Un viernes de caos. En contra de lo que ocurría en los ya lejanos días de la abundancia, cuando el país crecía y la calle se saturaba por la abundancia de dinero fácil, el del viernes 14 en Madrid fue el colapso de la impotencia, la saturación de la lluvia fina de un día gris de diciembre en estrecha alianza con huelgas de metro y autobuses, ello en una ciudad, rompeolas de todas las Españas que dijo el poeta, que está viviendo jornadas de violentas protestas causadas por la hidra de mil cabezas de la crisis, con jueces, médicos, profesores, estudiantes, trabajadores de metro, conductores de autobuses, jubilados… clamando airados contra las desgracias del ajuste.
Primera constatación: camino de los 6 millones de parados, el país ha soportado en silencio el inmisericorde ajuste laboral que durante los últimos años ha tenido lugar en el sector privado de la Economía, allí donde los sindicatos no cuentan y donde los afectados por los recortes y/o despidos solo pueden reclamar al maestro armero. Cuando la marea del ajuste, por el contrario, llega a las riberas del sector público, se produce un tsunami de proporciones descomunales que amenaza con desbordar la paz social e incendiar la calle. Los trabajadores -muchos de ellos white collar, caso de jueces y médicos, cuerpos de elite de la Administración-, cuyo bienestar depende del gasto público, ponen pies en pared y se niegan a asumir cualquier sacrificio, luchando con uñas y dientes por la defensa de sus privilegios, ello con la ayuda de unos sindicatos solo fuertes en lo público y de una ideología metida en la entretela de las Españas según la cual el Estado, cual perfecta hada madrina, está obligado a salvarnos la vida e incluso a asegurar nuestra felicidad, porque el dinero público no es de nadie y, sobre todo, es inagotable.
En España todo se arregla con más dinero, nunca con una mejor gestión de los recursos existentes
Se demuestra una vez más la dificultad de meterle mano al ajuste del sector público, de dar la batalla contra los privilegios y derechos adquiridos de determinados colectivos de elite. Desde el punto de vista de esos grupos y de gran parte, si no toda, de nuestra clase política, en España todo se arregla con más dinero, nunca con una mejor gestión de los recursos existentes. Cuando el dinero se acaba y no hay forma de darle a la maquinita de hacer billetes sobreviene la tragedia, porque nadie quiere perder un ápice de sus derechos. Los sacrificios, para los demás. La pérdida del nivel de vida que acarrea la brutalidad de la crisis, para el vecino. La determinación a la hora de no ceder un milímetro se manifiesta en la disposición de los afectados -médicos cultos y cirujanos de prestigio- a aceptar un nivel de consigna callejera (“salvan bancos; venden salud”) capaz de ofender cualquier espíritu sensible, consignas en las que demagogia y mentira se mezclan a partes iguales.
La movilización del personal sanitario contra el proyecto de la Comunidad de Madrid de ceder a la iniciativa privada la gestión de seis hospitales con la intención de abaratar costes, encarna mejor que mil discursos las contradicciones de un estamento médico que en la consulta matinal en el hospital público meten el miedo en el cuerpo a los pacientes crédulos, -“no sé si voy a poner seguir atendiéndola, señora, porque no sabemos qué va a pasar con este hospital”-, mientras por la tarde pasan consulta en un centro privado, con gran aprovechamiento para su bolsillo. La externalización de la gestión supone, en buena lógica, el final de las horas extras (las “peonadas”), unos 30 millones año con los que se podría abrir por la tarde contratando interinos, algo a lo que se oponen unos Jefes de Servicio (“los interinos son mis becarios”), que con los cambios perderían el control del hospital. ¿Por qué un médico es más eficiente en un centro privado que en uno público? Porque, entre otras cosas, no se puede llevar a casa ni un pañal, y desde luego no se puede largar a Houston para asistir a un seminario cuando le apetece. Ayer mismo supimos que la negativa de la elite médica a perder privilegios se ha traducido ya en la cancelación de 4.000 operaciones en los siete primeros días de huelga, un escándalo sin paliativos.
El golpe al Estado de Derecho de Ruiz-Gallardón
Hospitales públicos con gestión privada funcionan desde hace tiempo en Andalucía, Cataluña y la propia C.A. madrileña, sin que entonces se levantara la polvareda de ahora. ¿Por qué? Entre otras cosas porque los responsables de Madrid han lanzado su órdago sin negociación previa con los implicados, básicamente con el personal sanitario. En la Real Casa de Correos han dado al final su brazo a torcer, asegurando que si los médicos tienen un plan para reducir costes mejor que el suyo, lo aceptarán sin rechistar. ¿Por qué no empezaron por ahí? Mucho más llamativo ha resultado el “ordeno y mando” del ministro Ruiz-Gallardón con su reforma de la Justicia ya en vigor, cuya medida estrella es la imposición de unas tasas escandalosas destinadas a disuadir a los ciudadanos de pleitear –aliviando así la saturación de los juzgados-, lo que en la práctica supone la entronización de una justicia solo para ricos, con desaparición del principio constitucional del derecho a la tutela judicial efectiva y, por extensión, del propio Estado de Derecho.
