Análisis

Por qué los partidos son el problema

Conculcada la separación de poderes, eliminados los controles y contrapesos, neutralizada la selección meritocrática y sometida la prensa, el sistema se desliza hacia un despotismo cada vez menos disimulado.

Fue el 11 de diciembre de 2011, tan sólo 21 días después de aquellas elecciones generales, cuando, con la mayoría absoluta en el bolsillo, Rajoy decidió anunciar a bombo y platillo sus primeros nombramientos: nada menos que los presidentes de Congreso y Senado, unas cámaras que todavía no se habían constituido. Nadie reparó, sin embargo, que estos nombramientos no le correspondían en derecho pues es el Parlamento, donde, dicen, reside la soberanía popular, el que una vez constituido debe elegir su presidente. Sin embargo, con este acto en la sede del Partido Popular, Rajoy puso de manifiesto que, aunque formalmente fuera así, en la realidad no son diputados y senadores quienes eligen estos cargos.

De hecho, Mariano proveyó sus dos primeras gracias y abrió la espita del reparto de cargos, con gran alborozo de los presentes. Con ese acto de cesarismo se pasaba por el arco de su triunfo no ya el más elemental respeto al sistema parlamentario, algo que ya habían hecho de forma rutinaria sus antecesores: también la necesidad de guardar las formas. Con todo, lo más grave fue que ninguno de los informadores percibiera aquello como incorrecto: si realmente son los jefes de los partidos, y no los órganos del Estado, quienes nombran los cargos, ¿qué necesidad había de disimular?

En España quien dirige el partido gobernante controla todo lo demás: Congreso, Senado, Fiscalía, altos tribunales o entes reguladores

Pero Mariano no es el único villano de este drama sino uno de sus múltiples actores. Dar aquella coz al modelo político no fue un capricho personal, tampoco un acto consciente y calculado. Rajoy lo hizo sencillamente porque era la costumbre. Y, tras él, otros continuarán esta triste tradición... si lo consentimos. Porque en España quien dirige el partido gobernante controla todo lo demás: Congreso, Senado, Fiscalía, altos tribunales o entes reguladores. Es decir, ostenta un poder casi absoluto. Y estaba escrito que algún día incluso las formas se perderían: se prescindiría de ese inútil decorado de cartón que apenas oculta la desnudez del sistema.

Pero el enorme poder de las cúpulas de los partidos no termina en los organismos oficiales: alcanza a comunicadores, periodistas, medios de información y un sinfín de colaboradores y articulistas. Su influencia puede ser tan abrumadora que ni siquiera necesitan dar instrucciones explícitas para que determinados asuntos sean tratados de forma interesada o, en no pocas ocasiones, ignorados a conveniencia. ¿De dónde proviene tan ilimitado poder?

No existen las leyes, sólo el Poder

El poder de la dirección de un partido, especialmente si éste ostenta el gobierno, es muy superior al que recogen las leyes: su potestad real supera con creces la formal. Es decir, en España, existen mecanismos con preponderancia sobre la legislación. Son reglas no escritas, costumbres, acuerdos entre grupos poderosos que sustituyen la letra o el espíritu de las leyes. Este desmedido poder proviene de dos elementos fundamentales: el sistema de elección por listas y la propia dinámica interna de los partidos.

Si una camarilla domina la voluntad de los diputados, también controlará los demás órganos del Estado que son elegidos por el Parlamento

La elección por listas no sólo vulnera el principio de representación, pues tal representación no corresponde al ciudadano sino al partido, también otorga un poder omnímodo a quien las elabora. Así, cada diputado no debe su escaño a los votantes sino al jefe de su partido. Sin embargo, la verdadera democracia se basa en la potestad de los ciudadanos para asignar los cargos y para retirar la confianza cuando consideran que la gestión no es satisfactoria. Es imprescindible, por tanto, el escrutinio individual de cada candidato y una relación lo más cercana posible entre representante y representado. Si una camarilla domina la voluntad de los diputados, también controlará los demás órganos del Estado que son elegidos por el Parlamento.

En los casos que requieren mayorías cualificadas, los partidos se reparten los cargos a elegir, un prorrateo de áreas de influencia entre facciones que los italianos bautizaron como lottizzazione, tal y como sucede con el Tribunal Constitucional o el CGPJ. La lottizzazione se intensifica cuando un partido no dispone de mayoría absoluta y debe ceder otras parcelas de influencia a quien le permite completar la mayoría. Los órganos fundamentales pierden su independencia y neutralidad, su sustancia, se convierten en correas de transmisión de la voluntad de un par de jefes, conculcándose la separación de poderes.

También es crucial la perversa selección de los dirigentes. Ante la imposibilidad de voto a candidatos individuales, son los jefes o sus cargos de confianza quienes seleccionan a los potenciales representantes; y lo hacen con criterios muy poco convenientes. No es la valía, la capacidad de trabajo o la honradez sino la inclinación a la trampa, la falta de escrúpulos o la aparente lealtad al líder lo que marca el camino hacia el éxito dentro de las formaciones. Así, los partidos se han convertido en agencias de colocación, reparto de prebendas y asignación de puestos relevantes. Y, para financiarse con holgura suficiente, introdujeron un esquema de corrupción organizada que requiere la complicidad de muchas personas, unidas por un pacto de silencio. Ello implica también proteger a quien ha quedado al descubierto, apelar hipócritamente a la presunción de inocencia. Y compensar generosamente al que cae en desgracia, como por ejemplo, el intento de llevar a José Manuel Soria al Banco Mundial. O, en su defecto, aplicar un castigo despiadado al que se va de la lengua, a quien se atreve a airear las miserias del sistema. Así se explica por qué algunos, Luis Bárcenas o Mario Conde, acaban en la cárcel mientras que otros, Jordi Pujol o Rodrigo Rato, continúan en la calle.

