Entrevistada por Herrera en Onda Cero a primeros de junio de 2007, Teresa Arellano, la fiel secretaria de Rodrigo Rato ahora imputada en el caso, veintitantos años a la sombra de este aristócrata del PP devenido en serio candidato a Soto del Real, afirmó tajante que “Rodrigo vuelve a la empresa privada”. Ella sí que sabe. Ella sabía que lo de Rodrigo no era el poder, sino el dinero. O el poder como ganzúa para atiborrase de dinero. La avaricia convertida en pasión. Por aquel entonces don Rodrigo volvía de Washington con el rabo entre las piernas, después de haber dirigido el FMI durante poco más de tres años. Su llegada al Fondo fue presentada casi como una gesta, la victoria de una España que, con la ayuda del Gobierno Zapatero, había conseguido colocar en podio tan prominente a uno de sus más ilustres políticos, teórico responsable, además, del llamado “milagro económico” de los Gobiernos de José María Aznar.
Su suerte se había torcido en septiembre de 2003, cuando el dedazo de Aznar apuntó en dirección al irónico, apocado Rajoy, dejando en la cuneta al inteligente, brillante, soberbio hasta decir basta, ministro de Economía. Al margen de desencuentros como el de la crisis de Iraq, el asturiano había sido descartado por culpa de unos informes que sobre la mesa de trabajo del presidente habían ido poniendo los fontaneros de Moncloa, al mando del jefe de gabinete Carlos Aragonés, y ello a propósito de la grave crisis que afectaba al Grupo de Empresas Rato que gestionaba su hermano Moncho Rato, y de las ayudas aportadas por el poderoso lobby de amigos del ministro –desde Villalonga a Pizarro, pasando por Alierta y González, sin olvidar el inevitable Botín- para sacar al grupo de la quiebra fraudulenta, porque de eso se trataba, de una quiebra fraudulenta. Todos habían sido elevados al estrellato de la gran empresa por el propio Rato tras el proceso de venta de los monopolios públicos privatizados durante la primera legislatura Aznar. Todos fueron llamados a arrimar el hombro, y todos respondieron. Lo contaba con fruición Juan Villalonga, presidente de Telefónica, cuando, sobrado de buen yantar, el mejor vino le aligeraba la lengua hasta lo indecible.
El asturiano había sido descartado por culpa de unos informes que sobre la mesa de trabajo del presidente habían ido poniendo los fontaneros de Aznar en Moncloa
Ya por entonces el problema de Rato residía en la trama de intereses empresariales que giraba en su derredor (en aquel tórrido julio de 2003, el señorito de nuevo hizo gala de su particular manera de entender la separación de poderes colocando a dos amigos, Tato Goya y Santiago Cobo, el marido de Teófila Martínez, sempiterna alcaldesa de Cádiz, en el consejo de Gas Natural, sin saber nada de la materia ni falta que hace. Su nombramiento como director gerente del FMI resultó una salida más que adecuada para restañar el orgullo herido de un hombre a quien le cumple esa sentencia de Tácito según la cual “La avaricia y la arrogancia son los grandes vicios de los poderosos”. Pero una mañana de finales de junio de 2007, España se despertó con la noticia de que nuestro hombre en Washington volvía a casa de forma precipitada y sin explicación plausible. Un informe interno del FMI de fecha 10 de enero de 2011 despellejó la actuación de Rato entre los años 2004 y 2007, asegurando que el organismo había vivido “en una burbuja de optimismo mientras se gestaba la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión”, optimismo y dolce fare niente (además de batallas internas, falta de comunicación, sesgos analíticos, presiones políticas, autocensura, y falta de supervisión y control) que le impidieron prevenir la crisis.
