Lunes 29 de noviembre, 10.30 de la mañana. Acaba la primera reunión semanal de Pedro Sánchez con su equipo de confianza en La Moncloa. Las agencias de información anuncian a bombo y platillo y por sorpresa que el Consejo de Ministros se reunirá este diciembre, no una, dos veces por semana hasta final de año para “acelerar” la actividad del gabinete de coalición PSOE/Unidas Podemos y “consolidar” la recuperación económica.
Dicho así por fuentes oficiales, olía a propaganda pura y dura, pero otros ámbitos socialistas consultados por Vozpópuli a lo largo de la semana sostienen que el acelerón de medidas es cierto y refleja la verdadera preocupación del presidente del Gobierno y su núcleo duro en estos momentos, la inflación. Un mal que aqueja a toda la zona Euro pero que en nuestro caso es especialmente preocupante por la pérdida de poder adquisitivo y de competitividad internacional que traerá la subida de costes de producción -salariales también-, con el aumento del gasto público que acompaña la indexación: Por ejemplo, 6.000 millones más en pensiones.
Aún cuando el enfermo España recupera constantes vitales, como un nivel de empleo pre-pandemia, con casi 20 millones de ocupados y 63.000 parados menos incluso que en febrero de 2020, el PSOE tiene ante sí un serio problema: la subida de precios descontrolada en la bolsa de la compra, los carburantes, la luz y el gas de calefacción, amenaza, sobre todo, el menguante bolsillo de su votante, clases media-baja y obrera; jubilados cabreados en la calle y jóvenes con dificultades para llegar a fin de mes, poténciales apoyos a una Yolanda Díaz de moda que cada vez tiene más enfadado a Sánchez por su “deslealtad” con el gabinete de coalición.
España registra señales dispares: Junto a un aumento espectacular del empleo, el crecimiento del PIB es mucho menor del esperado, el consumo no despega desde abril y la aplicación de los fondos europeos de recuperación está por debajo de Italia
Es esa inflación desbocada, que todo indica que ha venido para quedarse hasta bien entrado 2022, la que explica que el último barómetro del CIS, noviembre, analizado con lupa en La Moncloa y Ferraz, arroje la aparente contradicción de que los españoles combinan optimismo ante la mejora de los datos macro que perciben en los mensajes gubernamentales con una preocupación evidente por su realidad personal y la de sus hogares. En especial, los más vulnerables.
Y es que nuestro país registra en este final de 2021 señales muy dispares. Junto al aumento espectacular del empleo, matizado, eso sí, por una alta temporalidad, los 123.000 españoles todavía en ERTE y la caída del número de horas trabajadas, hay tres señales que alarman al Gobierno. La primera, un crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB) en el año que acaba mucho menor del esperado. La OCDE lo acaba de reducir al 4,5%.
La segunda señal es un consumo privado que no despega desde abril (abajo área redondeada con un círculo rojo) porque la inflación se ha comido ya 9.000 millones del ahorro total de los hogares durante el confinamiento en 2020; y la tercera, un aprovechamiento de los fondos europeos de recuperación muy por debajo de Italia o Francia, debido al cuello de botella de la burocracia hispana y la tradicional inoperancia en la ejecución pasada de fondos estructurales. En concreto, hasta agosto se habían invertido 5.700 de los 27.000 millones presupuestados a uno de enero.
El pasado 26 de octubre, ante el Congreso, la secretaria general de Fondos Europeos, Mercedes Caballero, achacaba ese el retraso a la “curva de aprendizaje” de todos, empresas solicitantes y administraciones, y advertía que la “velocidad de crucero” no se alcanzará hasta el año 2022. Y aunque en noviembre ya se había duplicado la raquítica cifra de ejecución agosto hasta los 10.425 millones, un 43,1% del total, habrá, sin duda, dificultades para el cumplimiento del 100% a 31 de diciembre; porque, a diferencia de los tradicionales fondos estructurales, los New Generation no operan bajo la regla N+3 (tres años de prórroga para su ejecución). Es decir, España podría perderlos si no media un acuerdo extraordinario con la Comisión Europea.
Igual de preocupante que la ejecución de esos fondos europeos es el hecho de que, de los 10.000 millones en ayudas directas a la gran empresa y 7.000 para las pymes, hasta agosto solo se habían concedido 1.400 y 3.500. Todo en un momento en que, pese a la mejora de la coyuntura, las empresas han recuperado solo el 60% de los beneficios que obtuvieron en 2019, según acaba de reconocer el Banco de España.
Con todo, para el bolsillo del votante de Pedro Sánchez y la izquierda, junto a la cesta de la compra y el desorbitado alza de los carburantes, la electricidad y el gas de la calefacción, figura en lugar prominente la preocupación por la vivienda. El alquiler, que ya era prohibitivo para los más jóvenes, se ha puesto por las nubes en las grandes ciudades -con una subida media de 450€ anuales por la inflación-. Y aunque la venta de pisos esté igualando el record previo al pinchazo de la burbuja inmobiliaria en 2008 (ver Cuadro 3, abajo), eso a ellos no les beneficia; es más, les puede perjudicar en tanto reduce el parque de vivienda en alquiler.
Cuadro 3
Sin duda, el histórico nivel ahorro privado durante 2020 -obligado por el confinamiento y las restricciones de movilidad- ha dejado paso a una España dual: la clase media y media-alta nota la inflación pero en mucha menor medida, como prueba ese boom de venta de pisos y, en menor medida de vehículos, que las clases media-baja y obrera, y los jóvenes y jubilados.
“La inflación nos ha empobrecido un 5% y a la mitad de españoles que llega a fin de mes con problemas y no puede ahorrar le ha pegado bien en su consumo”, resume para Vozpópuli un economista del ámbito del PSOE en otros tiempos. “Tienen un problema: muchos son votantes de izquierda, su gobierno les dice que vamos mejor pero como a ellos no les llega, se cabrean”.