crecer firme y derecha, porque sus raíces se extienden, bajo tierra, muchísimo; y de esas raíces brotan, siempre a cierta distancia, nuevas plantas, y así se conforma un bosque húmedo, de tierra tan bien tupida como cernida, que garantiza la salud y el bienestar de las diferentes especies animales y vegetales que conforman ese bosque.

La secuoya no se parece al eucalipto, por ejemplo, que es un árbol, por así decir, impetuoso y populista: crece a gran velocidad y hace sonreír a muchos con su aroma, pero esquilma la tierra: donde él crece, no crece nada más. Sin embargo, frente al totalitarismo del eucalipto (no es más que un ejemplo), la secuoya es compatible con prácticamente todas las especies: a todas acoge y a todas protege por igual, aves, roedores, líquenes y numerosas plantas, porque su tronco, al hacerse cada vez más grueso y firme, se vuelve resistente al fuego, como el de algunas venturosas especies de pinos. Y así la secuoya, callada, firme y derecha, es garantía de la supervivencia del bosque común, para beneficio de todos.

¿Cuáles son los enemigos de la secuoya? Hay varios, pero sobre todo están los parásitos. Contra esos no puede ni la secuoya ni nadie, si bien se mira.

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  • R
    riodanubio

    Se le ha olvidado a Algorri decir que si las secuoyas logran vivir tanto es porque su madera no tiene ningún valor para el hombre.
    Y no digo más.

  • C
    Carlos Alher

    Brillante redacción para un excelente repaso histórico. He disfrutado desde la primera hasta la última frase con una sonrisa; gracias D. Luis. Por cierto, brillante como un broche de oro también el cierre. Un placer poder leerlo.