Boris Johnson está abonado al escándalo. Él es así y no sabe vivir de otra manera, nunca dejó indiferente a nadie y siempre se las arregla para elevar la apuesta. Desde 2019, año en el que se aupó al poder en plena crisis del Brexit, el primer ministro ha vivido muy rápido. Poco después de llegar al 10 de Downing Street cerró el Parlamento ocasionando un grave conflicto constitucional, pero eso no le supuso un coste político, al contrario, le llevó en volandas a una mayoría absoluta que los conservadores no recordaban desde 1979. Tras ello terminó de sacar al Reino Unido de la Unión Europea, se dio de bruces con la pandemia, se contagio de covid y terminó en un hospital londinense enchufado a una botella de oxígeno, tuvo un hijo, se casó, tuvo otro hijo y vio como su índice de popularidad decaía conforme los efectos no previstos del Brexit se dejaban notar en la economía británica a lo largo del pasado verano. El remate a esta carrera desenfrenada lo acaba de poner con un formidable escándalo provocado por una serie de exclusivas en las que se informaba de lo bien que se lo había pasado él y sus colaboradores en Downing Street a pesar de las innumerables restricciones de la pandemia.
Esto último podría llegar a costarle el cargo porque lo que empezó la primera semana de diciembre como una marejada que creían amainaría con la Navidad se ha transformado en un temporal que está arrasándolo todo. Se ha encontrado con una reprobación popular sin precedentes en sus dos años y medio de mandato, una investigación a cargo del Estado y otra más de la policía metropolitana de Londres, la encargada de vigilar el cumplimiento de las restricciones que tanto han amargado la vida de los británicos durante los dos últimos años. En el partido cuestionan si es la persona idónea para ocupar el cargo y le ha dimitido en bloque todo su personal de confianza, incluyendo su secretario privado y su jefe de gabinete. Para colmo de males, su idilio con el electorado ha tocado a su fin a pesar de que Boris y sus múltiples excentricidades gustaban mucho al votante conservador. Hoy ese mismo votante está ya harto de él.
La política británica es cíclica. Hay periodos en los que triunfan líderes carismáticos, decididos e histriónicos en la línea de Winston Churchill, y otros en los que el electorado se inclina por perfiles funcionariales y aburridos. Vayamos a las últimas cuatro décadas de historia. A Margaret Thatcher le sucedió John Major que antes de entrar en política había trabajado en un banco. Tras Major llegó el teatral y maniobrero Tony Blair que pasó los trastos en 2007 a su ministro de Economía, Gordon Brown, un soporífero contable que tan pronto como se presentó a las elecciones las perdió. En 2010 los conservadores regresaron al poder tras una travesía del desierto que había durado trece años. A su frente se encontraba David Cameron, un refinado londinense amamantado en Eton y Oxford, seguro de sí mismo y amigo de hacer apuestas como la del referéndum escocés o la del Brexit. Esta última la perdió, salió de escena y entró Theresa May, una gris funcionaria municipal cuyo principal mérito había sido colocarse bien para la sucesión. El Brexit terminó engullendo a May y fue entonces cuando, en una nueva vuelta de este ciclo, emergió la figura de Boris Johnson, ex alcalde de Londres, defensor del Brexit y figura mediática adorada por los británicos.
Firmó una victoria electoral histórica que preludiaba lo que se dio en llamar ‘johnsonismo’, una doctrina política de límites difusos a caballo entre el gaullismo y el republicanismo estadounidense
Los líderes carismáticos en el Reino Unido han obrado algún que otro milagro. Thatcher revivió la economía británica cuando se encontraba en horas bajas. Blair consiguió con su tercera vía que los laboristas se modernizasen abandonando el discurso obrerista. Johnson superó el escollo del Brexit sacrificando, eso sí, a Irlanda del Norte de la que, al fin y al cabo, nadie en Gran Bretaña suele acordarse. Hecho eso firmó una victoria electoral histórica que preludiaba lo que se dio en llamar ‘johnsonismo’, una doctrina política de límites difusos a caballo entre el gaullismo y el republicanismo estadounidense.
Pero todo ha ido tan rápido que ni Johnson ni el ‘johnsonismo’ han conseguido echar raíces. El primer ministro ha roto su propio juguete encadenando las polémicas. Al final su Gobierno se parece demasiado al de May. Todo son escándalos, conspiraciones parlamentarias y una administración errática que cambia continuamente de criterio en función de los índices de popularidad. Valgan como muestra las restricciones pandémicas. El Reino Unido pasó de aplicarlas con gran celo en Navidad a causa de la variante ómicron a borrarlas de un plumazo con intención de dulcificar el “partygate” ante la opinión pública.
