Pocas veces una afirmación con tan poco contenido político ha tenido la trascendencia que ha acabado adquiriendo la respuesta del Rey a Ada Colau: “No puedo mediar entre quienes cumplen la ley y quienes no lo hacen. Yo estoy para defender la Constitución y el Estatut”. A diferencia del discurso del tres de octubre, cuyo contenido sí estaba pensado para que escucharan el conjunto de los españoles, esta vez las palabras de Felipe VI sí estaban libres de las sospechas de grandeza que se pueda conferir todo orador, pues las pronunció en una conversación privada, sin contemplar quizás que pudieran ser escudriñadas. A fin de cuentas, ¿quién iba a sospechar que se convertiría en noticia el compromiso del Jefe del Estado con el cumplimiento de la ley?
Lo formidable de las palabras del Rey es la obviedad que constituyen, y cómo eso basta para desmontar, unos cuantos meses después de su discurso, todas las acusaciones político-mediáticas que se hicieron del mismo reprochando al monarca no haber dejado lugar a las medias tintas ni ponerse a repartir culpas entre administraciones tras el desafío al orden constitucional en Cataluña del pasado otoño. Es precisamente la ausencia de mácula y de segundas intenciones en sus palabras lo que dota de solemnidad la declaración del monarca, que irrumpe en el debate público casi como descartando que en él puedan tener cabida las ambigüedades relacionadas con el asunto.
Lo formidable de las palabras del Rey es cómo una obviedad basta para desmontar todas las acusaciones político-mediáticas que recibió tras su discurso del 3-O
Colau había justificado su desplante al Rey arguyendo la supuesta alineación de su discurso con “las tesis más duras” (sic), en sintonía con lo que había venido expresando la marca nacional de Podemos -desde donde no se tardó en aplaudir la decisión de la alcaldesa de Barcelona de faltar a su papel institucional-, que a su vez había manifestado numerosas críticas por el cierre de filas del monarca con lo que ellos llaman el régimen del 78. Gracias a las palabras del Rey, cualquier observador ajeno al conflicto catalán durante los últimos meses quedaría estupefacto al comprobar que la supuesta regresión democrática que denuncia parte de la izquierda española tiene su razón de ser en la defensa del marco constitucional y no en el intento de voladura del mismo que perpetró el nacionalismo catalán.
Pero de todas las consignas con las que da al traste la nitidez del planteamiento de Felipe VI, si hay alguna que cabe destacar especialmente es la popular demanda de empatía, una suerte de fórmula mágica que se suele blandir desde posiciones terceristas y cuyo objetivo no es otro que evidenciar que la posición desde la que se realiza la petición es moralmente superior a la del resto. En el caso de Colau con el independentismo, está clarísima esa vocación: se escuda, y probablemente no mienta, en repetir que no comparte el fin último de los partidos separatistas mientras secunda todos los medios que estos impulsan para conseguirlo. La empatía se convierte, pues, en un bonito eufemismo para no reconocer que quizás, sus objetivos políticos no distan tanto como cree de los de Puigdemont y compañía.
De ello da cuenta la evidencia de que en los esquemas de Colau, como en los de Pablo Iglesias, ni siquiera tenga cabida la descabellada hipótesis de que muchos catalanes sintieron el 3 de octubre que el Rey les apelaba con sus palabras en un grado de comprensión y solidaridad que jamás mostró nadie en Podemos. En política es peligroso recurrir a los sentimientos; hacerlo de manera interesada y en una sola dirección es, además, sectario. Sobre todo porque la empatía es una cualidad humana e intentar plantearla como una virtud electoral es más propio de superhombres que de representantes públicos.
Colau repite que no comparte el fin último de los partidos separatistas, al tiempo que secunda todos los medios que estos impulsan para conseguir la ruptura
Con todo, poco servirán a Colau las palabras del Rey para que tome nota sobre lo inverosímiles que resultan sus pretensiones de asociar la defensa de la Constitución a la venganza y a la máxima expresión de los malos sentimientos. De todo ello la alcaldesa se dará cuenta más tarde, cuando sus cálculos electorales concluyan en señales de alarma. No está nada claro que los electores en disputa en las próximas elecciones municipales, que habrían de revalidarla en el cargo, aprueben mayoritariamente el desplante al Rey, menos todavía si el plantón responde a la voluntad de seguir a pies juntillas a los nacionalistas -o incluso superarlos- en sus agravios a la democracia española. Por lo pronto, en Cataluña los partidarios del Estado de las autonomías cuya acta de defunción tantas veces ha levantado Colau, no paran de crecer, según el CIS catalán. Será que la empatía, ay, es demasiado exquisita.