El llamado consenso de la Transición alumbró un marco institucional perverso y disfuncional, marcado por la arbitrariedad y la corrupción. Un sistema que, carente de unas reglas del juego correctas y de los más elementales mecanismos de control que garantizasen el funcionamiento neutral de las instituciones, devino rápidamente en el latrocinio y el caciquismo. Dentro de este despropósito, el modelo territorial jamás desentonó. Se concibió como un modelo caótico, donde la descentralización carecía de límites y cualquier competencia era susceptible de ser transferida a la administración local de turno. Característica que sirvió como moneda de cambio a la hora de negociar pactos de gobierno entre las fuerzas políticas estatales y los partidos nacionalistas, lo que ha dado lugar a una descentralización tan extraordinaria que la nación española se ha diluido dentro de sus propias fronteras.
Las castas locales han tomado buena nota de la mera virtualidad de las instituciones españolas, de la ductilidad de la Ley y de la debilidad e inconsistencia temporal de los sucesivos gobiernos
Aunque ciertamente sea en Cataluña donde la usurpación territorial está en trance de consumarse, hace tiempo que otras regiones avanzan en la misma dirección. La lógica del sistema así lo propicia. Ocurre que las castas locales han tomado buena nota de la mera virtualidad de las instituciones españolas, de la ductilidad de la Ley y de la debilidad e inconsistencia temporal de los sucesivos gobiernos. En la Comunidad Valenciana, por ejemplo, el pancatalanismo lleva tiempo progresando sin impedimento alguno gracias a la desidia de nuestros gobernantes, a la partidización de las instituciones, a la consiguiente corrupción y a los dineros provenientes de la Generalitat de Cataluña, que trabaja para extender su ámbito de influencia con la mirada puesta en futuras anexiones territoriales.
Lo mismo sucede en otras regiones, en las que cada día que pasa la identidad española se vuelve más testimonial. Los organismos oficiales, administraciones e instituciones son estrictamente locales, sin rastro alguno de su vinculación con el Estado español. El discurso en numerosas universidades y otros estamentos culturales es de naturaleza claramente regionalista cuando no nacionalista. Se va relegando el castellano como idioma oficial y surge, instigado por las castas locales, un sentimiento de rechazo hacía la idea de España.
Para deshacer lo andado, una reforma territorial de corte federalista no sirve. Ésta sólo significaría un afloramiento del statu quo alcanzado por las castas locales y, muy posiblemente, no sólo no frenaría el proceso de disgregación sino que actuaría como incentivo. El mal va más allá del modelo territorial consagrado en la Constitución: está en la raíz misma de un modelo político, donde el control del Poder se limita a la celebración elecciones cada cuatro años, donde los partidos son estructuras cerradas que sirven a sus propios intereses, donde la ley electoral impide a los ciudadanos elegir de forma directa a sus representantes, donde la separación de poderes no existe, donde la Ley es papel mojado y la jurisdicción territorial mera entelequia.
Se hace necesario un proceso de refundación, una catarsis, que arranque desde la misma base constitucional y defina un nuevo sistema institucional neutral
La solución pasa por la voluntad política de revertir, mediante una serie de profundas reformas en cascada, un marco político perverso donde casi nada funciona correctamente. Se hace necesario un proceso de refundación, una catarsis, que arranque desde la misma base constitucional y defina un nuevo sistema institucional neutral e impersonal dotado de los imprescindibles controles y contrapesos. Un proceso reformista que cambie las expectativas de las personas trasladando la convicción al conjunto de la sociedad de que el cambio es verdadero, rompiendo así la perversa inercia. Se trataría, en definitiva, de la instauración de una democracia completa, con las imprescindibles salvaguardas, que garantice la libertad, la prosperidad y la unidad territorial y, sobre todo, devuelva a los españoles –y no a los territorios– las competencias que siempre debieron pertenecerles. Difícil, muy difícil, sí. Pero en absoluto imposible. Pese a toda apariencia, pese a toda degradación real o imaginaria, la España real sigue estando ahí, bastante más entera de lo que sus numerosos enemigos piensan.