Soraya Sáenz de Santamaría (Valladolid, 1971), es una tecnócrata sin convicciones ideológicas, le reprochan en su partido. Conoce las cañerías de Moncloa casi tan bien como las de la Administración. Laboriosa, esforzada, tenaz. Y ambiciosa, “en el buen sentido”, dicen sus amigos.
Ejercía de abogado del Estado en León cuando le remitió un currículum a Paco Villar, el jefe de Gabinete de Mariano Rajoy en Administraciones Públicas. Se entendieron y se sumó al carro del PP en el vagón del equipo de Gobierno. Apenas ha triscado los meandros enrevesados de Génova. El partido lo sabe. A veces, se lo reprocha. Otras, sencillamente, la contempla con cierta distancia.
Se ganó la confianza de Rajoy en los tiempos duros de la oposición, como jefa del grupo parlamentario en unos tiempos en los que el marianismo era una religión sin apenas fieles. Javier Arenas y, sobre todo, Paco Camps, le mantuvieron al frente de la formación en el atribulado Congreso de 2008 en Valencia. Fue el principio del fin del aznarismo y la evolución, muy polémica, del propio PP hacia otros derroteros, menos viscerales, menos comprometidos, más pragmáticos. En ese entorno de cierto relativismo, Santamaría se desenvolvió con enorme habilidad. Se hizo imprescindible. Los documentos, a punto. Las consultas, siempre bien resueltas. Las estrategias, afiladas. “Era la secretaria perfecta”, decían en el entorno de Rajoy. Se equivocaban. Poco a poco, iba ganando centímetro a centímetro, enormes parcelas de poder. Pasó a ser ‘la niña de Rajoy’, como le tildaban, displicentemente sus acendrados críticos.
“Enfrentarse con la vice es una aventura condenada al fracaso”
Con el triunfo, quizás irrepetible, de 2011, cuando Rajoy logra la mayoría absoluta, salta la sorpresa. Santamaría accede a la vicepresidencia única del Gobierno y se hace, también, con la portavocía del Gabinete. Todo el flujo de la Moncloa pasa por sus manos. Asume también incluso las riendas del CNI, los servicios de inteligencia sobre cuyo uso se han tejido todo tipo de teorías y hasta leyendas. Dossiers secretos, documentos tóxicos, informes letales… Una artillería demoledora que, supuestamente, la vcepresidenta manejaba a su antojo para ir despejando el horizonte de personajes incómodos o futuros rivales.
Lucha en la Moncloa
En la primera legislatura de Rajoy nació lo que se dio en conocerse como el G-5, un grupo de amigos del presidente, con Jorge Fernández Díaz y José Manuel García Margallo a la cabeza, con un solo objetivo: bloquear a Soraya, cortarle las alas y, a ser posible, precipitarla hacia lo más hondo del descrédito. Ni uno de ellos salió ‘vivo’ del intento. “Enfrentarse con la vice es una aventura condenada al fracaso”.
Se hizo imprescindible para Rajoy. No era de conversación frecuente con él, ni de confidencias, como sí lo era, por ejemplo, Ana Pastor, la actual presidenta de las Cortes. Pero era la pieza necesaria para que todo fuera bien. “Eso lo lleva Soraya”, era una de las frases más utilizadas por el presidente. Hasta que le puso al frente del desafío secesionista en Cataluña Ese es el capítulo menos brillante de su trayectoria. La “operación diálogo” de Soraya pasó a la antología de la mala gestión. Un grave problema derivó en un desiderátum. Un cataclismo.
Nadie dudaba de que daría el paso para suceder a su jefe. La ambición ‘sana’ quiere ser presidenta. Así lo dijo desde el minuto uno de la campaña. Sin apenas referencias al partido, sin ambiciones de presidir el PP, sus mensajes han sido muy claros desde que arrancó la guerra de sucesión. Está decidida a plantarle cara a Pedro Sánchez en las generales de 2010. Ha evitado el choque frontal con los otros postulantes, ha desarrollado una campaña original, moderna y ágil. Se ha rodeado de su fiel equipo en el Consejo de Ministros, se ha granjeado el apoyo de importantes barones territoriales y ha transmitido una imagen, casi imposible, de renovación. La ‘niña de Rajoy’ ha crecido. Al fin ha dado la cara, ha quemado las naves y se ha puesto al frente de una candidatura.