Opinión

Allons enfants: la Europa de Telémaco, diez años después

Los franceses están cansados, quieren el arrullo que calma a los niños, esas consignas como cantinelas, lo que tararean siempre los radicales de uno y otro signo

  • Emmanuel Macron y su esposa, Brigitte Macron -

Hace ahora justo diez años, en el arranque de legislatura del Parlamento Europeo en 2014 (la primera con un peso notable de antieuropeísmo rampante, aliñado con todas las guarniciones imaginables), el entonces primer ministro Matteo Renzi dio inicio a la presidencia de turno del Consejo de la UE con un vibrante discurso lleno de referencias literarias: "Somos la generación Telémaco", afirmó Renzi casi al final. "Ulises es el gran personaje que anima y emociona, pero nadie habla de Telémaco... y su tarea es aún más ardua: ser merecedor de la herencia”.

Aquella apelación a La Odisea me hizo pensar y escribir al respecto. Renzi, encarnación florentina de los pujantes nuevos políticos que rondaban los 40 años, se erigía de este modo en símbolo y protagonista de una nueva categoría cuasimitológica: la de los hijos cansados de esperar el regreso del padre, justificados así en su inapelable momentum de desalojo. La ausencia y la espera, la impaciencia del joven ansioso por tomar las riendas de su herencia demorada, harto de no ser tomado en serio por los pretendientes deseosos de ocupar el lugar de Ulises... teñían de cualidades míticas la razón del turno o relevo generacional. Yo me preguntaba entonces si esa razón era suficiente para una sustitución inapelable de una generación de Ulises (digamos los Juncker, o Schulz, o Barroso, o Van Rompuy… o Merkel, o Rajoy) por una generación de Telémacos (aquellos Renzi, o Tsipras, o Rivera, o Iglesias… o Cameron).

En ese contexto homérico, un treintañero y fulgurante Emmanuel Macron era nombrado ministro de Economía, Recuperación Productiva y Asuntos Digitales. Dos años después, lanzaba su movimiento político centrista En Marche! y dimitía como ministro para dedicarse al partido, y, luego de ser candidato en las presidenciales de 2017 y ganar a la que parecía imparable Marine Le Pen, se convirtió,, con 39 años, en el Jefe de Estado más joven de la historia francesa desde Napoleón Bonaparte.

Reelegido en 2022 tras volver a vencer a Le Pen, su mandato a lo largo de estos últimos siete años (“Años de perro”, que diría Marta García Aller) ha tenido mucho de particular Odisea: terrorismo salvaje, refugiados, crisis económica, estallido social, guerra de Ucrania, conflictos en África, gabinetes autodestructivos… hasta desembocar en una convocatoria adelantada de elecciones legislativas (a todas luces suicida) tras el desmoronamiento electoral en las europeas de junio.  Con los Juegos Olímpicos en puertas, el jovencísimo delfín de Le Pen haciendo sonar el cuerno de la victoria y un atropellado Nuevo Frente Popular de izquierda amalgamada a mayor gloria del septuagenario Mélènchon.

Los franceses son tan franceses que ni se molestan en disimular su decepción con Francia. La culpa siempre es de otros: de los impuestos, de la inflación, de la inmigración, de la huida de empresas…

Y es que, en esta última década, ha cristalizado en Francia un estado de ánimo que ha acabado por quebrar su legendario chauvinismo. Francia estaba abocada a la fragmentación, política y social. Nuestro país vecino está inmerso en un pesimismo que le pesa como una losa, con la desesperanza propia de un negro weltanschauung (o vision du monde) que se ve exacerbado por esa globalización mediática que refuerza la autocompasión y la indignación. Los franceses son tan franceses que ni se molestan en disimular su decepción con Francia. La culpa siempre es de otros: de los impuestos, de la inflación, de la inmigración, de la huida de empresas… Macron, con sus aciertos y errores, no ha conseguido frenar ese proceso, pero sí ha mantenido a Francia en la primera fila. ¿Cómo habría sido con Le Pen de presidenta desde 2017? Nunca lo sabremos. Pero lo cierto es que, cuando Macron anunció el adelanto electoral, una abrumadora mayoría de los franceses declaró sentir cansancio, cólera, tristeza y miedo. Y votaron el día 30. Y esos votos evidencian que no quieren libertad, quieren protección. No quieren que les hablen más como adultos, que los comprometan en un plan de prosperidad y liderazgo europeo: están cansados, quieren el arrullo que calma a los niños, esas consignas como cantinelas, lo que tararean siempre los radicales de uno y otro signo.

Y oigan: qué encarnizamiento el de la izquierda española con Macron. Cómo han pasado del (literal y metafóricamente) besuqueo al carroñerismo voraz sobre el héroe caído. A él le culpan de todo: de no haber detenido el ascenso de Le Pen (a pesar de haberla vencido por dos veces en las urnas cuando ya creía tener el camino expedito a la presidencia), de no haber arreglado los problemas de los partidos de izquierda y derecha desde el centro (como si esa fuera su función), hasta de acabar con la V República o los valores de la Revolución. Nada menos.

La poesía favorita de Macron

Entretanto, las velas se recogen, centenares de candidatos desaparecen para concentrar las opciones en la segunda vuelta. La cuenta atrás para la cohabitación imposible está en marcha.

Cuentan los cronistas galos que dos de los libros de cabecera de Emmanuel Macron son Una temporada en el infierno, de Rimbaud, y Las flores del mal, de Baudelaire, y que puede recitar de memoria sus poemas.

Pues bien, déjenme que les diga: yo apostaría a que La Odisea está en la cabecera de Brigitte. Y apostaría, como he apostado siempre, por la resistencia de Penélope. Por la claridad y la determinación de acometer cambios cotidianos, prácticos, sustanciales. Por ejercer esa ciudadanía adulta que es la única vía para mantener y refundar la herencia de nuestro común proyecto europeo.

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