Juan Vicente Herrera, 57 años, burgalés, ya va por su cuarta legislatura al frente de la Junta. Como la vieja Castilla, es de carácter moderado, austero, prudente y silente. Demasiado silente, dicen los propios. Herrera huye de los conflictos, de los enfrentamientos. No levanta la voz y pasa tan inadvertido que parece transparente.
En la Moncloa se le escucha, porque conoce a Mariano Rajoy de toda la vida y porque no suele crear problemas. Castilla y León, la comunidad más extensa de España y con más bienes culturales del mundo, apenas existe en el mundo político español.
Tiene menos parados que Cataluña y más que Madrid. Excelentes profesores, según señalan los informes Pisa y una universidad universal en Salamanca. Novena comunidad en la escala del PIB, por debajo de la media, los castellanoleoneses se consideran desde siempre olvidados por el poder central.
No crea polémica. No da que hablar. De ahí el impacto de la batalla de Gamonal. Herrera tampoco hace ruido. Por eso sorprendió que recurriría el copago sanitario de la ministra Mato. Un gesto inusual, una iniciativa casi heróica que llamó poderosamente la atención en el partido. Y entre sus pares. Herrera es el "anti-Monago". También se ha mostrado públicamente crítico con la reforma de la ley del aborto del ministro Gallardón, pero sin enormes aspavientos.
Ha dicho Herrera (le agrada que le digan "presidente Herrera", según confesión de uno de sus periodistas de corte) que no quiere repetir, que quiere dejar la política. Nadie se lo cree. Y Génova reza porque no lo haga. La alcaldesa de Zamora, Rosa Valdeón, política de fuste, aparece como probable sucesora. En una región que tuvo a todo un Aznar como presidente, Herrera aparece como un dirigente anodino, tibio y aséptico. Cuando abandone el palacio presidencial, en el antiguo colegio de la Asunción, pasará posiblemente a ser "el hombre que nunca estuvo allí".