La primera descripción que un navegante hizo de las Galápagos no era muy halagüeña: “Diríase que había caído una lluvia de piedras”. Era el año 1535 y el obispo Tomás de Berlanga, desviado de su ruta entre Panamá y Perú, era el primer hombre conocido que ponía pie en tierra en estas islas que, hasta entonces, habían vivido ajenas al mundo.
Fue también el primero en notar que las tortugas, las iguanas y las aves demostraban una insensata indiferencia a la presencia humana. Nunca nadie, desde los tiempos de Adán en el Edén, había experimentado algo semejante en ningún rincón del mundo. Berlanga, a diferencia del primer hombre, no dio nombre a las islas y siguió su camino. Poco después, el capitán Rivadeneira, arribó a sus costas y las llamó Islas Encantadas, porque le pareció que flotaban sobre el mar, que aparecían y desaparecían en la bruma.
Evidentemente, las islas no se esfuman en la niebla, pero bien merecen el nombre. ¿Dónde, salvo en este archipiélago de 19 islas y un puñado de islotes, se pueden encontrar pingüinos sobre la línea del ecuador? ¿Dónde comparten territorio un oso marino y una iguana tropical, hermanando fauna antártica y tropical? ¿Dónde son los reptiles los animales dominantes? Sin embargo, nada atrae tanto como otra característica de todos ellos. En ningún otro lugar los animales salvajes demuestran tal confianza a los humanos.
Ni anfibios ni mamíferos
Las islas, a más de mil kilómetros del continente, surgieron de un cataclismo volcánico y se fueron poblando de especies animales y vegetales a lo largo de los siglos. Las condiciones en que llegaron, llevadas a la deriva, arrastradas por corrientes marinas o vientos, despistadas en sus trayectorias, hicieron que muy pocas sobrevivieran. Por eso están tan desequilibradas las especies respecto al continente sudamericano. No hay ranas ni, prácticamente, mamíferos –salvo los introducidos recientemente por el hombre– y comparativamente hay pocos insectos.
Todas las especies llegadas tuvieron que adaptarse a las condiciones particulares de las islas -y a veces de cada una en concreto-, generando formas particulares que no existen fuera del archipiélago. La mayor parte de las especies son endémicas, es decir, que no existen fuera de las Galápagos. Un laboratorio perfecto en el que Darwin leyó las claves de la evolución.
En las islas se mantiene un difícil equilibrio entre el hombre y la naturaleza. Algunas de ellas forman parte, íntegramente, del parque nacional, pero en otras hay zonas habitadas y cultivadas. La población de las islas, unas 27.000 personas, vive de la pesca y el turismo, generándose muchos problemas de conservación del patrimonio natural que mantiene su economía. La población principal, Puerto Ayora, es también el centro donde el visitante encuentra mayor oferta a la hora de elegir alojamiento y excursiones entre las islas.
Sin necesidad de teleobjetivos
Un recorrido de unos pocos días en las islas proporciona una cantidad de estímulos difícil de encontrar en otros lugares del mundo. Un paseo de un par de horas, sea en la isla que sea, permite observar una incesante serie de escenas de la vida animal salvaje, muchas de ellas reservadas para los estudiosos que dedican años a la observación de los animales en cualquier otro lugar privilegiado del planeta. No hacen falta esos teleobjetivos larguísimos que suelen llevar los fotógrafos de la naturaleza y los binoculares son casi inútiles. Esta sensación de observar sin trabas al mundo salvaje es la recompensa principal de un viaje al archipiélago.
Aunque estemos sobre la línea del ecuador, allí están los leones marinos, zambulléndose en la orilla o tomando el sol, con las madres amamantando a sus crías a medio metro del atónito visitante. El que uno pueda acercarse más de lo normal a estos animales permite observar perfectamente sus luchas por el territorio y el control de las hembras. El macho dominante parece gozar de buena vida en su territorio y acompañado de un harén, pero tiene que estar al quite y hacerse respetar por los machos jóvenes que amenazan su liderazgo del grupo. Aquí impera la fuerza bruta, el rugido bien dado, el hacerse respetar por los demás.
Presenciar estas escenas a pocos metros de distancia es un privilegio único. Y hay un salto cualitativo en la comprensión de la naturaleza, al ver en vivo lo que siempre se ha visto, únicamente, en los documentales de la televisión; igual que el niño que descubre que los pollos son unos animales que viven en el campo y no vienen del supermercado.