La realidad distorsionada que vivimos distorsiona también nuestros anhelos. Como tenemos muy limitada la capacidad de movimiento y como estamos obligados a cambiar tanto en numerosos aspectos rutinarios, nos queda la escapatoria de cambiarnos a nosotros mismos. Adquirir una nueva filosofía de vida o emprender otros caminos laborales se antojan transformaciones demasiado atrevidas. O, dicho de otra manera, son días perfectos para innovar nuestra estética.
Me sumerjo en estas aguas procelosas porque este viernes, trigésimo cuarto día de confinamiento, un colega cuyo nombre omito para ahorrarle el bochorno, me comunicó, ufano como pocas veces lo he escuchado, su decidida intención de volver al bigote. Digo que volverá porque resulta que unos años atrás, en un día de ingrato recuerdo para él, se presentó a una entrevista que nos hacían con su mostacho recién estrenado. La cosa fue cómica porque yo no podía parar de reír y no me concentraba en las preguntas cuando lo miraba. Pensé que mi amigo aprendió la lección, pero el confinamiento mueve montañas en cuanto a convicciones se refiere y él tropieza con la misma piedra.
De este confinamiento van a salir innumerables metamorfosis estéticas. Sobre todo, aparecerán muchas barbas, incluida la de un servidor para enorme disgusto de mi madre. El cierre a cal y canto de las peluquerías es una verdadera tragedia (para unos más que para otros, claro) que sobrellevamos como podemos. Cortarse el pelo en casa conlleva riesgos innecesarios para la salud y la mente, por lo que afloran las melenas indeseadas. En cambio, dejarse la barba o el bigote es más sencillo, sobre todo después de que se esfumase aquel bulo que decía que los hombres barbados tenían más opciones de contraer el bicho.
En las posibilidades estéticas también hay cierta desigualdad de género, pero existe un producto que iguala a unas y otros para explorar nuevas vías: el tinte. Resulta que en los supermercados el tinte se está vendiendo como rosquillas estos días. Al menos, en Mercadona se han disparado las ventas de su línea de tintes. Según la agencia Europa Press, que no parece propensa a lanzar bulos, esta cadena de supermercados ha pasado de vender 11 unidades por tienda al día a 25. Además, la empresa ha registrado que cada vez más clientes contactan, a través de sus redes sociales o del teléfono de atención al cliente, para resolver sus dudas sobre cómo aplicarse el producto.
Hay varias ventajas de esos cambios estéticos durante la reclusión. La principal, y por ello la más obvia, es que casi nadie va a verte, de manera que si el experimento no funciona, lo cambias y punto. Otra ventaja es que puedes cambiar de 'look' vestido en chándal y pantuflas
Teñirse también es una forma de mudar de aspecto, sea para volver a los orígenes o sea para descubrir otros horizontes. Son tiempos, por tanto, para estrenar colores, barbas y peinados. Lo mejor es que hay varias ventajas de esos cambios estéticos durante la reclusión. La principal, y por ello la más obvia, es que casi nadie va a verte, de manera que si el experimento no funciona, lo cambias y punto. Otra ventaja evidente es que te puedes atrever a cambiar de look yendo en chándal o pijama, con las pantuflas como remate final al desaguisado. Puedes estar ridículo o incluso parecer un monstruo, pero al menos estarás cómodo.
El problema, una vez más en esta reclusión, lo tienen los niños. Son ellos quienes tienen que padecer los desvaríos estéticos de sus progenitores. Sin tener culpa de nada y sin entender por qué no pueden salir de casa, para colmo los pequeños asisten con estupor a las modificaciones en la fisonomía de sus mayores. Es, por ejemplo, lo que le empieza a ocurrir a mi pequeño, que a veces me mira extrañado, señala mi boceto de barba y dice "pincha".
Peor todavía es cuando los propios hijos sufren en sus carnes (en sus cabellos, mejor dicho) las ganas de experimentar de sus padres, aunque justo es decir que esto ya acontecía antes del enclaustre. Quiero decir que mi amigo el del bigote solo tiene que rendir cuentas ante su espejo -espejo que cualquier día va a cobrar vida para gritarle ¡quítate eso ya!-, pero los padres tenemos una responsabilidad directa en los traumas venideros de nuestros pequeños. Claro que ese va a ser el menor de los problemas de los niños, grandes olvidados de este estado de alarma.
Lo de cambiarse el aspecto, en suma, es una maravilla porque al menos ejercitamos nuestra libertad secuestrada. Además, con algo hay que entretenerse. Cuando abandonemos esta distorsión y regresemos a la normalidad -si es que esta palabra tiene ya algún sentido-, seguramente volveremos al redil estético previo. Podremos pensar que, en medio de tanta restricción y tanto drama, fuimos capaces de reírnos un poco de nosotros mismos. O sea, que nos quiten lo bailao.