Una mañana del año 1979, el vicepresidente del Gobierno y ministro de Economía, Fernando Abril Martorell, citó en su despacho a Roberto Centeno, a la sazón consejero delegado del monopolio público CAMPSA. La llamada “segunda crisis del petróleo”, provocada por la revolución iraní y la guerra Irán-Irak, había puesto a España al borde del desabastecimiento de crudo, por lo que era urgente localizar los aprovisionamientos necesarios para resolver el problema. A través del entonces embajador español en Kuwait, Fernando Schwartz, Centeno viajó a Oriente Medio regresando con varios cargamentos de petróleo bajo el brazo. Al volver a su despacho, se topó con varias llamadas urgentes de Francisco Fernández Ordóñez, su responsable jerárquico como Ministro de Hacienda. “Fui al caserón de Alcalá convencido de que me llamaba para felicitarme y darme un buen bonus”. Se equivocaba. Al verle entrar, Pacordóñez levantó los brazos muy escandalizado:
-¿Pero qué has hecho, Roberto, que has hecho…? ¡Me has buscado la ruina! ¿Cómo se te ocurre ir a Kuwait a comprar petróleo?
-Hombre, Paco, ¿y adónde quieres que vaya, a comprárselo a los Ayatolás? –protestó un Centeno que no entendía qué estaba pasando.
-Pues no sabes la que has liado. Ha estado aquí Manolo Prado y no veas la que me ha montado; me ha dicho que en Oriente Medio solo opera él.
-Sí, pero este golfo nos carga una comisión de 5 dólares barril…
-¿Y eso a ti qué cojones te importa? ¿Acaso la pagas tú?
-Pues, hombre, sí, como consumidor claro que la pago yo, y creo que tú y yo estamos aquí para defender a los consumidores, no para enriquecer a un especulador. No tenemos por qué pagar comisión alguna.
-Eso no es así porque los precios al público no varían, tú sabes igual que yo que el coste lo absorbe la Renta de Petróleos.
-Eso es verdad, Paco, pero al final lo pagan los contribuyentes.
-Bueno, en todo caso ese es mi problema, no el tuyo, así que ni se te ocurra volver a Kuwait.
-Pero a ver, Paco, dime una cosa ¿quién narices es el tal Prado y Colón de Carvajal para abroncar al ministro de Hacienda?
-¿Tú no sabes a quién representa Prado?
-Pues no, ni idea.
-La verdad, querido Roberto, es que eres un pardillo, pero te lo reitero: ni se te ocurra volver a Kuwait a comprar petróleo.
Nada más abandonar Hacienda, Centeno fue directo a contar lo ocurrido al vicepresidente del Gobierno. Abril Martorell se mondaba de risa.
-¡Qué razón tiene Paco; tú sabrás mucho de petróleo pero en política eres un auténtico pardillo!
-Pero fuiste tú quien me envió a resolver un problema muy grave para este país, y tú eres el vicepresidente… ¿Qué es lo que tengo que hacer, entonces?
-Tu jefe es Paco, no yo, Roberto, así que haz lo que te dice tu jefe y no vuelvas por Oriente Medio –le ordenó sin dejar de reírse.
La compra de crudo era cosa de Manolo Prado y Colón de Carvajal, el “intendente” real, y las comisiones del petróleo eran cosa de Juan Carlos I, su amo y señor, y eran muy importantes, porque en un superpetrolero podían caber hasta 1,5 millones de barriles, y para atender el suministro español eran necesarios muchos cargamentos anuales. Una situación que llevó un día a Felipe González a exclamar, mientras hacía antesala en La Zarzuela en compañía de Sabino Fernández Campo: “Y dile a Manolo Prado que se conforme con el 2%, porque eso de cobrar el 20% de una vergüenza…”. Sometido a la tutela de Franco, el entonces príncipe pasó unos años muy duros lejos de su familia y de su padre, cuyos consejos le hubieran sido de gran ayuda. Años de penuria económica que están en la raíz de la obsesión del personaje con el dinero. Como Scarlett O´hara en “Lo que el viento se llevó”, Juan Carlos I también puso a Dios por testigo de que jamás volvería a pasar hambre. En “El negocio de la libertad”, 1998, Editorial Foca, se relata el crédito de 100 millones de dólares (unos 10.000 millones de pesetas de la época) que, a pagar en 10 años y sin intereses, le concedió Arabia Saudí. “Parecía claro que la familia real saudí estaba haciendo al Rey de España un regalo no inferior al principal de dicho crédito, puesto que, con los tipos de interés vigentes, bastaba colocar ese dinero en un banco para doblar, como poco, esa cifra al cabo de los años pactados”. O los 100 millones de dólares, siempre la misma cifra, que Prado reconoció en sede judicial haber recibido del grupo KIO, vía Javier de la Rosa, para atender “el pago de favores políticos realizados en pro de la liberación del emirato” tras la invasión de Kuwait por las tropas de Sadam Hussein.
