Cuentan que antes de la reunión definitiva de los Pactos de la Moncloa, Carrillo ya había dado el visto bueno a unos acuerdos que reformasen la economía con el respaldo de todos los partidos. Faltaban Fraga y Felipe Gónzalez. De modo que una vez congregados en el Palacio de la Moncloa, Suárez sentó a los dos a la mesa con Fuentes Quintana, quien a primera hora de la mañana les recitó una lección magistral sobre una coyuntura en la que la inflación rampante y la deuda externa amenazaban con derribar la incipiente democracia. Tan pronto se terminó la explicación, Fraga replicó que él no podía suscribir lo que le ponían por delante e inició una de sus clásicas peroratas. Hasta que Fuentes Quintana lo interrumpió con vehemencia: "Sabes mejor que nadie que esto es lo que hay que hacer", le recriminó. Desconcertado, Fraga titubeó por unos instantes y, finalmente, tiró la toalla. Firmaría el pacto. A continuación, todos los ojos se fijaron en González, quien según relatan miró el reloj y contestó: "Vale, pero son todavía las nueve de la mañana y aquí hay que quedarse encerrados hasta las diez de la noche". Tenía que parecer que había costado mucho forjar un consenso.
Casi 40 años más tarde, España presenta un legado ingente de paro y deuda que todavía hay que atajar. Y justo cuando la economía se reactiva, el entorno exterior sufre una ralentización que amenaza con poner freno a la recuperación europea y, por extensión, la española. Por si esto no fuera ya de por sí alarmante, gurús como Larry Summers lanzan advertencias sobre el riesgo de un estancamiento secular. ¿Hasta qué punto puede esto afectarnos?, ¿hay motivos para la preocupación?
La reacción de Pekín ante la crisis
Empecemos por China. El gigante asiático reaccionó ante la crisis con un incremento de la deuda brutal que acabó destinándose fundamentalmente a la inversión. Aprovechando las vastas reservas generadas, Pekín subsidió el crédito, que se dirigió sobre todo al inmobiliario, los gobiernos locales y las empresas intervenidas. En apenas un lustro, su endeudamiento se ha disparado desde el entorno del 140 por ciento del PIB hasta el 220 por ciento de la actualidad, unas cotas similares a las de las economías desarrolladas. Sin embargo, la rentabilidad de ese endeudamiento empieza a agotarse. Básicamente, los chinos han gastado demasiado en abrir fábricas e inaugurar infraestructuras que no generarán retornos. Se ha sobreinvertido tanto que las inversiones ya no arrancan un aumento de la productividad que pueda sufragar más adelante esa deuda.
Desde hacía ya tiempo, el Ejecutivo del antiguo Imperio Celeste era consciente de que debía atajar este fenómeno reorientando la economía hacia el consumo interno. Pero la devaluación que llevó a cabo en agosto despertó el pánico, enviando la señal de que los desajustes eran mayores de lo pensado. De repente, se teme por un aterrizaje brusco de la economía china agravado por la falta de transparencia en los datos macro. Para colmo, la fuerza laboral china ha comenzado a encogerse, lo que ha despertado el debate sobre si a largo plazo China será vieja antes que rica.
Agotado el proceso inversor, la demanda china de materias primas se ha desplomado, tumbando de paso a los emergentes y provocando una transferencia de rentas desde los países productores de commodities a los que no lo son. Aunque cada uno en unas circunstancias distintas, Rusia, Brasil o Turquía han ido cayendo como piezas de un gran dominó.
Si bien el rápido descenso de los precios de la materias primas supuso una colosal inyección de renta disponible en los bolsillos de los europeos, poco a poco aflora también el lado negativo
Si bien el rápido descenso de los precios de la materias primas supuso una colosal inyección de renta disponible en los bolsillos de los europeos, poco a poco aflora también el lado negativo. Inmersa en una devaluación salarial, la eurozona intentó salir de la crisis a fuerza de vender más fuera. Si en 2012 presentaba un equilibrio con el exterior, ahora registra un superávit por cuenta corriente del 2,6 por ciento del PIB, es decir, unos 260.000 millones de euros. Se ha fagocitado crecimiento externo. Pero eso puede frenarse. Y la economía que debería arrogarse el papel de motor de Europa ya lo está acusando.
En agosto, las exportaciones alemanas encajaron el mayor retroceso desde 2009. La venta de los equipos necesarios para las fábricas chinas ha sufrido un parón. El golpe ha sido tal que los cuatro principales institutos de predicción del país han rebajado el crecimiento de este año del 2,1 al 1,8 por ciento. La dependencia del exterior de los teutones es altísima. Ni siquiera con pleno empleo y liquidez a mansalva se muestran capaces de crear una burbuja. Desde luego, algo parece averiado en la economía alemana cuando en esas condiciones el precio de la vivienda apenas repunta un 1 por ciento.
