Caceroladas, lo que se dice caceroladas contra el Gobierno, las hay desde el mes de abril, pero era algo muy minoritario, no pasaba de un gesto muy puntual por parte de gente politizada. En aquel momento el asunto tampoco podía ir mucho más allá, porque no se podía salir de casa a ninguna hora y nos encontrábamos en el punto álgido de la pandemia. Hacer sonar una cacerola desde el balcón podía resultar hasta de mal gusto con la hilera de muertos que se sumaba cada día a causa de la enfermedad. Pero eso no iba a durar siempre, la crisis sanitaria va a menos y desciende a diario tanto el número de contagios como el de fallecimientos. Se puede, además, salir de casa, incluso en las zonas del país que permanecen en fase cero. Entre 8 y 11 de la noche, la gente es libre para salir de casa y pasear a su gusto en un radio no superior a un kilómetro desde su domicilio.
Todo estaba dispuesto para que los vecindarios se encendiesen y el descontento popular encontrase una vía de escape. Tan sólo faltaba un disparador y ese apareció en el corazón mismo del Barrio de Salamanca durante la primera semana de mayo. Un grupo de vecinos salió a la calle para socializar con banderas de España y, ya de paso, mostrar su enfado contra el Gobierno. La cacerola, que hasta ese momento sólo había comparecido puntual y aisladamente, se convirtió en la tónica. Las fotografías que se hicieron los propios vecinos y que ellos mismos subieron a las redes sociales hicieron el resto.
En el puente de mando de Moncloa atisbaron una oportunidad y pusieron en marcha la máquina de picar carne. Bautizaron estos actos como 'revuelta de los cayetanos' y cargaron con saña
El Internet que corre en paralelo a los grandes medios de comunicación embadurnados con dinero público durante los dos últimos meses empezó a bullir. Unos lo veían como un estallido necesario de indignación, otros como una muestra de insolidaridad, ya que ese barrio es uno de los más ricos de Madrid. En el puente de mando de Moncloa atisbaron una oportunidad y pusieron en marcha la máquina de picar carne. Bautizaron estos actos como “revuelta de los cayetanos” y cargaron sobre ellos con saña. Se trataba de unos privilegiados que querían ir de compras y que vivían ajenos a la tragedia que estaba enfrentando todo el país con su Gobierno a la cabeza.
Aquello se percibió en un primer momento como una campaña de imagen gratuita que el Barrio de Salamanca le regalaba a Pedro Sánchez, tan sólo había que apretar un poco más y tratar de que otros barrios “de derechas” como la Piovera, Aravaca, la Moraleja o Pozuelo saliesen en tromba a aporrear sus cacerolas. Era un sueño hecho realidad, la constatación definitiva de que esto es una lucha de clases, algo que, para un Gobierno con tantos comunistas en el Consejo de Ministros, sonaba a música celestial.
Barrios de clase obrera
Pero el embrujo se deshizo en cuestión de un par de días. Resultó que había “cayetanos” en prácticamente todos los barrios de la capital, incluidos los de acreditada tradición obrera como San Blas, Moratalaz o Carabanchel. Desde entonces, las cacerolas llevan días retumbando a lo largo y ancho de Madrid y toda su área metropolitana, donde el cabreo es doble porque el Gobierno ha castigado a la comunidad por razones políticas impidiendo por dos veces que pasase a la fase uno de la 'desescalada'. Un error nacido de la prepotencia de unos tipos que creen que van a estar ahí siempre y que no toleran la más mínima crítica. Sánchez, evidentemente, no sabía con quien se jugaba los cuartos.
Madrid no es ciudad propensa a obedecer. No es casual que en Madrid comenzase la rebelión contra las tropas napoleónicas en 1808; o que durante el siglo XIX se convirtiese en el objetivo prioritario de los carlistas, un objetivo que, por cierto, nunca consiguieron tomar; o que durante la guerra civil resistiese durante prácticamente toda la contienda con el ejército sublevado en la puerta para rendirse sólo cuando ya estaba todo perdido. Son demasiados siglos los que la Villa ha soportado los chuleos y desmanes de la Corte como para que los madrileños no hayamos desarrollado una suerte de reacción instintiva, automática, contra un poder que en Madrid se percibe cercano y asfixiante.
Los hijos de Pablo Iglesias no tienen culpa alguna de lo que haya hecho su padre, pero tampoco tenía culpa alguna la familia de Soraya Sáenz de Santamaría, Alberto Ruiz Gallardón o Cristina Cifuentes
Así las cosas era previsible que esas caceroladas terminasen adquiriendo la forma de escraches, algo que sucedió esta misma semana. El más famoso de todos fue el que algunos vecinos de Galapagar hicieron frente al chalet de Pablo Iglesias. En España los escraches son legales siempre y cuando no medie una agresión o una amenaza expresa del tipo “como salgas de casa te abrimos la cabeza”. En Galapagar no se dado ninguno de los dos extremos así que los vecinos están en su derecho de cacerolear en la puerta del chalet todo el tiempo que deseen. Si es que logran acercarse, claro, porque Interior ha dispuesto una escolta desproporcionada con varias unidades de la Guardia Civil que se suman a la caseta con vigilancia 24 horas que se instaló hace un par de años.
Escrachar las viviendas particulares de los políticos es legal, pero también es de mal gusto. Los hijos de Pablo Iglesias no tienen culpa alguna de lo que haya hecho su padre, pero tampoco tenía culpa alguna la familia de Soraya Sáenz de Santamaría, Alberto Ruiz Gallardón o Cristina Cifuentes, por citar sólo a algunos de los políticos del PP, que fueron inmisericordemente escrachados frente a sus domicilios hace siete años. En aquel entonces, Iglesias defendía ardorosamente este tipo de protesta, la denominó en perfecta neolengua como 'jarabe democrático de los de abajo' y como “mecanismo democrático para que los responsables de la crisis sientan una mínima parte de sus consecuencias”.
Amenazas en La Sexta
A la vista está que se ha tenido que comer sus palabras pronunciadas hace no tanto tiempo, pero no se quiere dar por enterado. Horas después del escrache frente a su chalet señaló con el dedo en La Sexta advirtiendo que “mañana le puede suceder a Ayuso o a Espinosa de los Monteros”. Recordemos que este caballero es vicepresidente del Gobierno y se sienta en el CNI. Imaginemos por un momento que en 2013 Sáenz de Santamaría hubiese amenazado veladamente a Pérez Rubalcaba con enviar una turba vociferante a su casa para vengarse.
Es imposible de imaginar porque algo así era simplemente inconcebible. Un miembro del Gobierno de un país democrático no puede arrastrarse por el barro de esta manera. En el caso de que desee hacerlo porque el cuerpo se lo pide, debe salir inmediatamente del Gobierno y sólo entonces dar satisfacción a su espíritu tumultuario. Lo que no puede hacer bajo ningún concepto es amenazar a la oposición desde un despacho ministerial. Las protestas van a ir a más. Ahora se quejan, con razón, por el desastre sanitario que ha enterrado a casi 30.000 personas en dos meses. Mañana lo harán por la crisis económica y su corolario de desempleo y pobreza. No haría mal en poner su lengua a enfriar porque lo peor está por llegar.