No era fácil, pero no es la primera proeza olímpica alemana: tener un canciller peor que Merkel. “La canciller del Este” había gozado de una rara reputación, sobre todo fuera de Alemania: dentro, sus indecisiones y oportunismos cantaban más que un “Meistersinger” entre una ciudadanía menos parroquial con sus líderes que en otros distritos postales. Ejemplo: cuando la crisis del euro y Europa se giró hacia ella en busca de líder, Merkel ni supo cómo ni quiso qué. Y cuando, en cambio, la canciller quiso liderar en la cuestión migratoria, la UE declinó -y no en alemán- siquiera responderle. Pese a las descomunales expectativas, Merkel ni fue líder global ni más allá de una “mamá” desubicada para con sus ciudadanos. Los alemanes creen ahora que fue una mala madre, consentidora pero vacía.
En algún momento de la confusión vivida de políticas, identidades y complejos, la imagen del trío femenino más poderoso del mundo, Merkel, Von der Leyen y Lagarde, pareció hace diez años como que iba a salvar a Occidente; o cuando menos a la mayor unión política y comercial de la historia. Sólo les faltaba Hillary. Resultó en un trampantojo iluso del identitarismo y hoy nadie da ya demasiado por ninguna. De resultas, Alemania está en cuestión, ante Europa y ante sí misma. La base de la estabilidad en que se aburguesó -músculo exportador, energía rusa barata, defensa estadounidense y consenso interno- se ha cuarteado o está desapareciendo.
Otro mito en rebajas: el histérico cierre nuclear de Merkel y la Agenda Verde para todos tendrá una costosa reparación. Una década después, el Gobierno alemán ya no tiene claro que desmontar su poder industrial en el mundo en nombre de “agendas” coopere a preservar el bienestar ciudadano; y menos cuesta más impuestos… para ayudar a otros: Eso fue desconocer completamente al votante alemán, por muy reciclador que sea.
Un descalabrado canciller Olaf Scholz ha provocado elecciones en Alemania -para este 23 de febrero- confiando en que eran su mejor, o sola, oportunidad de revivir a su Partido Socialdemócrata (SPD). Ha sido bloqueado respectivamente por sus socios Liberales y Verdes, los primeros, antidéficit, y, los segundos, antindustria e hidrocarburos. Y él mismo, incompatible con el liderazgo. Dada la recesión y la nueva deriva global, Scholz no podía arrastrarse hasta final de mandato y resultar irresponsable al electorado. La responsabilidad política aún cotiza al otro lado del Rín.
Muy tarde para el estancamiento, el SPD buscó aflojar déficit y deuda e invertir, a lo que se negaron los Liberales (FDP); el fin adecuar la defensa a la amenaza rusa ante portas, como pedían los Verdes, así como infraestructuras necesarias descuidadas por la era Merkel: la red de comunicaciones es provinciana; los trenes, vitales para un ciudadano conmutador, van peor que Renfe. Scholz se vio solo y, finalmente, su colapso ha sido un alivio, pues los alemanes siguen prefiriendo un paso adelante responsable a un gobierno atrapado y varado. El próximo lo presidirá probablemente el líder opositor democristiano, el veterano Friedrich Merz.
Frente a otros caudillismos, Alemania es un país donde el líder no controla al partido, sino que éste está para controlarlo: así ha caído Scholz, como cayó Kohl, y así también el excanciller Schröder en 2005; éste, tras lanzar un programa agilizador de los mercados, del que se ha beneficiado el país durante los siguientes 20 años; pero tal cual quedó y los sucesivos gobiernos, democristianos y socialdemócratas, vivieron apenas de sus rentas.
Volviendo al hoy, Alemania no es país a gobernar con un 30% y apañitos de temporada: nadie asume una falta de legitimidad suficiente para emprender políticas; por ello esa cultura de grandes coaliciones y consensos. No se trata de mandar sino de gobernar. Con un 31% de voto anticipado, Friedrich Merz necesitará ganarse, no siete votos frikis o pagos regionales, sino nada menos que dos tercios del Parlamento para emprender los cambios necesarios, como los techos de déficit y deuda.
Otro pilar que falla: el consenso. Nada garantiza que 2025 vaya a ser más fácil, pues el tradicional sistema de partidos se ha fragmentado; y los grandes y transversales, democristianos (CDU) y socialdemócratas (SPD), dependen de geometrías y las nuevas fuerzas son más radicales.
Los extremos izquierdo y derecho coinciden en dos temas envenenados: antiinmigración, pese a una economía dependiente, y subyugación al vecino de Moscú, pese a una defensa dependiente; esto es, una vela a Trump y otra a Putin. Como si éstos no fueran amigos y aplaudiesen esos extremos. CDU y SPD coinciden en lo contrario al trumpismo y al putinismo, con lo que Friedrich Merz, un conservador barrido por Merkel y retornado 20 años después, intentará reeditar una gran coalición, privilegiando la estabilidad y el crecimiento a incertidumbres experimentales, pero cada vez más populares.