En septiembre de 2007, con las generales de 2008 a la vuelta de la esquina y el PP de Rajoy pisando los talones al PSOE del sin par Zapatero, Rato se vio metido en una de esas tormentas de arena que solo un funambulista tan acreditado como Pedro J Ramírez es capaz de montar. El martes 4 de septiembre, El Mundo sirvió a su distinguido público un plato según el cual “El 83% de los votantes del PP pide que Rato vaya en las listas de Rajoy”, con el añadido de que éste era mucho peor valorado que Aguirre, Gallardón y el propio Rato. El mismo día, y desde los micrófonos de la COPE, el periodista, con la vehemencia que le caracteriza, ponía deberes al gallego: “Mariano Rajoy tiene inmediatamente que emplazar públicamente a Rato para que le acompañe en las listas, despejando así el equívoco sobre su liderazgo”. De repente, el futuro del PP dependía de un señor en Washington a quien la vuelta a la política le apetecía tanto como pegarse un tiro en el pie. “Rodrigo Rato, Roger Rabbit, ese es el conejo que Rajoy tiene que sacar de la chistera”, insistía el artista. “Y, además, dos pájaros de un tiro, neutralizamos a Gallardón…”
Al día siguiente, el conejito llamó al diario para decir que se olvidaran de él y le dejaran en paz, porque la vuelta al ruedo político no entraba en sus planes. Roger Rabbit ya no estaba para ganar 6.500 euros brutos al mes, sueldo del presidente del Gobierno, sino al día, pasta que era, millón arriba o abajo, la que podía estar apañando el más modesto de los amigos a los que él, como responsable de Economía, había hecho millonarios con las privatizaciones unos años antes. Ese iba a ser su objetivo a partir de entonces: hacerse rico de verdad; construirse una fortuna de algún modo equiparable a la de sus viejos colegas. Una auténtica obsesión por el dinero, un leit motiv sin el cual hoy resulta imposible entender los errores de bulto, el sendero plagado de migas de pan que en su camino hacia el delito ha ido cometiendo este hombre reñido, ¡ay, la avaricia!, con cualquier rasgo de prudencia y no digamos ya de honradez.
La herencia de una derecha antiliberal
Rato regresó a Madrid para sentarse de golpe en “consejos asesores” (¿?) de las dos grandes multinacionales españolas, Santander y Telefónica, y de la primera caja de ahorros, La Caixa, amén de algún otro de menos rumbo. Con un par. Solo en un país como España, donde sigue sin abordarse esa elemental separación exigible entre lo público y lo privado –la característica más relevante de la pobre calidad de nuestra democracia- es posible comprender unas canonjías que no solo suponían la exaltación de las llamadas “puertas giratorias”, sino que hacían añicos la simple apariencia de autonomía del poder político frente al financiero. El ministro de Economía de los Gobiernos de Aznar era recibido con los brazos abiertos por aquellos a los que había tenido que gobernar, fijar y vigilar. Vigilar es un decir, porque ya se había encargado él de cortar las alas, negar la autonomía de unos órganos de control –CNMV, CNC, CNE- encargados en teoría de evitar los desmanes de los grandes grupos. Es la peor herencia de esa derecha antiliberal que encarna el dúo Aznar-Rato: una economía que sigue intervenida por una clase política extractiva que se niega a separar lo público de lo privado y a sacar las manos de los organismos de regulación y control, porque de ello dependen los favores ajenos, la financiación propia y del partido, y la colocación postrera cuando se sale de la política.
El ministro de Economía de los Gobiernos de Aznar era recibido con los brazos abiertos por aquellos a los que había tenido que gobernar, fijar precios y vigilar. Vigilar es un decir...