Pinceladas del escándalo de corrupción real
Son apenas pinceladas del gran escándalo de corrupción en que acabó convertido el reinado de Juan Carlos I. Todo el mundo lo sabía. Desde luego, quienes tenían que saberlo. Todos los presidentes de la democracia. Todos consintieron. Las primeras denuncias deberían haber servido para rectificar conductas (“Menudas dos hostias le daba yo al Jesús Cacho ese si se me pusiera delante”, en “Adiós, Princesa”, David Rocasolano, Ediciones Akal, 2013). En absoluto. “En el fondo hasta les vino bien tu libro, porque siguieron haciendo lo mismo aunque cambiando las formas y los protagonistas”, asegura una fuente de Zarzuela. Lo comprobó el propio Centeno años después, cuando, como asesor de la petrolera Lukoil, el gigante ruso quiso adquirir el 20% de Repsol en manos de Sacyr. Año 2008. “Después de varias reuniones en Moscú, el asunto quedó decidido. Volví a Madrid, pasaron unos cuantos días y, como no obtenía respuesta, decidí llamarles. Me contestaron que la operación seguía adelante, pero que iban a prescindir de mis servicios porque el tema lo llevaba otra persona. ¿Quién era esa persona? Corinna zu Sayn-Wittgenstein. Juan Carlos I había llamado a Putin y le había dicho que ella era la intermediaria perfecta. Tiempo después, mis amigos de Lukoil me dijeron que la señora entraba en el despacho de Putin en el Kremlin sin pedir audiencia”.
En la madrugada del 14 de abril de 2012, Juan Carlos era operado en el Hospital USP San José de una fractura de su cadera derecha, consecuencia de la caída sufrida en la famosa cacería de elefantes de Botsuana. Juan Español, que se había acostado creyendo que su Jefe del Estado era un tipo honesto y virtuoso, se despertó aquella mañana para enterarse de que en realidad se trataba de un villano putañero que durante años había tenido alojada a la última de sus queridas, una falsa princesa alemana, en el propio recinto de la Zarzuela, a escasos metros de la legítima, la reina Sofía de Grecia. Cuatro días después, un Juan Carlos castigado por la edad y los excesos admitía la mayor de sus derrotas ante las cámaras de tve en los pasillos del hospital: “Lo siento mucho, me he equivocado. No volverá a ocurrir”. Pedía perdón por su escandalosa vida sexual, por esa familia abandonada y esos hijos mal casados dejados al albur de destino. No pidió perdón por las comisiones, el ansia de dinero, los negocios de intermediación que, junto a la más reciente de sus partners, la comisionista Corinna, su verdadera ocupación, le había llevado a cobrar una comisión millonaria por la construcción del AVE Medina-La Meca por parte de una UTE de empresas españolas, entre ella la OHL de Juan Miguel Villar-Mir, otro de los financiadores reales.
Todo Madrid, el Madrid de los ricos, estaba al tanto de la presencia de Corinna en La Angorrilla (El Pardo), las fiestas, las monterías, el helicóptero real… Todos sabían también, o lo sospechaban, cuál era la verdadera ocupación de la doña, desde luego no el amor. De que lo sepan todos los españoles se ha encargado un ex comisario de policía llamado José Manuel Villarejo Pérez, Pepe Villarejo, rey de las cloacas policiales, gracias al cual hace pocos días dos diarios digitales publicaron el contenido de unas grabaciones por él efectuadas, mayo de 2015, a Corinna en su apartamento de Londres, puro Belgravia, en presencia de Juan Villalonga (el hombre al que fácilmente podría destruir Fernando Abril-Martorell, actual capo de Indra y ex director financiero de Telefónica durante su presidencia). Ha tenido que ser un comisario encarcelado por graves delitos de corrupción quien sacara a relucir la corrupción real. Cuña de la misma madera. El gran edificio de la corrupción institucional al descubierto, en todo el esplendor de su desastrada miseria.
