Pedro Sánchez Pérez-Castejón nació en Madrid el 29 de febrero de 1972. Como es fácilmente comprensible, esto lo puede decir muy poca gente; no por el año, sino por el día del mes, 29 de febrero, una fecha que solo se produce los años bisiestos, es decir, en uno de cada cuatro. Ha podido celebrar como es debido, por lo tanto, doce cumpleaños de los 48 que habríamos celebrado cualquiera de nosotros. Esta singularidad, que comparte (entre otros) con el compositor Gioacchino Rossini, no es ni mucho menos la única que adorna al actual presidente del Gobierno español.
Sánchez nació en una familia acomodada, de muy claras querencias socialistas, que vivía en la madrileña calle del Comandante Zorita, después Aviador Zorita, a la que muchos vecinos del barrio de Tetuán llaman cautamente “señor Zorita” para no entrar en conflicto con nadie.
Tuvo una educación esmerada. No le gusta mucho decir que comenzó a estudiar en un centro privado y calificado de pijo por sus antiguos alumnos: el desaparecido colegio Santa Cristina de Chamartín, donde destacaba no tanto por sus notas (no fue un estudiante destacado de chaval; sí luego) sino por su estatura, que ya se encaminaba al 1,90 actual. Luego pasó a la enseñanza pública: el instituto Ramiro de Maeztu, que sí recuerda con todo orgullo. Naturalmente, jugó en el club de baloncesto Estudiantes, que nació en el Ramiro. Luego volvió a la enseñanza privada (se licenció en Económicas y Empresariales en el María Cristina de El Escorial), después otra vez a la pública (nada menos que la Universidad Libre de Bruselas, donde hizo un master en Política Económica) y de nuevo a la privada (el IESE de la Universidad de Navarra, vinculada al Opus Dei).
La de Sánchez es la historia de una larga obstinación. Su trayectoria política, que comenzó con la afiliación al PSOE en 1993, a los 21 años, justo después de la que sería última victoria electoral de Felipe González, es un constante caer y levantarse, caer y levantarse, hasta lograr lo que siempre quiso ser: presidente del Gobierno. Lo mismo que Adolfo Suárez. Pero Suárez no hablaba inglés ni francés, ni trabajó en Bosnia ni en el Parlamento Europeo (le ponía muy nervioso viajar a Bruselas). Y Sánchez sí.
Todo político de éxito ha tenido padrinos, protectores o mentores. El de Sánchez fue José Blanco, de quien aprendió muchas cosas sobre procesos electorales y sobre la complicada maquinaria interna del PSOE, que no es apta para sentimentales ni para corazones tiernos. Sánchez aprendió pronto que el éxito en un partido político depende, en buena medida, de la capacidad de adaptación al medio, del mimetismo con el entorno que te toca en cada circunstancia y de una reacción rápida para la cual no suelen ser nada útiles los escrúpulos de conciencia.
Pedro Sánchez se presentó al puesto de concejal por Madrid en 2003, en plena “guerra civil” entre los partidarios de Tomás Gómez y los de Trinidad Jiménez. Pero no salió elegido
Además de con Blanco, Sánchez entabló buenas relaciones con Óscar López, Antonio Hernando y sobre todo Trinidad Jiménez, que fue quien ofició su boda civil en 2006 con Begoña Gómez. Sánchez no tiene creencias religiosas.
En el 35º Congreso del PSOE (año 2000), al que acudió por primera vez como delegado, aprendió otra cosa importante: en política todo es posible si uno tiene habilidad y elasticidad. Allí fue donde vio cómo el partido elegía secretario general a José Luis Rodríguez Zapatero, que ganó por nueve votos a José Bono gracias a los non sanctos mercadeos acordados con José Luis Balbás.