Los partidos antiamericanos y pro-Kremlin, que prefieren el gas ruso a la paz en Ucrania y al consenso europeo, suman ya una cuarta parte del electorado".
Sin embargo, las encuestas sitúan a los nacionalistas y reaccionarios de Alternativa por Alemania (AfD) casi en un 20%: Una segunda fuerza crecientemente ineludible, aunque los grandes aún la rehúyen por su antieuropeísmo, putinismo y aversión a un inmigrante, que, si mal llevado y a veces descontrolado, también se sabe vital para la economía. Posturas incómodas, irreverentes e incluso xenófobas, pero es un hecho que, a derecha e izquierda, los partidos antiamericanos y pro-Kremlin, que prefieren el gas ruso a la paz en Ucrania y al consenso europeo, suman ya una cuarta parte del electorado. Los liberales podrían desaparecer y, los Verdes, tal vez jugar a ser socio alternativo de gobierno, ahora con la CDU, si el SPD prefiriese reciclarse en la oposición dada su oportunidad perdida.
Doble problema
Alemania se encuentra ante un doble problema, económico y de liderazgo. El primero habla también de su incapacidad ante China, con un declive exportador que le era vital; el clásico límite de deuda y de déficit lastran además la necesaria inversión, obstaculizando capacidades estratégicas como defensa, infraestructura, educación y tecnología. Económica y globalmente, Alemania ha encallado sin rumbo en un océano mundial y europeo cambiante, tras dos años de contracción económica y la guerra expansionista rusa al lado, que ahora tiene un aliado en Washington. Alemania no puede engañarse más: Trump es más amigo de Putin que de Berlín.
Es un hecho que industria e innovación alemana no son capaces hoy de confrontar la creciente competencia exterior, los costes de la energía, las tasas de interés, las nuevas obligaciones de defensa, y ahora los aranceles, resultando en unas perspectivas inciertas, tanto para la economía como ciudadana, que se duele de coste de vida y precios: un 68% de la gente teme más recesión.
Otros dos mitos a revisar: el viejo pacifismo alemán pasó a ser ya, apenas, un lavarse las manos ante la agresión y mantener el negocio ruso; y, la doctrinaria salud presupuestaria, ha derivado en no más que pusilanimidad en adoptar iniciativas radicales, amén de desconexión con los tiempos que corren.
Sobre el liderazgo: después del optimismo de la reunificación, Alemania dejó hace 15 años de tener una visión para Europa y se recentró en su ombligo saneado y sus negocios. Ni Scholz ni Merkel aportaron apenas a la UE y el eje franco-alemán corre el riesgo, pronto, de pasar a estudiarse como el gótico. Hoy China es el poder, el nuevo imperialismo de Putin es un hecho vital a las puertas de Alemania y el mundo es otro desde que Deutche Bank, Deutsche Telekom y Volkswagen campaban majestuosos bajo palio, de China a EEUU pasando por España.
Friedrich Merz
Friedrich Merz pretendería asumir un liderazgo activo en la UE, si bien chirría su contagio nacionalista de la AfD y su rupturismo del marco común, con restricciones fronterizas al movimiento, la inmigración y el asilo. En esto, sin embargo, tendrá a todo el bloque centroeuropeo con él.
Por cuanto al auge nacionalista -de derecha pero también de izquierda- y el desafecto con los partidos sistémicos, no puede olvidarse que Alemania ha asistido a un cambio generacional: si no hubo un 15M por las ayudas sociales, ello no evitó la instalación de un malestar interno y una desconexión demográfica. El gas ruso y el cómodo status quo, si ya sólo desganado, han seguido manteniendo una burbuja bajo la que bullía un descontento: Alemania no es ya la que fue, la Unión Europea tampoco y una nueva generación se rebela, incluso también contra un relato culposo por su pasado.
Pero, ¿qué puede hacer Merz con una Alemania rica pero blandengue, con un talento deprimido y un músculo adocenado? ¿Y con un nacionalismo, una preocupación migratoria y una extrema derecha, que no son los despistados de Vox sino que llevan 30 años de prácticas? ¿Y aún más con el inexorable expansionismo ruso en derredor?
El hecho es no sólo una Alemania hoy menos afluente, hoy, sino más desnortada. Una nueva política para Alemania sólo puede venir de una inyección en infraestructuras y liderazgo que le devuelva la autoestima política y la iniciativa emprendedora. Si de lo que le pasa a Alemania se duele toda Europa, de su recuperación en cambio toda una Unión Europea, en su momento más alicaído, se encuentra a la espera y con ansiedad.
La primera respuesta a la nueva era global, tras el terremoto estratégico de Trump y con un gigantismo chino cada vez más confiado, tal vez sólo podría venir de una nueva Alemania que saliese de las urnas de este 23 de febrero. O bien, como otras veces, no. Pero lo vertiginoso es que Europa, hoy por hoy, no cuenta con otra carta.