Hacía al menos dos años que en el Madrid periodístico se venía especulando con la existencia de esas cintas, y la determinación del citado de usarlas cual bala de plata para intentar ser exculpado, pedir lo imposible, del sumario abierto en el Juzgado Central de Instrucción nº 6, juez Diego de Egea, un jurista de acreditada independencia que difícilmente se dejará amilanar por el bronco ex comisario. Villarejo -en prisión preventiva desde noviembre, acusado de delitos de organización criminal, cohecho y blanqueo de capitales- pretende, ni más ni menos, que una especie de inhibición de la justicia en su caso, en realidad viene a reclamar el mismo grado de inviolabilidad que acompañó al Jefe del Estado en su condición de tal. Esa es la monstruosidad del envite. “Es el mejor policía de España”, dijo de él el patético Jorge Fernández Díaz, ex ministro del Interior de Rajoy.
Una compleja red de intereses
Aparentemente desarticulada la red de corrupción policial, la sociedad española no ha reflexionado sobre el riesgo que para la calidad de nuestra democracia supone la existencia de esas redes policiales capaces de operar en la sombra al margen de la ley y de cualquier control parlamentario; reflexionar sobre el cáncer que para las libertades individuales y colectivas suponen esos comisarios que han venido campando a sus anchas antes de colocarse (premio que Interior les suele otorgar cuando se jubilan) al frente de la Seguridad de las grandes empresas del Ibex. La de Villarejo era una compleja red de intereses que contaba con jueces amigos –esa corrupción judicial que existe en todos los países menos, oh casualidad, en el nuestro-, con otros comisarios y policías al servicio del capo, con un número de abogados en nómina dispuestos a poner querellas a diestro y siniestro, y con una serie de conocidos periodistas “de investigación” encargados de publicar el material que servía al grupo para mantener vivo el negocio de la extorsión. El resultado de semejante horror es el espectáculo al que asistimos estos días: un país a merced de las revelaciones de una lobista a un sujeto capaz de hacer tambalear las estructuras del Estado, dispuesto en su arrogancia de disparar por elevación contra el propio Felipe VI.
Y bien, ya está claro. Ya no se pueden seguir ocultando por más tiempo los desmanes del Emérito con el maldito parné. Juan Carlos ha acumulado una gran fortuna puesta a buen recaudo presumiblemente en Suiza (ojo con la cuenta “Soleado” manejada por Arturo Fasana, cerebro de la red Gürtel y asesor financiero también de Jordi Pujol, razón por la cual la familia del molt honorable sigue tranquilamente en su casa) y hurtada a la acción del fisco. Las acusaciones de la bella corrupia contra el Emérito están publicadas y huelga repetirlas. Y bien, ¿qué hacemos con el ciudadano Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón? ¿Debería, llegado el caso, sentarse en el banquillo para responder de sus ilícitos, si los hubiere, como ocurrió con su yerno Urdangarin? ¿Debería saldar sus cuentas con esa Hacienda que “somos todos”? Es evidente que si estuviéramos hablando de Pepe Pérez no albergaríamos duda de que, en circunstancias similares, el señor Pérez sería sometido a exhaustiva investigación por la Agencia Tributaria y, en su caso, por los tribunales. “La Justicia es igual para todos”, dijo el Monarca en clamorosa navideña ocasión. Sea. Hagámoslo realidad por muchos que sean los riesgos, por mucho que nos avergüence la situación. Es un problema de salud democrática. La prueba del nueve de la calidad de nuestro sistema democrático. Porque una democracia se hace fuerte cuando es capaz de solventar, conforme a Ley, situaciones tan embarazosas como la que nos ocupa.