De inmediato se acomodó también en el quicio de la mancebía del banco de inversión Lazard, con un salario, se dijo entonces, cercano a los 3 millones. Figurar en nómina de tres grandes entidades financieras al tiempo no parecía suponer ningún obstáculo para el magnífico Rato. Todo, con todo, le pareció poco. Peanuts. Casi nada para sus merecimientos. Solo el ansia de dinero puede explicar su empeño por hacerse con la presidencia de una Caja Madrid que medio mundo sabía víctima del estallido de la burbuja inmobiliaria. Solo a un cínico obsesionado con el dinero, además de osado y lego en cuestiones financieras, se le puede ocurrir fusionar Caja Madrid con Bancaja, una especie de Puerto de Arrebatacapas donde el PP valenciano se había desempeñado con enorme éxito durante años con todo tipo de tropelías, gracias a los buenos oficios de José Luis Olivas. Que dos Cajas malas solo podían dar como resultado una tercera pésima es algo que sabe hasta un tonto: Bankia. Todos menos Rato y su cohorte, que a continuación se embarcaron en una salida a bolsa para intentar lavar tanta mierda con el dinero del pequeño ahorro, algo que devino en estafa para quienes acudieron a ella. Y con el Banco de España mirando hacia Albacete.
La codicia y el dinero, capaz de hacer a los hombres “arder en púrpura de Tiro y no alcanzar descanso verdadero”, que decía Quevedo, le llevaron a despreciar la posibilidad que, desde Barcelona, se le ofreció para fusionar Caja Madrid y La Caixa y crear la gran Caja de Cajas. Rato hubiera sido el número dos de esa fusión con todas las cartas en la mano para, por una pura razón de edad, suceder un día a Isidro Fainé como número uno. “Ahora hemos comprendido por qué no quiso avanzar en las negociaciones: tal vez quería operar por su cuenta sin tener que dar explicaciones”. Encomiable, o tal vez patética, la obsesión del personaje por aparecer en público y hacer vida social, ser aceptado por sus pares, gozar del abrazo de los poderosos, que durante meses mostró en Madrid dejándose ver en desayunos, actos y saraos varios a pesar de que el escándalo de las tarjetas black ya había arruinado su techo de cristal y mucha gente principal rehuía su compañía. La aparición en este diario de la noticia de que la Agencia Tributaria le estaba investigando por blanqueo de capitales significó su muerte civil sin remedio.
La historia de un apestado
Hoy, Rodrigo Rato Figaredo se ha convertido en un apestado contra el que disparan muchos de los escribidores que durante años se arrastraron ante él cual alfombrillas, un candidato a pagar las cuentas pendientes de un régimen carcomido por una corrupción que durante décadas se extendió como una mancha de aceite del Rey abajo todos, con ejemplos tan llamativos como el antaño todopoderoso vicepresidente y ministro de Economía de los Gobiernos de Aznar o el de Jordi Pujol, por citar solo tres de los más prominentes. Sensación de que apenas hemos visto la punta del iceberg de una corrupción que atenaza a buena parte de la clase política, de la judicatura y de la profesión periodística. ¿Qué hubiera pasado si en 2003 el dedazo de Aznar se hubiera inclinado por este personaje, en lugar de Rajoy, a la hora de nombrar candidato a la presidencia del Gobierno? ¿A qué barbecho de ignominia hubieran ido a parar las instituciones?
Asombra, por eso, ver los esfuerzos del PP por mirar hacia otro lado, por aparentar que ellos no tienen nada que ver con el vía crucis del asturiano. Pero Rato, quizá el mejor amigo de Luis Bárcenas –de quien decía que era “un caballero”- en la sede de Génova, era y es la aristocracia del PP, uno de “los cinco de Perbes” que en agosto de 1989 forzaron la nominación de Aznar por parte de Fraga, miembro del cogollo fundador de un partido obligado a refundarse, contaminado como está hasta las cejas por la avaricia de este representante de la derecha conservadora española, una derecha que, ayuna de cualquier fibra liberal, ha fracasado en la tarea de enterrar de una vez el franquismo, acabando con la relación de dependencia del poder político frente al poder económico-financiero, dando luz a una España próspera y moderna, y transformando el capitalismo de amiguetes que soportamos en una economía abierta y de verdad competitiva, con organismos de control independientes, capaz de cortar en seco los abusos que comete una pequeña elite que sigue teniendo al poder político bien sujeto por el ronzal del dinero.
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