Mi buen amigo Luis (hay quien va diciendo que él y yo somos la misma persona: qué poco sabe la gente de la condición humana) escribía hace unos meses, en la degollada revista Tiempo, sobre un personaje muy curioso: un militar francés del siglo XIX, muy popular en su época, que se llamaba Georges Ernest Boulanger. Tomo el apunte de mi amigo y añado cosas que él no sabe.
El general Boulanger era una de esas personas que creen haber nacido para pasar a la historia, lo cual suele provocar terribles complicaciones tanto en su propia vida como, sobre todo, en las vidas de los demás. Quien cría vocación de prócer o de caudillo casi nunca se da cuenta de que con el heroísmo y el patetismo (o el ridículo) pasa lo mismo que con los dedos de una mano: que están muy próximos y que nacen los dos del mismo sitio.
Boulanger, como militar, fue un tipo valeroso, casi temerario. Lo hirieron cinco veces en diversas guerras. Eso contribuyó a su gran popularidad. Eso y que aquel hombre, de actitudes teatrales y sobreactuadas como todos los paladines, tenía el don de decirle a la gente lo que esta quería oír, fuese o no fuese cierto. Creó un movimiento, el boulangismo, que hoy se estudia como uno de los orígenes de lo que solemos llamar populismo.
Con Francia hundida en una profunda crisis, Boulanger tuvo un enorme éxito. Prometía la felicidad y logró que la gente le creyera"
Aquel militar, decidido como estaba a salvar a su patria de lo que fuese, se dio cuenta desde el principio de que para triunfar necesitaba un enemigo. No hay patriotismo que no lo tenga o que no lo invente. Boulanger decidió que el enemigo era, por supuesto, Alemania. Insultaba a los alemanes, los ridiculizaba, les tenía por patanes y nacionalistas agresivos (él también era nacionalista, claro está, pero pacífico) con fuerza bruta, pero sin cerebro ni educación. Eso tuvo un éxito extraordinario, como es natural, porque no hay nada más sencillo que convencer a la muchedumbre de que ellos son los buenos y de que la culpa de todos los males que padecen la tiene otro, que es el malo y, además, tonto, vago y ladrón. Azuzaba a los franceses contra Alemania de tal modo que le llamaban el general Revancha.
Con Francia hundida en una profunda crisis, Boulanger tuvo un enorme éxito. Prometía la felicidad y logró que la gente le creyera. Su movimiento se nutría de gentes de todas las clases y condiciones, orígenes, ideas y creencias, desde burgueses acomodados a obreros; pero todos se aglomeraban en las grandes manifestaciones patrióticas que, cada poco tiempo, convocaba Boulanger para quejarse de que los alemanes les tenían humillados y sojuzgados. Himnos. Consignas. Banderas, muchísimas banderas.
Sabía que había transgredido un montón de leyes y temía a la Justicia. Así que decidió huir. ¿Y saben ustedes a dónde? Pues a Bruselas. ¿Qué tendrá Bruselas?"
Los políticos le tenían por un ambicioso sin demasiadas luces; y la gente, en realidad, no sabía qué era lo que proponía exactamente Boulanger, pero eso daba igual porque eran muchos y eso siempre anima; y, de tanto repetírselo unos a otros, estaban todos convencidos de que aquel hombre traería la libertad, la grandeza, la riqueza, el fin de la corrupción y hasta la salud. Y la felicidad. Sobre todo la felicidad.
En 1889 pasó lo inevitable: que Boulanger ganó unas elecciones un tanto peculiares y sus partidarios, sobre todo los más agresivos y radicales (que los había y eran muy numerosos, como les pasa siempre a los caudillos) le conminaron a que cumpliese todo lo que había prometido: que acabase de un plumazo con la legalidad corrupta de aquella Francia sin futuro, que diese un golpe de Estado y que instaurase, por fin, una nueva república que trajese todo aquello que él decía: la libertad, la prosperidad y desde luego la felicidad.
Y Boulanger no se atrevió. Esa es la principal diferencia con lo que quizá ustedes están pensando al leer esto. No lo hizo. Debió de entrarle miedo, porque sabía muy bien que había transgredido un montón de leyes y temía a la Justicia. Así que decidió huir. ¿Y saben ustedes a dónde? Pues a Bruselas. En el momento decisivo de su vida, escapó a Bruselas. Qué tendrá Bruselas, ¿verdad?
Del general Boulanger, un tipo completamente mareado por su obsesión por la posteridad y convencido de que era un símbolo, ya no se acuerda casi nadie"
Sus seguidores se sintieron traicionados, unos antes y otros después, y el boulangismo acabó deshaciéndose como una nube de verano. Boulanger, desde su refugio de Bruselas, siguió sobreactuando, indesmayablemente convencido de que él era una víctima, de que había sido traicionado, de que Francia se hundiría sin su clarividencia y de que, sin la menor duda, pasaría a la historia, que era su obsesión. Mientras en París los jueces lo condenaban por prevaricación, complot contra el Estado y además por corrupción, Boulanger, psicológicamente hundido pero teatral hasta el último minuto, acabó pegándose un tiro junto a la tumba de su amada, la bella Marguerite Crouzet. Este es un final muy romano pero que, como es natural, hoy ya no se usa ni se le desea a nadie. Demasiado operístico.
Lo que Georges Boulanger no hizo nunca, al menos que yo sepa, fue irse a vivir nada menos que a Waterloo, lugar que para cualquier francés es gaffe: allí vivió Napoleón su última y definitiva derrota ante los ejércitos aliados, pero sobre todo ante la realidad. Pero Napoleón sí está en la historia. Y del general Boulanger, sin duda un tipo sincero pero completamente mareado por su obsesión por la posteridad y convencido de que era un símbolo, ya no se acuerda casi nadie.
La gloria no es más que un olvido aplazado, que decía don Santiago Ramón y Cajal.