Si quiere usted hacer una buena inversión, compre a un periodista a precio de mercado y véndalo por lo que dice que vale. Existen pocas profesiones más alejadas del suelo y más apartadas de la función que se les atribuye, que consiste más o menos en “buscar y contar la versión de los hechos que más se aproxima a la verdad” (Carl Bernstein). Mientras los editores celebran su supuesta influencia y las asociaciones de la prensa se empeñan en defender que “sin periodismo no hay democracia”, la realidad y los datos se empeñan en demostrar que esta actividad, tal y como se ha concebido hasta ahora, está herida de consideración y cada vez es más prescindible. En parte, porque la revolución digital ha dejado el negocio hecho unos zorros, pero también porque las empresas y sus trabajadores hace tiempo que optaron por hacerse el ‘harakiri’.
La patronal de editores de prensa (AMI) presentaba este jueves la nueva edición del Libro Blanco de la Información con un sorprendente optimismo. Su portavoz aseguraba que su resultado de explotación conjunto había mejorado, hasta situarse en los 60 millones de euros y que la caída de la difusión de periódicos se había ralentizado. Esa misma tarde, llegaba una información al diario Sport que aseguraba que la empresa estaba preparando 30 cartas de despido para reducir sus costes laborales y tratar de capear el temporal. Mientras, tanto, los trabajadores del diario ABC aceptaban un recorte salarial del 7% para los próximos 3 años y en Unidad Editorial, sus responsables transmitían a sus representantes sindicales que la facturación por publicidad es cada vez menor y no está la cosa, ni mucho menos, para tirar cohetes.
Unos minutos después, la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) presentaba su tradicional informe sobre la situación de la profesión periodística, elaborado a partir de más de 1.700 encuestas. De entre todos los datos, llamaba la atención el que reflejaba que 3 de cada 4 trabajadores de los medios consideran que la sociedad tiene una imagen negativa de la profesión.
El 52% de los encuestados atribuía este hecho al "amarillismo” y el sensacionalismo, el 42,4% a la falta de rigor o a la ausencia de calidad de la información; el 42,4% a los intereses económicos o políticos de los grupos editoriales y los empresarios; el 41,8% a la falta de independencia de los medios; y el 35,5% a la lamentable labor de los tertulianos de radios y televisiones.
Resulta lamentable la regresión que han realizado determinados editores al volver a conceder tanto espacio al amarillismo de víscera y bajo vientre para incrementar su número de usuarios únicos.
Basta echar un vistazo a la prensa escrita y a la digital para cerciorarse de que estas opiniones no están en absoluto enfrentadas con la realidad. Mientras los colegios de periodistas mantienen su batalla contra el intrusismo profesional, al considerar que nadie puede ejercer esta actividad con más tino que alguien que disponga de un título expedido por una de las -muchas- mediocres facultades españolas, los licenciados y graduados en ciencias de la información se dedican a escribir sobre chascarrillos de redes sociales, a replicar noticias que han tenido éxito en otros medios y a amarillear y tergiversar titulares para que atraigan a unos cuantos lectores más de lo habitual. La seriedad, comprometida por unos cuantos clics. Por un puñado de dólares.
La batalla por la audiencia es cada vez más dura y más absurda. La casquería, los sucesos y los cotilleos más sicalípticos ocupan las primeras posiciones dentro de las portadas de varios medios digitales, cuyos editores, desesperados por rentabilizar ‘la cosa’, han dejado a un lado cualquier escrúpulo profesional y se han echado al monte. Todo ello, para que en su ronda anual por los despachos del Ibex 35 puedan exhibir una cifra de audiencia lo más alta (e inflada) posible con la esperanza de obtener jugosos contratos publicitarios.
Mientras tanto, el usuario recibe decenas de informaciones intrascendentes y manipuladas por parte de cabeceras que se autodenominan como prestigiosas e influyentes. El editor de una de ellas decía hace unos meses que los ciudadanos habían emprendido el camino de vuelta hacia la prensa tradicional, al haberse dado cuenta de los efectos nocivos de las “noticias falsas”. Las que ayudaron a ganar a Donald Trump, según muchos. Pues bien, no hay día que en las ediciones digitales de sus periódicos no aparezcan noticias exageradas que buscan la audiencia a través de la alarma o la anécdota.
Resulta lamentable la regresión que han realizado determinados editores al volver a conceder tanto espacio al amarillismo de víscera y bajo vientre para incrementar su número de usuarios únicos. ¿Es así como piensan las empresas reivindicar su papel frente a las páginas dedicadas a difundir infamias? ¿O pretenden reivindicarse con ese tan habitual periodismo de investigación que se fundamenta en los dosieres empaquetados procedentes de las más malolientes cloacas del Estado? ¿O con las noticias negativas sobre empresas a las que se quieren amedrentar con premeditación y alevosía?. La patronal (AMI) puede ser optimista. La realidad dice más bien lo contrario.
Esconder la realidad debajo de la cama
No faltan a estas alturas del año los medios que envían mensajes grandilocuentes a sus lectores en los que ruegan que renueven su suscripción. En su contenido, suelen hablar de su apuesta por “el periodismo de calidad” y por la “libertad de expresión”. Estas palabras chocan con el último informe de la APM, que incide en que el 55,6% de los periodistas contratados ha recibido presiones por parte de los directores de los medios. El 50%, para cambiar la orientación de una noticia.
El 75,7% de los encuestados reconoce que cede ante la presión. De ese porcentaje, el 59,9% afirma que lo hace “por miedo a las represalias” y el 22,4% por entender que lo que ha escrito no le interesa a la empresa. Es decir, es contrario a su línea editorial. Ése es el concepto de libertad de expresión que maneja una buena parte de los editores de los medios de comunicación. Mi chiringuito, mis reglas, mi verdad.
El informe de la APM deja entrever que la crisis ha pasado como un huracán sobre estas empresas. Su salud es actualmente más débil que hace una década. También es menor su tolerancia a las presiones de sus acreedores y del poder político y empresarial; y peores las condiciones de sus trabajadores. Sólo el 24,8% de los periodistas con contrato considera que tiene un salario digno. El porcentaje desciende al 4,4% en el caso de los autónomos, que en muchos casos cobran a la pieza. Normalmente, resulta más fácil seducir o presionar a un periodista mal pagado. Porque pocas personas están dispuestas a jugarse el puesto o el tipo por cuatro perras. Máxime en un sector con tanto desempleo. Afuera hace mucho frío.
Llama la atención que Soraya Sáenz de Santamaría hable de la influencia de las fake news en la sociedad occidental cuando el poder político nunca ha permanecido en España neutral ante los medios. A nivel nacional, regional y local, las Administraciones han tratado tradicionalmente de influir en sus páginas, así como de apartar a los periodistas incómodos y de mantener con vida a empresas moribundas que han recibido obscenas cantidades de publicidad institucional. Con la crisis, estas dependencias se han acentuado. Ni el poder ha renunciado a su parte del pastel, ni los medios han hecho especiales esfuerzos por evitar ser conquistados por la propaganda política.
Dice Javier Moll –presidente de la patronal de la prensa- en su carta en la última edición del Libro Blanco de la información que “una gran nación es aquella en la que se leen buenos periódicos”. En vista de lo anteriormente expuesto, está claro que España no es precisamente la Arcadia.