Es la incapacidad de nuestros servidores públicos para hacer funcionar el aparato administrativo de forma más eficiente, para gestionar mejor con menos dinero. Vuelta la burra al trigo: todo en España se arregla con dinero, de modo que cuando éste se acaba llega el diluvio. Con la misma ligereza y ausencia de diálogo se ha comportado el ministro Wert con su anunciada Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), que ni siquiera ha consensuado con los consejeros de Educación de las CC.AA. gobernadas por el PP. Cual burro en cacharrería, Wert ha logrado el milagro de reagrupar las huestes, desnortadas tras el 25-N, del nacionalismo catalán, al poner el acento en las lenguas vehiculares en lugar de en el Conocimiento, es decir, en la imperiosa necesidad de reforzar el núcleo de las enseñanzas que reciben los jóvenes españoles, masacrados por la filosofía igualitaria de un socialismo dañino que abjura de la excelencia para poner el énfasis en la mediocridad de los iguales, ricos y pobres, tontos o listos.
El Gobierno está obligado a dar la batalla en defensa de los derechos de los padres que quieran educar a sus hijos en español
Al final, el legionario Wert, que parecía dispuesto a acabar él solito con el dragón de San Jordi, ha terminado envainándosela, tras soportar la burda arrogancia de los Tardá –asombra observar cómo los descendientes de la otrora autoproclamada exquisita burguesía catalana pueden soportar sin abochornarse verse representados por semejante tropa de cafres- y la arrogancia de una señora que se expresa con dificultad en español. El proyecto es ahora un lodazal, un charco inmenso del que será necesario salir con un nuevo -¿el cuarto?- borrador. Estamos donde estuvimos en buena parte de la Historia de España, empantanados en la religión y las lenguas, con abandono de lo esencial: el Conocimiento y la cualificación de los estudiantes españoles capaz de asegurar un país competitivo en un mundo globalizado.
Sobre la necesidad de una reforma educativa imprescindible, dados los pobres resultados de nuestros estudiantes en todo tipo de test, el señor Wert ha cometido algunos pecados de arrogancia difíciles de entender en un órgano colegiado. El Gobierno está obligado a dar la batalla en defensa de los derechos de los padres que en España quieran educar a sus hijos en español, pero deberá hacerlo en el momento procesal oportuno y con la absoluta determinación de ganarla. El caso es que, como ocurre con el protagonista de El buen soldado Švejk, la memorable obra satírica del checo Jaroslav Hašek, es difícil saber si en Wert prima la estulticia sobre el talento o al revés. Da la impresión, en todo caso, de que el Gobierno Rajoy es una orquesta de provincias alguno de cuyos solistas ha decidido que es demasiado bueno como para compartir partitura, de modo que va a su aire, toca por su cuenta -el caso más flagrante es el de Gallardón-, porque en la banda no hay director, o el director deja hacer, ocupado como está en menesteres de mayor enjundia.
Una balsa a la deriva y sin timón
El resultado es que no existe, o no se advierte, una partitura capaz de ser interpretada por los distintos miembros de la orquesta. No hay un guion de la acción de Gobierno, un proyecto concreto y reconocible de país, con un modelo de sociedad hacia el que se quiere remar. Un año después de su toma de posesión –lo prueban los conflictos comentados-, el Ejecutivo sigue pareciendo esa balsa a la deriva y sin timón que a duras penas consigue atender asuntos de urgencia extrema, y cuya estabilidad depende del estallido de una gran tormenta. Lo llamativo de las protestas sociales de estas últimas semanas es que en su mayoría están provocadas por simples recortes, que no por reformas de fondo. De modo que el Gobierno está sufriendo el coste de imagen y la sangría de votos que ello implica, sin ni siquiera haber puesto en marcha las reformas estructurales profundas que reclama la dimensión política e institucional de la crisis.
Los recortes sin reformas implican sangre, sudor y lágrimas, sin recompensa de victoria al final del camino
El problema es que esos recortes no son sostenibles en el tiempo si no se acompañan de esas reformas que, de momento, brillan por su ausencia. Es preciso tocar las partidas estructurales del gasto, adelgazar el tamaño del Estado, gestionar mejor con menos dinero, porque los recortes sin reformas son autodestructivos en sí mismos en tanto en cuanto implican sangre, sudor y lágrimas, sin recompensa de victoria al final del camino. Son sufrimientos que perpetúan un statu quo que no funciona, y que, además, ponen en peligro la paz social. Naturalmente que para recortar reformando hay que tener clara aquella hoja de ruta, saber qué modelo de sociedad, qué tipo de país queremos construir, por qué esquema de crecimiento apostar, qué sistema fiscal aplicar, qué privilegios destruir para construir un país abierto con capacidad para crecer desde el respeto a la actividad privada y el enaltecimiento de la responsabilidad individual.
El Gobierno Rajoy está más cerca de esa banda de música con solistas dispuestos a dar la nota por su cuenta, que del grupo compacto y con un proyecto de futuro que las circunstancias de país reclaman. Existe la sospecha de que el social unrest de estas semanas podría ser apenas el aperitivo de lo que nos tocaría vivir si finalmente le país se viera abocado a solicitar el rescate. A sensu contrario, tampoco es descartable que un golpe de suerte -más bien una conjunción astral- logre sacarnos del atolladero a partir del verano próximo y con más fuerza de lo que muchos imaginan. En uno u otro caso, la única razón que justificaría el sufrimiento actual consistiría en aprovechar la crisis para abordar esas grandes reformas -organización territorial, Justicia y Educación, entre otras- susceptibles de dar vida nueva a un país capaz de garantizar un futuro de sus jóvenes generaciones. Si al final consiguiéramos el milagro de salir del hoyo sin romper la espina dorsal de esta España institucionalmente enferma, sin hacer añicos el statu quo salido de la transición, la frustración podría ser de dimensión histórica. No es fácil que eso ocurra, pero tampoco imposible. En tal caso, el sufrimiento habría sido en vano.