En el caso de la economía patria, ésta atenúa su fuerte ritmo de crecimiento después de un tirón que respondía al brutal sobreajuste padecido. En cuanto desapareció el miedo a perder el trabajo, se reabrió la financiación y repuntó un poco la demanda, la economía española ha entrado en una especie de círculo virtuoso de inversión, empleo y consumo. A corto plazo, nada hace pensar que se pueda interrumpir esta tendencia positiva salvo si las elecciones deparan un Congreso incapaz de seguir con las reformas. Sin embargo, a medio y largo plazo se desconoce el fuelle que puede tener la recuperación española en un contexto internacional que se complica.
Además, los movimientos de China y los emergentes están apreciando el euro y exportando la deflación a Europa. De una parte, la devaluación de sus divisas rebaja los precios de lo que nos venden. De otra, el exceso de oferta industrial como resultado de la sobreinversión está haciendo que los precios de los productos industriales o intermedios que compramos de esos países se desmoronen. Y, por último, las materias primas siguen cotizando en niveles bajos.
De hecho, en España el IPC se ha situado en el -0,9 por ciento cuando se esperaba un -0,5 por ciento. Según los expertos consultados, esas cuatro décimas negativas parecen responder a motivos que van más allá del petróleo. A pesar de que el BCE está imprimiendo billetes como si no hubiese mañana, la inflación europea continúa evidenciando la debilidad de la demanda. A esos ritmos, el crecimiento nominal, que también tiene en cuenta la inflación, resulta demasiado bajo. Cualquier shock podría tumbarlo y poner en apuros a los países todavía muy endeudados como España. Lamentablemente, estamos saliendo de la crisis más endeudados y con los tipos de interés prácticamente a cero. De volverse el ciclo adverso, a duras penas contaríamos con margen con el que poder reaccionar.
El envejecimiento de la población
Máxime cuando además a largo plazo retorna el miedo a lo que el prestigioso Larry Summers ha bautizado como el estancamiento secular. ¿Y qué significa eso? En resumidas cuentas, este concepto implica unos niveles de crecimiento muy bajos que obedecen al envejecimiento de la población, la competencia de los países emergentes, el exceso de endeudamiento, un gasto público ineficiente, la falta de inversión productiva y una productividad muy baja.
Al envejecer la población, hay menos trabajadores y por lo tanto menos crecimiento. Conforme la pirámide poblacional se achata y los individuos se preparan para la jubilación, éstos consumen menos y ahorran más, de forma que ese exceso de ahorro provoca un aumento de la oferta de dinero y, por consiguiente, una rebaja generalizada de los tipos de interés. Y si los tipos de interés son extremadamente bajos, la política monetaria no funciona. Pese a las contraindicaciones, los banqueros centrales recurren desesperados al dopaje y acaban generando burbujas con tal de estimular la economía, lo que a su vez lleva a la acumulación de deudas que luego cuesta pagar cuando se desinfla la burbuja en una suerte de esquema de Ponzi. Por si esto no fuera poco, en un contexto de tipos y crecimientos bajos, el capital tiene todos los incentivos para endeudarse y especular a lo largo y ancho de toda la oferta financiera, la cual se ofrece mucho más líquida, rápida y rentable que la economía productiva. A medio y largo plazo, esta preferencia por la inversión financiera combinada con una demanda decreciente y endeudada desincentiva la inversión real, socavando la productividad y, por ende, el crecimiento.
Como se antoja evidente que PP, PSOE y Ciudadanos tendrán que pactar para encontrar un encaje a Cataluña, los principales cerebros económicos argumentan en privado que habría que aprovechar ese consenso para forjar también pactos en torno a la economía
Aunque algunos consideren que este problema es soluble o incluso transitorio, las tendencias son innegables. En este contexto, en España la preocupación de cualquier economista se halla en el riesgo de que el crecimiento se sitúe en tasas algo más bajas, lo que haría más ardua la corrección de los enormes stocks de paro y deuda que arrastramos. Si el PIB se estanca, el Estado del Bienestar como lo conocemos se torna insostenible.
¿Pero acaso significa eso que debamos conformarnos con semejante horizonte de expectativas? Al más puro estilo Suárez, Pedro Sánchez ha enarbolado la necesidad de pactos como los de la Moncloa. En el PP son conscientes de que no les ha dado tiempo ni capital político para hacer más cosas que admiten como imprescindibles. El clamor reformista en Ciudadanos es de sobra conocido. Y como se antoja evidente que los tres tendrán que pactar para encontrar un encaje a Cataluña, los principales cerebros económicos, sean del partido que sean, argumentan en privado que habría que aprovechar ese consenso para forjar también pactos en torno a las exportaciones, la educación, el empleo, la productividad o las pensiones. Se trataría de elevar el potencial de crecimiento de la economía española, intentando escapar por todos los medios de esa desaceleración global.