La vigente Ley Orgánica del Poder Judicial, de 1985, excesivamente “judicialcéntrica”, coloca a los abogados junto con los fiscales y otros operadores jurisdiccionales como meros “cooperadores” de la Administración de Justicia, sin ni siquiera añadir a tal sustantivo el adjetivo de “necesarios”, pues sin fiscales y abogados no puede funcionar ningún orden jurisdiccional ni particularmente el penal. La discriminación afecta sobre todo a los abogados, pues los fiscales tienen su propio Estatuto Orgánico con rango de Ley, mientras que los abogados solo cuentan con unos Estatutos Generales con rango de Real Decreto en contraste con su regulación por Ley en otros países; además los fiscales tienen arraigo constitucional expreso -art. 124 de la Constitución-, del que carecen los abogados españoles y no los portugueses; por otra parte, los fiscales consiguen su título mediante unas oposiciones análogas a la de los jueces, mientras que los abogados no tenían hasta hace pocos años ningún filtro de calidad “postgrado” y en la actualidad tal filtro no limita el número ni garantiza la debida calidad, y finalmente como consecuencia de lo anterior, los abogados son “la cenicienta” de la Administración de Justicia, muy lejos de tener el mismo rango y prestigio que los jueces y fiscales, también en contraste con su situación en otros países europeos si se exceptúan Grecia e Italia.
Los abogados son la ‘cenicienta’ de la Administración de Justicia, muy lejos de tener el mismo rango y prestigio que jueces y fiscales"
Si se considera la situación desde el punto de vista cuantitativo, es evidente que en España faltan jueces y sobran abogados, pues tomando como referente Alemania, que sin duda es un buen ejemplo como país, política, social y económicamente desarrollado, particularmente en lo que al funcionamiento de la Justicia se refiere, la proporción de jueces por cada cien mil habitantes es de 24,7%, mientras que en España es del 11,2%, siendo la media europea del 21%. Y en cambio, en lo que a número de abogados atañe, España está en el grupo de cabeza, tras Luxemburgo, Grecia e Italia con un abogado cada 355 habitantes, mientras que en Alemania el número es uno cada 516, y es ya un tópico que en Madrid hay más abogados que en toda Francia. Por otra parte, el problema de cantidad lo es también de calidad, pues la todavía reciente vía de acceso a la abogacía (master y examen nacional) no sólo es insuficiente como “control de natalidad” sino también como control de calidad, pues aunque sea mejor que su contrario -la nada- están invertidos los factores, pues primero debería celebrarse el examen con un numerus clausus de plazas y, después, el master con abundantes prácticas, es decir, un sistema tipo MIR.
La superpoblación de abogados genera inevitablemente un exceso de litigiosidad derivada de una querulancia nacida de la necesidad de generar honorarios, no sólo para tener un buen nivel de vida sino incluso, y en no pocos casos, para sobrevivir. Sumando esta litigiosidad excesiva al escaso número de jueces, las dilaciones indebidas en los procedimientos judiciales están cantadas. A la escasez de jueces por habitantes se suma en España el hecho de que los jueces realizan actividades que no son las constitucionalmente determinadas para ellos, “juzgar y hacer ejecutar lo juzgado”, tales como regentar los registros civiles o monopolizar la actividad de instruir, actividad esta última inconstitucional por otro motivo, que es la imposibilidad de que el juez de instrucción sea imparcial, cuando su función de instruir le obliga a actuar también como fiscal, es decir, que tiene que ser juez y fiscal a la vez, exigencias incompatibles que le convierten en una figura esquizofrénica.
El gobierno ‘anarcosindicalista’ de los jueces
Pero la necesidad de dignificar la figura del abogado también se extiende al ámbito del Consejo General del Poder Judicial, en el que la composición por prescripción constitucional es de doce vocales jueces o magistrados frente a ocho a repartir entre abogados -de ordinario sólo hay uno-, fiscales -en el actual Consejo no hay ninguno-, procuradores y demás juristas de reconocida competencia. Pues bien, para que el Consejo no se convierta en un órgano gobernado prácticamente en exclusiva por los jueces, debería modificarse dicha distribución no atribuyéndose a jueces y magistrados más de diez vocalías, incrementando en cambio a dos o tres el número de abogados que son, en definitiva, los que mejor conocen el funcionamiento, no pocas veces el mal funcionamiento, de la Administración de Justicia. Y en fin, para que el Consejo supere su régimen de gobierno próximo al anarcosindicalismo, dada la relevancia de las asociaciones de jueces en el nombramiento de los vocales, además de buscar otro modo de elección habría que suprimir la prohibición de pertenecer a partidos políticos que pesa sobre jueces y fiscales (artículo 127 de la Constitución), en primer lugar porque tal prohibición no impide, como los hechos han demostrado, que haya jueces a los que se haya considerado vinculados con algún partido hasta el extremo de ser recusado por tal motivo, y en segundo término porque las asociaciones de jueces, al menos las principales, tienen parentesco ideológico con partidos políticos, y viene a ser un modo indirecto de vincularse a ésos los jueces y fiscales que se asocian a aquéllas.
Es preciso endurecer el procedimiento de obtención del título de abogado, establecer un régimen disciplinario con la reserva de ley bien cumplida y democratizar el Consejo General de la Abogacía Española"
En definitiva, que si se pretende mejorar la profesión de abogado y, de paso, la Administración de Justicia, tendría que modificarse la Constitución incluyendo a los abogados como pieza clave del Poder Judicial, modificando la proporción de jueces y magistrados e incrementar el de abogados en el Consejo y suprimiendo la prohibición de pertenencia a partidos políticos de jueces y fiscales. Y además, mediante una Ley orgánica reguladora del derecho de defensa o, al menos, una Ley ordinaria de la abogacía, endurecer el procedimiento de obtención del título de abogado, establecer un régimen disciplinario con la reserva de ley bien cumplida y democratizar el Consejo General de la Abogacía Española, manteniendo los ochenta y tres colegios pero otorgando a cada uno de sus decanos, en todas las decisiones del Pleno del Consejo, el voto ponderado que le corresponda en función del número de abogados inscritos en su Colegio.