Opinión

Veinte años ya

Aquella mañana nos despertó el teléfono. Las ocho y media serían. Era Elvira, desde Santander, muy nerviosa: “Oye, ¿estáis bien? ¿estáis bien? ¿Seguro?”. Yo, que braceaba hacia la realidad desde las tranquilas profundidades del

  • Imagen del atentado del 11-M -

Aquella mañana nos despertó el teléfono. Las ocho y media serían. Era Elvira, desde Santander, muy nerviosa: “Oye, ¿estáis bien? ¿estáis bien? ¿Seguro?”. Yo, que braceaba hacia la realidad desde las tranquilas profundidades del sueño, contesté que sí, que estábamos bien, ¿por qué no íbamos a estarlo? Ahí Elvira, cada vez más nerviosa, resopló: “Luis, pon la tele, anda”.

Las imágenes eran muy confusas. Columnas de humo más o menos lejanas. Algo que parecía la estación de Atocha, muy cerca de casa. Vías de tren que yo no identificaba. Y algo extraño: gente que caminaba por la calle sin rumbo aparente, sin propósito, de aquí para allá, como si estuviesen dormidos aún mientras andaban. Como si paseasen sin saber hacia dónde. Pero los periodistas de las diferentes cadenas (todas emitían más o menos lo mismo) lo repetían: se había producido un atentado en la estación. Quizá más de uno. Bombas. Había muertos, no se sabía cuántos pero seguramente muchos.

El frío de aquel jueves de marzo. La luz blanquecina y sucia de una primavera que se antojaba aún lejana. Fue una corazonada: decidí ir al trabajo caminando. Gran Vía, Cibeles, Puerta de Alcalá, O’Donnell. Era imposible no darse cuenta de que la gente, la poca gente que había por la calle, andaba despacio y con el miedo pintado en la cara. Se miraban unos a otros, nos mirábamos todos como si no comprendiésemos, como si no creyésemos que aquello pudiese haber sido posible. Lo pensé: parecemos perrillos a los que han pegado demasiado.

Cuando llegué al edificio de la revista (las diez y media serían, quizá algo más) comprendí la extraña escasez del tráfico. Un centenar de personas, quizá dos, habían cortado la calle y estaban parados en la calzada, quietos, abrigados, sin decir una palabra, con la cara que ya he dicho: la que pones cuando te dan un bofetón y no sabes de dónde viene, ni quién te ha pegado, ni por qué. Alguien se puso a dar voces, no recuerdo qué decía. Pero sí tengo en la memoria la voz profunda, oscura, de uno que contestó: “Cállate, joder. Que ahí al lado han matado a más de cien personas”.

Un cambio perverso en la relación entre la realidad y la opinión, entre el poder y la mentira como arma decisiva en la sociedad y en la política

Fueron 192, y alrededor de 1.900 heridos. Las imágenes que vimos poco después, la de los trenes despanzurrados, la gente ensangrentada que trababa de huir, los muertos tirados por los andenes, eran tan espantosas como las de aquellas personas que caían interminablemente desde las ventanas de las Torres Gemelas, las de las matanzas en las plazas de los países musulmanes, las del terrible Viernes Sangriento de Belfast, en 1972, cuando los funcionarios municipales recogían en las calles vísceras humanas con una pala.

Aquel día cambiaron muchas cosas, y para siempre. Los muertos nunca fueron olvidados y cada año se les recuerda, pero eso entra dentro de lo lógico. Lo que ocurrió fue que se inició (o mejor dicho: se consolidó para siempre) un cambio perverso en la relación entre la realidad y la opinión, entre el poder y la mentira como arma decisiva en la sociedad y en la política. Los valores en los que siempre habíamos creído saltaron por los aires lo mismo que los trenes.

Aquel jueves, a media mañana, todos creíamos que había sido ETA. Nuestra indignación no tenía límites. A mí me llamó a la redacción Marta, la mujer de mi hermano Óscar, también muy nerviosa, y me lo dijo: “Que no. Que no ha sido ETA. Que han sido los del islam”. La puse verde, me reí, seguramente grité. Pero a esa hora, sobre la una de la tarde, el presidente de EEUU, Bush, ya había llamado al presidente Aznar para decirle que no había sido ETA, que habían sido los yihadistas. Los servicios de inteligencia españoles no tenían ninguna duda. Muchos periodistas, de todos los rincones ideológicos, tampoco. El Gobierno creía tener ganadas las elecciones generales que se iban a celebrar tres días después, el 14 de marzo. Y decidió, sencillamente, mentir. Ni más ni menos que mentir.

