Puede que sea su entrañable carácter andino. O su bella arquitectura urdida de restos incaicos y sabiduría colonial. O el colorido trasiego de los indígenas vendiendo artesanías y té de hojas de coca. Puede que sea su rostro más tradicional con su larga lista de iglesias o sus renovados barrios donde late la escena más trendy. Puede que sea todo ello lo que ha impulsado que Quito emprenda su carrera para erigirse en una de las Siete Ciudades Maravillas del Mundo.
Bien es cierto que la Unesco, tiempo atrás, ya se había hecho eco de sus encantos al declararla, en 1978, la primera ciudad Patrimonio Cultural de la Humanidad, junto a la polaca Cracovia. Pero mucho ha cambiado la capital de Ecuador desde la concesión de tal título. Lejos ya del deterioro y las altas dosis de delincuencia, Quito es hoy mucho más que un bello enclave: una urbe segura, dinámica y repleta de proyección cultural.
Cerca del cielo
Desparramada por las faldas del Pichincha a más de 2.800 metros de altura (lo que la convierte en la segunda capital más alta, con permiso de La Paz) y rodeada de volcanes como el Antisana, Cotopaxi y Cayambe, es a este contorno andino al que se debe la magia que gasta la ciudad, ya bastante acostumbrada a los meneos telúricos, a los enfados de unas cumbres que de tanto en tanto vomitan cenizas. Por debajo de ellas se vierte un casco histórico deslumbrante, con la clásica estructura de un pueblo andaluz o extremeño o manchego. Es, de hecho, el más grande, el menos alterado y el mejor conservado de América Latina, algo que se aprecia desde el Panecillo, que ejerce de fantástico mirador.
Su centro neurálgico, la Plaza Grande, con la Catedral y el Palacio de Gobierno, es la sede del ajetreo de turistas y locales, de los mítines electorales, de las fiestas a ritmo de cumbia y pasillo… y también de las protestas cuando toca. De allí arranca la calle García Moreno, conocida como la de las Siete Cruces por la cantidad de iglesias que luce. Entre ellas, una destaca triunfante: la de la Compañía de Jesús, cumbre del barroco hispanoamericano, que tardó en construirse más de un siglo y para la que se emplearon más de siete toneladas de pan de oro.
Animada vida
Muy cerca, en la Plaza de San Francisco, descansa el monasterio del mismo nombre, levantado sobre las ruinas de un templo inca y conocido como El Escorial de los Andes. Y al lado, La Ronda, la más popular calle del centro, trufada de restaurantes, tiendas de artesanía y galerías de arte. Después, por los alrededores, en un sube y baja de callejuelas estrechas, se suceden las fachadas multicolores, las casonas tradicionales con sus balcones enrejados, los patios frescos y floridos que se adivinan tras las puertas…
Pero si lo que se busca es el Quito moderno, el de los rascacielos, las anchas avenidas y los centros comerciales, el que concentra la animada vida nocturna, habrá que acercarse a los barrios de las afueras. La Mariscal, con los bares y discotecas de la Plaza Foch y sus calles adyacentes; Guápulo, con sus tranquilos locales de música en vivo donde se da cita la bohemia; o Cumbayá, donde residen los pelucones, que es como se llama en Ecuador a la clase acomodada. Aquí hay arte por un tubo: numerosos talleres de pintores emergentes y la casa-museo de Oswaldo Guayasamín, el Picasso quiteño, icono indiscutible de la identidad americana.