Las cúpulas de los partidos están constituidas mayoritariamente por personas procedentes de la función pública, fenómeno que introduce notables sesgos e intereses corporativos en la acción legislativa 

El Estado de partidos: burócratas por políticos

Además, las cúpulas de los partidos están constituidas mayoritariamente por personas procedentes de la función pública, fenómeno que introduce notables sesgos e intereses corporativos en la acción legislativa. El sistema no favorece la participación de emprendedores o trabajadores cualificados del sector privado, cuya visión no puede ser sustituida por funcionarios de carrera, académicos o leguleyos, pues carecen de experiencia necesaria sobre el terreno. Esta anomalía explica, entre otras cosas, la obsesión de todos los partidos actuales por aumentar la recaudación tributaria y no por reducir el gasto superfluo. Un buen ejemplo es Ciudadanos, partido nuevo pero ya empeñado en incrementar los medios y el número de inspectores de la Agencia Tributaria. ¿No sería mucho mejor simplificar al máximo una legislación fiscal llena de excepciones, extraordinariamente prolija, enrevesada y críptica? Así, un solo inspector podría resolver el doble o el triple de expedientes en la mitad de tiempo, incrementando sensiblemente su productividad y eficiencia. Y se verían muy reducidos los disparatados costes que conlleva tributar correctamente en España.  

Obviamente, una legislación mucho más simple y unos procedimientos más sencillos, llevarían a la conclusión de que no es necesario aumentar la burocracia... sino reducirla. Ello vale para la Agencia Tributaria y para muchos otros organismos, especialmente autonómicos, cuya existencia se ampara en la complejidad legislativa. Pero la perspectiva de reducir el tamaño de la Administración y, por consiguiente, el número de puestos, no parece ilusionar a los burócratas metidos a políticos.

Efecto contagio           

El sistema cerrado de los partidos, las lealtades a grupos cohesionados por una especie de ley de hierro, constituye una dinámica que se contagia al resto de la sociedad. Es frecuente en España preguntar a qué bando pertenece cada cual, causando disgusto e incredulidad los personajes que no se alistan en ninguno, que actúan libremente, sin ataduras. Cuando el mérito y el esfuerzo no se valoran en demasía, la adhesión al grupo constituye la vía más directa hacia el privilegio, la manera más eficaz de obtener una porción adicional de tarta. Por el contrario, no hay camino más seguro hacia la irrelevancia que la independencia de criterio.

Otro tanto ha ocurrido con los medios de comunicación. La dificultad de desarrollar modelos de negocio con los que poder vivir de los lectores dio lugar a una prensa dependiente del poder, de las subvenciones y la publicidad institucional. Y el mercado de publicidad privada quedó a merced de un puñado de grandes empresas cuyo negocio depende de decisiones gubernamentales. De esta forma, los políticos idearon una vía indirecta para influir sobre la información. El poder y la prensa fueron tejiendo una red de connivencia, basada en el intercambio de favores, la corrupción, la utilización de la información como moneda de cambio para obtener ventajas, subvenciones e, incluso, sobres en mano. Un arreglo por el que algunos periodistas cobrarían más por callar que por escribir. Y en el que muchos políticos filtran información privilegiada a sus periodistas a cambio de exquisito trato mediático, al tiempo que niegan el pan y la sal a los que no acatan las reglas.

Favor a favor, confidencia a confidencia, la información se convirtió, no en un servicio abierto a los ciudadanos, sino en un recurso de uso privativo

Favor a favor, confidencia a confidencia, la información se convirtió, no en un servicio abierto a los ciudadanos, sino en un recurso de uso privativo. Algo muy grave porque la información rigurosa constituye un elemento crucial para el buen funcionamiento del sistema democrático (la democracia no puede sobrevivir cuando la verdad queda por debajo de un nivel mínimo). Y no sólo porque fiscalizar la acción política sea indispensable, sino porque cada elector necesita, para votar con plena conciencia, conocer en profundidad el comportamiento de los dirigentes y las consecuencias de sus decisiones. Y esto, hoy por hoy, no se encuentra disponible en España; muy al contrario, la frontera entre información, entretenimiento y propaganda ha desaparecido por completo.

Conculcada la separación de poderes, eliminados los controles y contrapesos, neutralizada la selección meritocrática de los gobernantes y sometida la prensa, los principios de la democracia se desdibujan, y el sistema se desliza hacia un despotismo cada vez menos disimulado. El excesivo poder de las cúpulas partidarias es una anomalía que debe ser corregida urgentemente implantando algún sistema que otorgue al votante decisión inmediata y control directo sobre su representante, como la elección por pequeños distritos uninominales. Pero ello conduce a una paradoja: la enmienda tiene que ser aplicada por unos partidos que antes que nada deben… enmendarse a sí mismos. Y por ahora no se aprecia tal propósito en ninguno, ni en los viejos ni en los nuevos. Muy al contrario, todos parecen encantados con un sistema que puede otorgarles, llegado el momento, un poder casi absoluto… aunque sea compartido con otros partidos.

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