Es posible que le esté llegando el turno a los aburridos. El líder laborista, Keir Starmer, lo es en grado extremo, nada que ver con su predecesor, Jeremy Corbyn, que condujo a los laboristas por la senda del populismo hasta que el batacazo electoral de diciembre de 2019 le obligó a jubilarse prematuramente. En el partido Conservador los candidatos aburridos llaman a la puerta. Son varios los que aspiran de manera más o menos pública al cargo. Rishi Sunak, el favorito para suceder a Johnson, es un economista de origen indio que trabajó en banca de inversión hasta que entró en política hace unos años. Otro candidato, Jeremy Hunt, fue encadenando ministerios como el de Cultura o el de Sanidad sin hacer mucho ruido. También suena Sajid Javid, antiguo ministro de Economía de Johnson que se hizo con la cartera de Sanidad tras el escándalo de Matt Hancock en junio del año pasado cuando la prensa publicó unas fotografías en las que aparecía besándose a escondidas con su jefa de gabinete, Gina Coladangelo.
A la fiesta del “tráiganse su botella” fueron invitadas más de cien personas a quienes en momento alguno aquello les pareció mala idea, de hecho, se llevaron su botella
Pero sería prematuro cantar ya el final de Boris Johnson. No va a renunciar al cargo por las buenas. Se está resistiendo y seguirá haciéndolo porque el pecado no es exclusivamente suyo. Es cierto que asistió a fiestas saltándose el confinamiento y las normas de distanciamiento social, pero no lo hizo solo. El “partygate” no es una cuestión que afecte en exclusiva al primer ministro y a su esposa, es un reflejo de cómo funciona el Gobierno por dentro. A la fiesta del “tráiganse su botella” fueron invitadas más de cien personas a quienes en momento alguno aquello les pareció mala idea, de hecho, se llevaron su botella. Cuando estalló el escándalo encargaron a Simon Case, secretario del gabinete, que acometiese una investigación para averiguar lo que había sucedido, pero tuvo que abandonarla cuando la prensa informó de que el propio Case había organizado una fiesta en un pub durante el confinamiento. Así es como el asunto terminó en la mesa de Sue Gray que es quien finalmente ha elaborado el informe que le ha puesto contra las cuerdas.
Carrie Symonds, la joven esposa de Johnson cuya influencia política ha ido creciendo con el tiempo hasta el punto que los maledicentes la llaman “Carrie Antonieta”
En el informe no se acusa directamente al primer ministro de organizar estas fiestas, pero si ha quedado claro que asistió a algunas de ellas. Tampoco sabemos quien está detrás de todas las filtraciones porque la investigación se ha centrado en constatar hechos bien conocidos, no en averiguar nada que todos ya sabíamos por las fotografías publicadas en los periódicos. Todos apuntan a Dominic Cummings, cerebro de la campaña del Brexit y mano derecha de Johnson hasta que en noviembre de 2020 fue despedido de forma fulminante, al parecer por sus continuos enfrentamientos con Carrie Symonds, la joven esposa de Johnson cuya influencia política ha ido creciendo con el tiempo hasta el punto que los maledicentes la llaman “Carrie Antonieta”, en referencia a María Antonieta de Habsburgo, la mujer de Luis XVI que acabó en el patíbulo durante el terror jacobino.
Lo que sí ha dejado meridiano este turbio asunto del “partygate” es que las normas que dictan desde arriba sólo son de obligado cumplimiento para los de abajo, los de arriba están eximidos por alguna extraña razón que se nos escapa. En España lo descontamos y no nos escandaliza que los políticos empleen dos varas de medir, una muy larga para ellos y otra muy corta para todos los demás. Pero en el Reino Unido no están acostumbrados a semejante impostura. Si las normas son para todos, los primeros en predicar con el ejemplo han de ser quienes las dictan. Tampoco vale tratar de escaparse con tretas como las que está empleando Johnson en el Parlamento mintiendo sin recato y evitando presentar su dimisión como si eso no fuese con él.
Mientras crean que Boris Johnson es el que mejor puede garantizar lo suyo no prescindirán de él. A elecciones no quieren ir por si pierden la circunscripción
Como dimitir no va a hacerlo, la pregunta es si en su partido tienen el coraje de sacarle de ahí mediante una moción de censura. Pero necesitan antes un candidato con los apoyos suficientes, y eso mismo es de lo que carecen en este momento. Los diputados en el Reino Unido se eligen por un sistema uninominal mayoritario, por lo que deben su escaño más a los votantes de su circunscripción que a su partido. Mientras crean que Boris Johnson es el que mejor puede garantizar lo suyo no prescindirán de él. A elecciones no quieren ir por si pierden la circunscripción, pero si encajan el golpe y colocan en el lugar de Johnson a otro, es posible que la oposición y los propios votantes lo perciban como un síntoma de debilidad.
Todo un dilema al que tendrán que hacer frente en las próximas semanas. Después del “partygate” la reputación del Gobierno queda seriamente comprometida tanto si Johnson sigue en Downing Street como si le echan. Faltan aún dos años para las elecciones, pero todo indica que no serán años fáciles. La crisis económica arrecia, la inflación es ya del 5,4%, los tipos de interés han subido dos veces en menos de tres meses y persisten los problemas en la cadena de suministro. Todo eso se ha escapado ya al control del Gobierno, por lo que este podría ser el último clavo en el ataúd del ‘johnsonismo’.