La verdad, en circunstancias de altísima tensión emocional como aquellas, es una materia que se mueve lenta pero inexorablemente. La duda empapó a la ciudadanía como una marea que no se puede detener. Al día siguiente, viernes 12 por la tarde, en la mayor manifestación que se ha producido jamás en España, con el Príncipe de Asturias a la cabeza de un gentío inconcebible, el grito resonaba por todas partes y batía contra la cara seria de Aznar: “¿Quién ha sido?” Porque no lo sabíamos. Porque sospechábamos que nos estaban engañando.

Nada más importante que el poder

¿Y por qué nos estaban engañando? Por una sola razón: para conservar el poder. Ahí está la clave de todo. Alguien, algún estratega que se creía mucho más inteligente que los ciudadanos y mucho más poderoso que la misma verdad, concluyó que, si el crimen lo había cometido ETA, la derecha ganaría las elecciones. Pero si había sito un atentado yihadista, perderían. Y ya estaba claro quién había sido y quién no. Es imposible saber qué enloquecido razonamiento llevó a ese disparate, a pensar que mentir produciría más réditos políticos que decir la verdad. Lo importante, sin embargo, es que el ansia por conservar el poder fue mucho más poderosa no ya que la verdad, sino que los propios crímenes, la propia tragedia. Eso fue lo que cambió, o se consolidó aquel día, para siempre: nada hay más importante que el poder. Nada en absoluto. Por el poder se hace lo que sea. No hay excepciones.

Aquel día quedó firmemente establecida otra máxima: lo que importa no es la verdad, sino lo que la gente cree que pasó. Da lo mismo que haya sido cierto o no, eso no importa. Lo que hay que hacer es convencer a los ciudadanos de que los hechos fueron los que uno cuenta y como los cuenta. Los hechos, los motivos y las circunstancias. ¿Y de qué depende ese convencimiento? En lo fundamental, y si me permiten ustedes el símil bélico, de la “potencia de fuego” informativa de cada uno de los contendientes. Del uso de los medios de comunicación al servicio de cada cual y, en los tiempos más relativamente recientes, de las redes sociales. Ahí está la clave.

Estamos ya cansados de leer y escuchar al actual Gobierno que la amnistía se impulsa para alcanzar la reconciliación y restaurar la convivencia. No es verdad. Se impulsa porque no queda más remedio si se quiere conservar el poder

Así ha seguido sucediendo desde entonces. A veces sale mal y a veces sale bien. Se ha repetido miles de veces que los atentados cambiaron el resultado de aquellas elecciones del 14 de marzo de 2004. No es cierto. Lo que cambió aquel resultado fue la mentira empecinada, absurda, contraproducente, de un gobierno que seguramente habría ganado si hubiese dicho la verdad, lo que pasó, lo que sabía que pasó.

Por lo mismo, y no es más que un ejemplo entre cientos: estamos ya cansados de leer y escuchar al actual Gobierno que la amnistía se impulsa para alcanzar la reconciliación y restaurar la convivencia. No es verdad. Se impulsa porque no queda más remedio si se quiere conservar el poder, que es la fuerza que lo mueve todo, el anillo de Sauron. Pero la excusa, la falsedad, se repite constantemente, todos los días. Es un fenómeno muy semejante, en su mecanismo (afortunadamente no en la tragedia) que el que se produjo entonces, hace veinte años ya. Si hay que mentir, se miente con una sonrisa perfectamente ensayada. Porque lo que cuenta no es la verdad sino el triunfo.

En buena parte de la prensa llamada “progresista”, se juega el puesto de trabajo quien disienta de la inaudita versión oficial inventada por el entorno de Pedro Sánchez, que afirma que la amnistía es constitucional

Periodistas hubo que mantuvieron aquella patraña de la autoría de ETA durante más de diez años, que se dice pronto. La prensa conservadora se dividió ferozmente entre quienes rechazaban la mentira (singularmente el diario Abc) y quienes pretendían mantenerla a todo trance, siempre creí que por razones psicológicas además de económicas. Ahora pasa lo mismo. En buena parte de la prensa llamada “progresista”, se juega el puesto de trabajo quien disienta de la inaudita versión oficial inventada por el entorno de Pedro Sánchez, que afirma que la amnistía es constitucional, que siempre lo fue (lo cual es el colmo) y que se propugna para “mantener la convivencia”. Hay que elegir: o ser honesto, o seguir trabajando donde estabas. Es una elección dificilísima.

España se recuperó de aquellos atentados imposibles de olvidar. Pero lo que sí cambió para siempre, o por lo menos hasta hoy, fue el terrible encono, la visceralidad de unos hacia otros, y la manipulación perversa y sistemática de la verdad

Siempre he pensado que esto no puede acabar bien. Cuando la verdad pasa a tener mucho menos valor que la ambición, todo está en peligro.

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