Languidecía una anodina sesión en el juicio del 'procés' cuando, entre cabezadas y bostezos, los acusados pudieron distinguir en el público una cara que les resultaba familiar. Era el exlehendakari Juan José Ibarretxe, quien acudió al Tribunal Supremo tocado con una chapela. Al expresidente vasco le acompaña desde hace años un cierto aura melancólica, como si él mismo evocase con su presencia la añoranza de lo que pudo ser y no fue. Confundido entre la bancada reservada a las visitas, su figura era como la del fantasma de las navidades pasadas de Charles Dickens, que venía a recordar a los procesados cómo se dirimían en España las tensiones territoriales antes de entregarse a la temeraria unilateralidad.
Ibarretxe es hoy la reminiscencia de aquel plan secesionista que también encendió los debates durante años. Entonces el PNV no era el ejemplo del perfecto nacionalismo autonomista que daba estabilidad en Madrid. Ese papel -nunca gratuito, siempre rentable- lo jugaba precisamente desde Cataluña la Convergencia de Jordi Pujol. Ibarretxe acabó defendiendo su plan en el Congreso de los Diputados en busca de una mayoría parlamentaria como dice la Constitución. No la logró, regresó a su casa y ganó otra vez las elecciones.
No optó por traer urnas clandestinamente, ni observadores internacionales, ni llamó a su ciudadanía a echarse a la calle con 6.000 policías esperando a recibir órdenes desde el Piolín. Por supuesto tampoco declaró la independencia, ni siquiera de forma simbólica. Jugó con las mismas reglas del juego que rechazaron Artur Mas y Puigdemont. Por eso el fantasma de las navidades pasadas se apareció a los procesados desde el público, pero no se sentó con ellos en el banquillo. Cuando llegó la hora de comer, se fue a seguir disfrutando de su jubilación.
"Jóvenes efervescentes"
Los abogados de las defensas han pasado semanas intentando una remontada que ha resultado errática. La decimocuarta semana del juicio ha incluido más testigos que han encarnado el fantasma de las navidades presentes, mostrando a los procesados la cruda realidad en la que se encuentran. Silvia Prat, voluntaria de la Asamblea Nacional Catalana (ANC), describió así el 20-S: “La mayoría de personas que estaban sobre los coches (de la Guardia Civil) eran más jóvenes, más eufóricas y efervescentes... hacía falta calmar un poco los ánimos”.
Más allá de los escorzos dialéticos para esquivar la palabra “violentos”, la pregunta resulta inevitable: si todo era una fiesta, Rufián fue a merendar, Junqueras escuchaba canciones a la Virgen... ¿por qué hacía falta calmar los ánimos?. Luego un tal Ramón Font, portavoz del sindicato mayoritario de maestros de Cataluña, admitió lo que todo el mundo intuía: ocuparon los colegios todo el fin de semana con chocolatadas y demás actividades con el único fin de garantizar el 1-O. Solo las acusaciones lo habían explicado tan claro hasta ahora.
La recta final de la fase testifical terminará la semana que viene. Ahora se encuentra en la zona Cesarini en la que algunos abogados tratan de marcar gol casi a la desesperada. Pero el árbitro Marchena no pasa una. Los últimos días se ha mostrado mucho más tarjetero que cuando dejaba a los policías expresar opiniones personales como aquel que llegó a comparar la situación en Cataluña con el origen de ETA. O cuando a la alcaldesa Colau le dio por describir la situación como la de un estado de excepción, por citar dos ejemplos de libertad creativa.
En esto que compareció la diputada de la CUP Mireia Boya, lazo amarillo en la solapa. Recordó que ella también fue al 20S a echarse unos bailes. Y que donde otros veían coches de la Guardia Civil ella vio un escenario del club de la comedia sobre el que hacer chistes ante la masa "efervescente". Y todo iba bien para ella hasta que tuvo que montarle el pollo a Jordi Sànchez por querer parar la fiesta.
Según contó, la CUP exigió como condición el 20S que la protesta continuase al día siguiente. Igual que antes demandó orillar a Mas y poner a Puigdemont, como más tarde impuso convocar un referéndum para mantener su apoyo al Govern. Después exigió ir hasta el final y declarar la independencia. Hoy ese final es el banquillo de los acusados donde, fijate, no hay nadie del partido antisistema. De facto, lo que hizo Boya fue describir con total claridad la esencia del 'procés' en el que una minoría radical arrastró a la mayoría a un precipicio.
Fue en ese preciso instante en el que Boya se puso el traje del fantasma de las navidades futuras para dejar claro que, pase lo que pase en el juicio, la situación siempre podrá ir a peor. Luego desapareció sin más y puso un tuit que resonó casi a modo de advertencia de que esa minoría seguirá ahí, empujando hacia el abismo: “El 20-S cogimos el horizonte del 1 de octubre para hablar de vida. Y hasta que lo consigamos”.