A Hermann Hesse había que superarlo y los gobernantes actuales lo han conseguido. El hombre ya no es un lobo para el hombre: ahora es una cifra, una estadística, un arma arrojadiza que echarse por la cabeza. Henos aquí convertidos en guarismos deshumanizados porque así les es más cómodo refugiarse en la estulticia criminal. Las cifras no protestan, no reclaman, no se quejan. Igual que los muertos. Una vez en la fosa, solo depende de los vivos reclamar su memoria y vindicar su existencia. “Ha vivido, ha vivido”, decían en la antigua Roma los que seguían al difunto hasta su última morada. Por eso es importantísimo que los que quedemos en pie sepamos honrar a quienes cayeron solos y angustiados, no permitiendo que los responsables queden impunes. No es el virus quien los ha matado, es la incompetencia de los que debían haber tomado medidas la causante de tanta muerte inútil.
Son quienes se reían vilmente cuando sonaban las voces de alarma aduciendo que la Covid-19 no era más que una gripe fuerte, los que se jactaban en público de no usar mascarilla o de asistir a esta o a aquella manifestación, los humoristas de la nada que pergeñaban chistecitos sobre la pandemia, los que convertían una amenaza real en argumentos políticos para descalificarse. Son esa nueva generación de sepultureros que, no contentos con intentar enterrar nuestro sistema democrático, fueron más allá, acabando por ser los funerarios de la nación, empezando por su gente y acabando por su economía.
Son los politiquillos de vuelo gallináceo que, atados a su campanario, no supieron más que equivocarse y equivocarse, sin dar el brazo a torcer. Son los periodistas que, temerosos de perder su pesebre, los alabaron de manera abyecta cual lacayos lamesuelas. Son los portavoces que decían que no pasaría nada, amparados en su facundia de científicos subvencionados. Son los que se saltaron las consignas y salieron de su casa a la segunda residencia como si de unas vacaciones se tratase. Son los sindicatos, siempre ajenos a los problemas reales de los trabajadores. Son los bancos, siempre aherrojados por la usura que les corroe que no conoce ni a su padre aunque de muerte se trate.
Los muertos están hoy más solos que nunca, porque no se puede hacer con ellos campañas de instagramers, no se prestan a colorines vivarachos ni a cancioncillas
Somos nosotros, son ellos, es la sociedad. Hemos querido mirar hacia otro lado, costumbre nefasta que mantenemos secularmente, pero la muerte no admite tancredismo alguno y nos ha dado una soberana hostia en toda la cara. Hasta aquí llegaron las memeces modernas, las posturitas, el cancaneo social, los panfletos y las palabras huecas dichas por cerebros más huecos todavía. Es la muerte, señores, y ante esa realidad inevitable no quedaba más que ponerle barreras para impedir que llegase antes de su hora. Pero nos ha pillado con el paso cambiado, sin músculo, fofos de moral y de ética y por eso quienes nos gobiernan, que no son más que nuestro propio reflejo, no han sabido qué hacer con ella. Si no lo saben con respecto a la vida, ¿qué han de saber por lo que a la Parca se refiere?
Los muertos están más solos hoy que nunca, porque no se puede hacer con ellos campañas de instagramers, no se prestan a colorines vivarachos, a cancioncillas, al humo desvaído en el que han convertido la gobernanza estos becarios. Como no se pueden hacer fotos cortando cintas en un cementerio, prefieren obviar la realidad, la única realidad, y es que en este panteón mundial estamos metidos todos. Incluso los muertos en vida que somos los millones de autónomos, pequeños y medianos empresarios y trabajadores. Lo expresó mejor que nadie aquel romántico llamado Gustavo Adolfo Bécquer:
¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al cielo? ¿Todo es vil materia, podredumbre y cieno? ¡No sé, pero hay algo que explicar no puedo, que al par nos infunde repugnancia y duelo al dejar tan tristes, tan solos los muertos!