Pedro Sánchez se presentó al puesto de concejal por Madrid en 2003, en plena “guerra civil” entre los partidarios de Tomás Gómez y los de Trinidad Jiménez. Pero no salió elegido. Sin embargo, ocupó el escaño municipal cuando, al año siguiente, renunció Elena Arnedo. Revalidó el escaño en 2007.
Se presentó a diputado al Congreso por Madrid en 2008. Pero no salió elegido. Sin embargo, ocupó el escaño parlamentario cuando, al año siguiente, renunció a él Pedro Solbes.
Volvió a presentarse a diputado en las elecciones de 2011. Pero no salió elegido. Sin embargo, ocupó el escaño cuando, dos años después, renunció a él Cristina Narbona. En 2010, los periodistas parlamentarios nombraron “diputado revelación” a aquel muchacho tan alto y tan atractivo que parecía haberse especializado en entrar por una puerta y salir por otra, o en quedarse el primero de la cola en la entrada de cualquier sitio para pasar adentro en cuanto saliese alguien. Eran tiempos difíciles para el partido: el PSOE de Felipe González estaba muriendo y el nuevo no terminaba de nacer. Y no se sabía cómo nacería, ni qué sería, ni con quién.
Esa fue la ocasión de Sánchez. Cuando en 2014, harto ya de todo y castigado por unos resultados calamitosos en las elecciones europeas de 2014, Alfredo Pérez Rubalcaba presentó su dimisión como secretario general, Pedro Sánchez decidió presentarse para sucederle. No había estado nunca en la cúpula del partido. Pero por qué no. Si Zapatero había logrado vencer a Bono por qué no. Se dedicó a recorrer España de arriba abajo, visitando las agrupaciones del PSOE. Confiaba en su don de gentes y en esa “estrategia de la humildad” desconocida en un partido que había gobernado la nación durante quince años.
Salió bien. Al nuevo secretario general lo habían de elegir los militantes mediante sufragio directo. Sánchez, para sorpresa de la mayoría de los ciudadanos, derrotó claramente a Eduardo Madina y a José Antonio Pérez Tapias. Ya era el nuevo secretario general. No tardó en fulminar a su antiguo “compañero”, Tomás Gómez.
Volvió a la estrategia del peregrino. Se subió a su Peugeot 407 y de nuevo a recorrer España, carretera va y carretera viene, para recuperar lo perdido
Tras las elecciones de diciembre de 2015, en las que su partido obtuvo 90 diputados, Sánchez se presentó a la Presidencia del Gobierno. Pero no salió elegido. Fue la primera vez que el candidato propuesto por el Rey fracasaba en el empeño. En las siguientes elecciones (seis meses después) perdió cinco diputados más y obstruyó cuanto pudo la elección de Rajoy. Fue entonces cuando se produjo el golpe palaciego, la conspiración de los “queridos compañeros” que lo derribó de la secretaría general. Donde las dan, las toman. Sánchez dejó el Congreso (otra vez) y regresó a la casilla de salida.
Volvió a la estrategia del peregrino. Se subió a su Peugeot 407 y de nuevo a recorrer España, carretera va y carretera viene, para recuperar lo perdido. De nuevo las visitas a las agrupaciones, las charlas con los militantes, el contacto directo. Solía dormir en casa de militantes. Así ganó las primarias de 2017, tras derrotar a una de sus enemigas (Susana Díaz) y a un buen hombre, Patxi López, que parecía no saber a quién se enfrentaba. Cuando recuperó el mando y el equilibrio, Sánchez no dudó en prescindir de algunos que le habían ayudado mucho en esa nueva caída del árbol. Hacía mucho tiempo que sabía que con sentimentalismos no se va a ninguna parte.
La moción de censura contra Rajoy, urdida con el apoyo (carísimo) de los independentistas catalanes y vascos, lo aupó a lo que siempre había ansiado: la presidencia del Gobierno. Una vez más, funcionó la mecánica de “a la primera no, pero a la segunda sí”; hubo que esperar a las segundas elecciones de su presidencia para que el pánico se adueñase de los vencedores (el PSOE y un Podemos que empezaba a caminar sobre arenas electoralmente muy movedizas) y el hechicero Iván Redondo urdiese en dos noches el gobierno más inverosímil que ha tenido España desde el último de Arias Navarro. Un puro equilibrio de funambulistas entre gente que se detesta pero que se necesita para continuar en el poder.