El riesgo de lo dicho se llama Felipe VI, el hombre convertido en ancla, dique de contención, pared maestra que hoy sostiene la frágil arquitectura institucional. Porque está claro que el objetivo último del populismo neocomunista y del separatismo no es Juan Carlos I. El rey emérito es ya una figura amortizada. La verdadera caza mayor se llama Felipe VI, se llama institución monárquica. Se trata de acabar con el nuevo Rey en tanto en cuanto último –y quizá ahora mismo único, tras el desastre moral e institucional en que ha desembocado el Gobierno Rajoy- baluarte contra la ruptura de la unidad de España y el mantenimiento de la libertad y la igualdad entre españoles. ¿Será suficiente el corta fuegos que el general Sanz Roldán, director del CNI (durante décadas una simple guardia personal del Monarca encargada de opacar sus malas prácticas: los jenízaros de Juan Carlos I) zangolotino tendió levantar este miércoles con su intervención ante la Comisión de Secretos Oficiales del Congreso?
¿Tiene Villarejo soporte documental de lo que dice?
La entrada en liza de la Audiencia Nacional cambia notablemente la situación. Tras la difusión de las grabaciones efectuadas por el policía en Londres, el juez De Gea ha decidido abrir una pieza separada en la “operación Tándem”, denominada Carol (“¡Oh Carol! / Loco estoy por ti / más si me dejas / Que será de mí”) que, al margen del ex comisario, terminará afectando a peces tan gordos como el propio Emérito. El juez deberá dilucidar primero si las grabaciones son auténticas –todo lo que dice Corinna en ellas parece perfectamente “guionizado”-, para entrar después a valorar si lo que se dice es veraz y, de ser así, si constituye delito y si está o no prescrito (hasta su abdicación en junio de 2014, el monarca gozaba de inviolabilidad). De momento, el magistrado se vio el jueves las caras con un Villarejo que, arrogante como de costumbre, llegó dispuesto a vender la mercancía que expende desde hace tiempo: que su visita a Corinna Larsen en Londres fue una “misión de Estado”, versión radicalmente desmentida por Sanz Roldán en el Congreso.
Todo, o mucho, dependerá de la munición de que dispongan la doña y el sujeto para seguir disparando. El estado de ánimo de la alemana parece haber cambiado mucho respecto al que lucía cuando recibió al ex comisario y al zangolotino Villalonga en su guarida londinense. Consecuencia de la ruptura, y tras pretender quedarse con la pasta ingresada en sus cuentas (“santa Rita, Rita”), producto de los trabajos de intermediación de la pareja, la señora terminó aceptando un “acuerdo entre partes” que ha cerrado la brecha abierta entre los antiguos amantes, de modo que es poco probable que a día de hoy quiera meterse en libros de caballerías, ello sin olvidar que resultaría muy difícil demostrar que el dinero suizo es de Juan Carlos o del primo de Juan Carlos. Al final del camino, estaríamos ante el dilema de elegir entre la palabra de una pilingui y la de un golfo. En lo que a Villarejo respecta, la duda reside en saber si va de farol o tiene soporte documental de lo que dice vía cuentas bancarias u otros documentos que la doña pudiera haberle facilitado en su día, “en cuyo caso el Estado estaría en la peor de las manos”.
Y en medio del mayor vacío de poder, en el momento de mayor debilidad institucional registrado en este país desde la muerte de Franco, habrá que valorar la firmeza constitucional de un Pedro Sánchez que hasta ahora se ha mantenido de perfil (mientras se habla mal de la Corona, no se habla de mi Gobierno), un tipo con pocos escrúpulos a la hora de pactar lo que sea menester con tal de consolidarse en el poder, aunque, en honor a la verdad, hay que decir que el jueves se mostró rotundo al afirmar que “no vamos a aceptar ningún chantaje al Estado”. Con los separatistas decididos a arremeter contra el Rey, habrá que ver su determinación en defensa de la institución monárquica ante las arremetidas de unos socios que le han llevado a la Moncloa y que diariamente le sostienen en el Poder. La situación de este país es ahora mismo tan crítica que algunos parecen empeñados en desenterrar a Franco al tiempo que tratan de enterrar a Felipe VI.