El Gobierno en funciones de la Generalitat de Cataluña anunció anoche su voluntad de incumplir el fallo del Tribunal Constitucional que, unas horas antes, había suspendido la declaración secesionista aprobada por el Parlamento catalán el pasado lunes. El choque de trenes perseguido por los partidarios de la secesión se ha hecho realidad. Llega la hora de la verdad. La hora de atarse los machos. ¿Qué va a hacer la sociedad catalana enfrentada a esta sinrazón? La postura que adopte la maquinaria de la administración autonómica resultará clave. La participación en un proceso insurreccional nunca está exenta de peligros, ya que en caso contrario el envite quedaría reducido a un mero divertimento. Puede que muchos políticos catalanes tengan todavía la sensación de que se trata de un juego, acostumbrados durante décadas a vivir en ese mundo de Alicia y Peter Pan, donde la violación de la ley no comportaba consecuencia alguna. El reto, sin embargo, es ahora definitivo. ¿Obedecerán los cuadros de la administración autonómica las inconstitucionales órdenes de sus dirigentes políticos o, por el contrario, seguirán acatando la ley española? En este serio dilema van a encontrarse pronto altos funcionarios, incluidos los mandos de la policía autonómica y municipal. Es probable estos servidores públicos, que no son políticos ni demagogos, ni ansían pasar a la posteridad como héroes, consideren que ciertas decisiones podrían salir caras. A nadie le entusiasma la perspectiva de ser expedientado, juzgado y perder su puesto de trabajo.
El éxito de un proceso de sedición depende del número de sujetos que se sume a él. En todos los colectivos hay minorías que mantienen un criterio firme, una línea clara de actuación, en este caso exaltados secesionistas, siempre dispuestos a permanecer tras la barricada a cualquier precio y, también, acérrimos partidarios del orden constitucional, que se negarán en rotundo a participar. Pero la inmensa mayoría suele decantarse hacia un lado u otro dependiendo de los costes y beneficios esperados de sus acciones. Y de las expectativas de éxito que otorguen a la insurrección. Curiosamente, para establecer estas expectativas, la gente tiende a tomar como información relevante... lo que espera que hagan los demás. Si perciben que muchos se suman a la sublevación, también se adherirán. Pero se retraerán si no observan gran participación. Por eso existe un punto crítico, o masa crítica, a partir de la cual la sedición tiende a crecer hasta alcanzar la inmensa mayoría. Y por debajo tiende a decaer, a resultar irrelevante.
No hay que ser Napoleón para saber que, en última instancia, la esencia del poder del Estado se encuentra en la punta de las bayonetas
La mayoría apuesta al caballo ganador
Las teorías de punto crítico, o masa crítica, consideran que, a pesar de existir minorías que toman sus decisiones con independencia de los demás, la mayoría es cobarde, insegura, temerosa de las consecuencias. En el presente caso, su objetivo es preservar el puesto en la administración. Por ello, el grueso de individuos seguirá a la masa, hará lo que observe en los demás. Intentará apostar a caballo ganador. A mayor seguimiento de las órdenes de los insurrectos, el sujeto percibirá más cercano el éxito de la sedición y más lejanas las consecuencias negativas de colaborar con ella. Si la participación en la sublevación es menor que la esperada, la colaboración disminuye. Y viceversa. Así, alcanzada una masa crítica que desobedece al Constitucional, la rebelión crece hasta alcanzar un ímpetu considerable. Y si no se llega al punto crítico... la insurrección se disuelve en agua de borrajas. Es el principio de la profecía auto-cumplida: la postura percibida como mayoritaria, acaba siéndolo de forma aplastante.
Este enfoque explicaría el éxito o fracaso de gran parte de los golpes de Estado, rebeliones, pronunciamientos etc. Hay una parte sustancial que toma su decisión en función de lo que hagan otros. Pero lo interesante de estos fenómenos es que los líderes de las partes enfrentadas pueden alterar ese punto crítico, el porcentaje de seguimiento mínimo para que un motín triunfe o fracase. El gobierno puede desalentar la rebelión a) manifestando de forma creíble que está dispuesto a utilizar todos los medios para ganar el pulso y b) dejando claros los costes y perjuicios para quien secunde o colabore con la sedición. En estos procesos interactivos, la parte que se auto-limita, que da muestras de debilidad... no hace más que incrementar sus probabilidades de fracaso.
Companys contra Batet
El 6 de Octubre de 1934, el presidente de la Generalitat, LLuís Companys, proclamó el Estado Catalán en Barcelona, confiando en que sus fuerzas de seguridad, reforzadas por voluntarios civiles, prevalecerían en la refriega. Pero la insurrección fue dominada fácilmente en unas horas, con pocos soldados y no muchos tiros, por el general Domingo Batet. Radicales independentistas, y una pequeña parte de las fuerzas de seguridad, se enfrentaron al ejército. Pero la mayor parte de la oficialidad de los mozos de escuadra, dependientes de la Generalitat, desobedecieron las órdenes de sus jefes políticos y desaparecieron con disimulo, desentendiéndose de las escaramuzas. En aquellos tiempos, la perspectiva de comparecer ante un consejo de guerra no era plato de buen gusto. Los insurrectos no consiguieron ni de lejos la masa crítica, simplemente porque pocos daban un duro por su victoria. Sólo los exaltados tomaron parte en la revuelta.
Los dirigentes del gobierno legítimo de la República dieron muestras de firmeza, manifestaron que estaban dispuestos a utilizar todos los medios para aplastar la rebelión. Si el primer ministro, Alejandro Lerroux, hubiera mostrado debilidad, anunciado que descartaba utilizar el ejército, o que estaba dispuesto a negociar cualquier extremo con los insurrectos, probablemente la situación se habría agravado considerablemente.
Sobre Rajoy pesa la costumbre de décadas de tolerancia, de hacer la vista gorda ante la flagrante violación de la ley
En el episodio de 2015, una de las partes, los secesionistas, han declarado ya su disposición a llegar hasta el final a cualquier precio. Ya veremos si es verdad o un farol. Con frecuencia, quien más berrea y vocifera suele ser el que menos redaños tiene. Pero si el gobierno muestra debilidad, pone límite en las acciones a tomar, renuncia públicamente a alguna opción disponible, esté o no dispuesto a llevarla a cabo, acabará dando alas al enemigo. Sobre Rajoy pesa el lastre de las amenazas no cumplidas, como la advertencia de que el referéndum no se celebraría. O su declaración descartando suspender la autonomía. Arrastra también la costumbre de décadas de tolerancia, de hacer la vista gorda ante la flagrante violación de la ley. En estas pugnas es mucho más peligroso mostrar debilidad que ser débil. Y, sobre todo, es nefasto estar menos pendiente del enemigo que de comprobar si se encuentran a cubierto las propias vergüenzas.
No hay que ser Napoleón para saber que, en última instancia, la esencia del poder del Estado se encuentra en la punta de las bayonetas. Por suerte, en los tiempos presentes, no es necesario comprobarlo. Basta con la generalizada convicción de que, ante acontecimientos especialmente graves, ninguna opción queda descartada. Ni siquiera la que más aterroriza a los potenciales sediciosos de hoy en día: perder definitivamente las subvenciones o su puesto en la administración.