Obtener el mapa completo de las conexiones neuronales, el conectoma humano, supone uno de los desafíos tecnológicos más grandes en la historia de la humanidad. Muy probablemente, el mayor reto científico para este siglo XXI. Habrá quien piense que es una exageración, pero no lo es: implicará el trabajo de generaciones de neurocientíficos y (ojalá me equivoque) no lo veré completado.
Conseguirlo exige el desarrollo de neurotecnologías para cartografiar las neuronas y sus conexiones funcionales. Pero esas neurotecnologías también podrían aplicarse con otros fines, algunos terapéuticos y otros que trasciendan el ámbito de la salud. Por eso, en paralelo al proyecto, se necesita un nuevo marco legal internacional de derechos humanos dirigidos específicamente a proteger el cerebro y su actividad.
No es una simple cartografía del cerebro
El plan para mapear el cerebro humano se puso en marcha hace diez años, algo más de un siglo después de que a Ramón y Cajal se le otorgara el Nobel (1906) por su revolucionaria teoría neuronal, que destacaba a las neuronas como células individuales y describía cómo fluye la información cerebral. No olvidemos que esta teoría constituye la base de la neurociencia moderna.
En poco más de un siglo hemos pasado de definir la neurona como la unidad estructural y funcional del sistema nervioso a estar inmersos en el mapeado dinámico del cerebro completo.
Fue la Administración de Barack Obama, en Estados Unidos, la que materializó en 2013 el proyecto para producir una nueva y revolucionaria imagen dinámica del cerebro, mapeando desde neuronas individuales hasta complejos circuitos neuronales. Lo llamaron BRAIN Initiative o BRAINI (siglas en inglés de Investigación del Cerebro a través del Avance de las Neurotecnologías Innovadoras). Y no pretende realizar un simple cartografiado estructural, sino también conocer su dinamismo funcional.
Uno de los ideólogos científicos de este ambicioso desafío ha sido Rafael Yuste, un neurocientífico español de gran reconocimiento internacional que lleva muchos años trabajando en Nueva York.
Yuste, que forma parte del comité asesor de BRAINI para el Instituto Nacional de Salud estadounidense (NIH), ha apoyado su internacionalización abriendo fondos NIH-BRAINI a cualquier investigador del mundo. De este modo ha dado ejemplo de cómo podría funcionar la financiación científica en un siglo XXI globalizado.
BRAINI tiene entre sus metas desarrollar neurotecnologías para lograr mapear el cerebro, pero también fomentar la aplicación terapéutica de esas neurotecnologías. Entre otras cosas, se espera que las técnicas desarrolladas en este esfuerzo tengan una aplicación claramente terapéutica en enfermedades como, por ejemplo, el alzhéimer, el párkinson o la depresión.
Es indudable que el desarrollo de la tecnología para cartografiar el cerebro supondrá el progreso de la neurociencia y la medicina, y por extensión de la humanidad. En las próximas décadas veremos dispositivos capaces de decodificar información de nuestro cerebro y de modificar, entre otras cosas, la memoria y los sentidos.
Aunque originalmente se desarrolle con una motivación terapéutica, podría acabar siendo aplicada en otros sentidos. De ahí la importancia de empezar a pensar en los límites éticos incluso antes de desarrollar completamente la tecnología.
Hablemos de neuroderechos
Es el momento de empezar a hablar de neuroderechos. Necesitamos desarrollar un nuevo marco legal internacional de derechos humanos dirigidos específicamente a proteger el cerebro y su actividad a medida que surgen nuevas neurotecnologías.
El concepto ha sido desarrollado por NeuroRights Foundation, fundada precisamente por Yuste, que trabaja por el impulso de un código ético para científicos implicados en neurotecnología. De partida propone el reconocimiento internacional de cinco neuroderechos básicos:
- Identidad personal: limitar neurotecnología que altere el sentido de uno mismo y evitar que la identidad personal se pierda por conexión a redes digitales externas.
- Libre albedrío (free will): preservar la capacidad de las personas para tomar decisiones libre y autónomamente, sin manipulación mediada por neurotecnologías.
- Privacidad mental: proteger el uso de datos obtenidos durante mediciones de la actividad cerebral sin consentimiento, prohibiendo su transacción comercial.
- Acceso igualitario: regular la aplicación de neurotecnologías para aumentar capacidades cerebrales, para que no estén al alcance de pocos y no generen desigualdades sociales.
- Protección contra sesgos: evitar que las personas sean influenciadas o discriminadas por cualquier factor mediado por neurotecnologías.
Empieza a ser urgente definirlos porque ya existen experimentos en los que se puede controlar la actividad cerebral de roedores hasta cierto nivel. Por ejemplo, mediante implantes cerebrales en ratas se consigue que el animal vea cosas que en realidad no están ahí. Según Yuste y muchos otros neurocientíficos, entre los que me encuentro, es solo cuestión de tiempo que se pueda hacer algo similar con los seres humanos.
El progreso de la neurociencia y las neurotecnologías no es, en sí mismo, causa de preocupación, más bien de celebración en su vertiente terapéutica. Es su uso, o mal uso, lo que debemos anticipar y prever.
El análisis de la información obtenida con el mapeo del cerebro, y el desarrollo de neurotécnicas, proporcionará gran capacidad terapéutica a problemas de salud tan importantes como el alzhéimer o la esquizofrenia, y eso es una buena noticia. Pero no hay que perder de vista que un uso no terapéutico de este desarrollo podría aplicarse con otros fines, hasta el punto de manejar la voluntad de las personas logrando que alguien haga algo sin desearlo. Y, por tanto, vulnerando derechos humanos básicos.
Por estas y otras razones, los neuroderechos no son ciencia ficción sino una necesidad real y actual en la que, sin alarmismos, deberíamos empezar a pensar seriamente para adelantarnos a lo que pueda venir.
C. Garau, Investigación en Neurociencias - Programa 'María Zambrano' - IUNICS (Institut Universitari d'Investigació en Ciències de la Salut) - IdISBa (Institut d'Investigació Sanitària Illes Balears), Universitat de les Illes Balears.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.