La pandemia lo reventó todo. Las estrategias, los proyectos, los planes de crecimiento. La derecha, encenagada en su propia guerra civil de conservadores contra ultraderechistas, se lanzó a degüello contra los titubeos, las indecisiones, las contradicciones y las improvisaciones de la gestión sanitaria de la enfermedad, a la que nadie en el planeta parecía saber muy bien cómo hacer frente. El primer estado de alarma, varias veces prorrogado, no crispó los nervios de los ciudadanos, que actuaron con disciplina ejemplar, pero sacó lo peor de la clase política, que no dudó en “politizar” el virus para sacar lo que cada cual pensaba que era su mejor tajada propagandística y electoral. Sánchez llegó a perder los nervios y a cuestionar seriamente al jefe del Estado, con quien no mantiene una buena relación personal. Asistió, casi burlón, a una moción de censura teóricamente planteada contra él por la extrema derecha, pero que en realidad iba directa al cuello del líder del PP, Pablo Casado. Ahora Sánchez permanece en el poder, haciendo equilibrios sobre un solo pie, con dos objetivos clarísimos. Uno, derrotar al virus. El otro, no volver a caerse. Por más que se mueva el árbol. Que se mueve cada vez más.
El camaleón
Hay en el mundo más de 160 especies de camaleones. Se trata, en todos los casos, de un reptil escamoso que vive muy mayoritariamente en los árboles y que se alimenta de insectos, artrópodos, pequeños vertebrados y, en realidad, de lo que pilla. Es célebre su facultad para cambiar de color según las circunstancias, el tiempo, la compañía, el estado de ánimo o quién sea el secretario general, por poner solo algunos ejemplos. Lo que busca el camaleón con este colorido trajín es mimetizarse con el lugar en que se encuentra, algo que necesita indispensablemente para alimentarse y sobrevivir. Es un animal de movimientos lentos, pero su lengua, larguísima, se dispara a una velocidad asombrosa y suele ser letal para sus presas. Por eso se está quieto: para que los demás se confíen.
A esta estrategia de “esperar y ver” le ayudan notablemente sus ojos, que se mueven independientemente el uno del otro; no pierde el camaleón ripio de lo que ocurre a su alrededor, y obra en consecuencia sin contemplaciones. Hay que añadir que el camaleón es extraordinariamente agresivo con los miembros de su propia especie, a los que suele llamar “compañeros”. La piedad no está entre sus virtudes.
Está dotado de un prodigioso sentido del equilibrio que le permite permanecer durante bastante tiempo en ramas diminutas, inestables, quebradizas o demasiado débiles para sus ambiciones. El problema es que algunas veces, más de las que él quisiera, le falla el cálculo y se cae, a veces desde grandes alturas. Pero no pasa nada. Vuelve a trepar árbol arriba, despacio, con obstinada paciencia, hasta que recupera la posición en la rama deseada.
No siempre acierta cuando dispara su lengua pegajosa sobre una posible presa. Hay insectos muy vivarachos o de carácter por completo impredecible, como cierta clase de saltamontes, el saltimbanquius ayusus, que ahora está aquí, luego allá, luego vuelve al punto anterior, avanza, retrocede… y nunca sabe el camaleón, quizá algo mareado con tanto saltito, hacia dónde disparar el lengüetazo letal, porque el ayusus no tiene lógica, no sigue un comportamiento previsible, es escurridizo como él solo y le hace perder la paciencia. Pero el camaleón sabe que no debe. Porque es precisamente la pérdida de la paciencia lo que le hace caerse del árbol.