Gastrópoli

Declaración de guerra al azúcar

Tengo que comenzar admitiendo que soy intolerante al azúcar. No, no es que me siente mal. Mi intolerancia es una cuestión de actitud, no soporto el azúcar. Mejor dicho, no aguanto el injustificado intrusismo de este ingrediente en todo tipo de platos, sin ningún tipo de argumento culinario en muchos casos. Por supuesto, disfruto de los postres de un menú, pero tengo que admitir que mis preferencias gustativas siempre han estado más del lado del salado, amargo y ácido. Pero no se trata de reflexionar sobre preferencias, sino sobre cómo participa el azúcar en la experiencia gastronómica y de cómo se nos está yendo de las manos el uso y abuso de este ingrediente.

  • Azúcar free (Gtres)

Cuando hablamos de sabores y de los receptores de los que disponemos en la lengua para detectarlos, a muchos les viene a la cabeza ese mapa coloreado que parcela diferentes regiones de este órgano en función de si detecta dulce, ácido, salado o amargo (el quinto sabor, conocido como umami, no estaba catalogado cuando se creó este mapa). Un esquema que se considera como válido y que no lo es. Aunque las papilas localizadas en áreas determinadas de la lengua tienen una especialización concreta, todas ellas tienen la capacidad de detectar todos los sabores. Motivo por el que podemos detectar la sal en la punta de la lengua, a pesar de ser una zona especializada en percibir el dulce. Todo ello se produce en un complejo proceso electroquímico muy bien explicado en este artículo.

No sé en qué momento se instauró la idea de que un plato ha de configurarse con los 5 sabores básicos (de hecho existe un sexto, el sabor adiposo que detecta la grasa), pero ese argumento dio pie a que algunos cocineros decidieran incorporar todos los sabores en sus recetas. Un idea que tiene su lógica ya que, al cocinar muchos ingredientes se modifican químicamente dando lugar a otros compuestos que generan nuevos sabores. Un ejemplo muy gráfico es el delicioso sabor de la costra que aparece en la superficie de una carne cocinada a la plancha. Conocida como la reacción de Maillard, nos explica cómo algunos alimentos se caramelizan cuando son sometidos a una degradación por calor.

Sabores dulces que aparecen de forma natural cuando se cocina, pero que la cocina actual se empeña en recrear de forma artificial. Un claro ejemplo es el truco para anular la acidez de la salsa de tomate. Una acidez que desaparece si reducimos pacientemente la salsa, ya que los hidratos de carbono se trasformarán en azúcares sin tener que añadir nada, sólo tiempo o lo que antes se llamaba cocinar con cariño, que no era otra cosa que meterle horas. Lo mismo podríamos decir de los pimientos de piquillo que se confitan en azúcar y no en lentamente sus propios jugos para conseguir su dulzor. En definitiva, en la búsqueda de la rentabilidad y la síntesis, se añade azúcar para conseguir lo mismo en menos tiempo, con el agravante de que estamos incorporando calorías, glucémicamente bastante chungas por cierto, innecesarias al cuerpo. Caso aparte es el de los espárragos blancos frescos que ahora se cuecen con azúcar para quitarles el amargor. Vamos a ver… al que no le guste el amargo de los espárragos que se coma un palmito, pero que por favor que no enrede dando ideas para hacer una cocina peor. 

Pero, ¿qué sucede cuando encontramos ingredientes dulces (helados, bizcochos, mermeladas...) en una composición culinaria salada? Básicamente se enmascaran los sabores principales, haciendo que nuestra lengua sea incapaz de distinguir sensorialmente los sabores de manera individual. Y esto sucede por lo que se llama supresión de la mezcla, un término que Harold McGee explica de forma muy gráfica en este artículo donde expone que el sabor per se no existe, y que se trata de una mezcla de experiencias y preferencias personales.

Imaginemos que un grupo de catadores prueba una solución de agua y sal que catalogan como 7 en una escala de 1 a 10. Supongamos ahora que a dicha solución se incorpora un poco de azúcar y se pide que evalúen de nuevo. Muy posiblemente lo clasifiquen como nivel de salado 5, con lo que podemos comprobar que los elementos de la mezcla se han suprimido entre sí (el azúcar ha suprimido la sal). Y lo dramático es que, posiblemente no habrán detectado dulce, sólo que está más soso, y eso hace que tomemos azúcar sin ser conscientes de ello en muchas ocasiones, especialmente en productos industriales.

Por eso, en la secuencia de una comida, comenzamos con algo ácido que nos haga salivar, para favorecer la deglución del bolo alimenticio, y terminamos con recetas dulces que embotan el paladar y nos impiden distinguir el resto de matices. Por este motivo, McGee recomienda que cuando se quiere que un sabor predomine en una elaboración, se ha de evitar que sucedan muchas cosas al mismo tiempo en el plato. La idea sería modular los sabores básicos, a modo de un ecualizador de sonido, de forma que no se anulen entre ellos y se obtenga la predominancia de hasta dos sabores. Vamos, que lo de usar los cinco sabores en una misma receta, parece ser que no es tan buena idea...

Asusta ver datos que revelan que, en poco más de un siglo, hemos doblado el consumo de azúcar de 35 a 70 kilos por persona y año. Y lo peor es que, mucho de ese azúcar, es azúcar mimetizado en recetas saladas del que no somos conscientes, que no sólo nos van a engordar innecesariamente, sino que además nos van a distorsionar la experiencia gustativa. De la sal y del, ya veremos si tan malo, glutamato monosódico, hablaremos otro día. 

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