Ser el bufón de la Corte y creer que subes al escenario como actor respetado por quien lanza las monedas. Pensar que trabajas por tu talento y no por tu vulgar existencia española, incluso andaluza, que encuentran tan grotesca como necesaria para hacer burla sobre tus semejantes, relegados a ciudadanos de segunda en sus dominios feudales, y ayudar con los estereotipos que apuntalan esa xenofobia etnolingüística.
La falta de capacidad de percibir su verdadero papel, junto a la necesidad de comer, es lo que convertía a este personaje cómico, el bufón, en dramático, triste y trascendente. Sin embargo hay algo que separa a los actuales humoristas a sueldo del poder de aquellos dignos e inocentes bufones —tal y como los pintó Velázquez en diversas obras en las que despliega su genio absoluto, su sensibilidad, quien por sí solo justifica todo un Museo del Prado. Aquellos enanos cómicos eran funcionarios de la Corona en tiempos de poco pan. Su función principal era distraer a la Corte del tedio de la vida ociosa palaciega. Vestían como los nobles para ser reflejo esperpéntico del poder, quizá algún monarca absoluto pudo reírse de sí mismo y tener mayor contacto con la realidad.
El humor, el arte, la trascendencia del ser. Nada de esto persiguen ni consiguen los humoristas oficiales españoles como Ana Morgade, Dani Rovira y otro andaluz cuyo nombre no recuerdo, cuando de forma coordinada —como si una orden se hubiese cursado desde el departamento de propaganda escénica—salieron a defender la supuesta libertad lingüística de la que ellos sí gozan en Cataluña para trabajar en español. Los nacionalistas han de ocultar sus tropelías, pues saben que la propaganda es su mayor arma, pero en ese trabajo de ocultación necesitan cómplices del otro lado.
Su expulsión fue tan pedagógica que ahora incluso una actriz de tercera sabe que para poder trabajar allí tienes que despreciar la bandera española y defender a los nacionalistas
Desde hace 40 años existe esa normalidad de apartheid en la que los críticos al nacionalismo, no trabajan. Albert Boadella, un comediante de verdadero talento que tuvo que huir de su tierra desde que criticó a Pujol y su proyecto absolutista nacionalista con su Operación Ubú en 1981. Su expulsión fue tan pedagógica que ahora incluso una actriz de tercera sabe que para poder trabajar allí tienes que despreciar la bandera española y defender a los nacionalistas.
Pero ¿por qué ahora? Sin duda la creación de una Oficina de defensa del español por parte Isabel Díaz Ayuso, y el nombramiento de Toni Cantó como director, ha avivado las fobias xenófobas nacionalistas con la lengua española. Tal es la irritación que les provoca escuchar la lengua española en esa normalidad, en ese oasis y modelo de éxito de inmersión, que son habituales las críticas a la Consejería de adoctrinamiento, la TV3, porque haya un personaje castellanohablante en una de sus series. Como denunció quien lleva fijada con laca su xenofobia, la exconsejera de Cultura Vilallonga.
Los humoristas oficiales, que son los únicos que trabajan en este país por su ferviente activismo servil a la izquierda y al nacionalismo, hacen más el ridículo que los bufones de antaño, pues no se dedican a entretener al poder, sino a ayudarle en su labor de mantenimiento del mismo contra los ciudadanos. Tampoco son comediantes modernos, pues la figura del humorista es subversiva, inteligente, ácido frente al poder al que examina burla y del que pretende zafarse. Como hizo Boadella.
En la actualidad sólo se busca abrazar al Presupuesto público en forma de subvenciones o múltiples contratos con productoras como El Terrat, compañía de Buenafuente en la que comenzó Morgade su normalidad catalana. Muy lejos de los barrios populares en los que los catalanes no pueden escolarizar a sus hijos en español, ni evitar que les espíen en el recreo, ni que puedan acceder a altos puestos en la carrera que medianamente lleguen a desarrollar.
Ataques coordinados
Ana Morgade, desde Madrid, representa la perfecta crueldad de estos bufones posmodernos, contestando con soberbia a los padres que sufren exclusión, incluso acoso, por solicitar que su hijo estudie dos horas en español: “el saber no ocupa lugar, me alegraría que mis hijos aprendiesen catalán”. Ella no pronuncia esas sandeces lacerantes que no entiende—las distintas lenguas son una maldición bíblica especialmente para las personas humildes que no siempre pueden estudiarlas— porque busque trabajo en la próxima producción nacionalista, sino porque ya lo tiene. Ya está en la plantilla para recibir instrucciones de ataques coordinados.
Es imposible hacer un espectáculo creíble, pasable sin que el comediante o el actor muestre sensibilidad con el débil, el marginado y crueldad con el poderoso. Aquí el espectáculo de bochorno es inverso.
Mucho ha cambiado el mundo de los comediantes desde el Siglo de Oro español a nuestros días. En la posmodernidad, los gobiernos no quieren soldados para controlar a la población, sino humoristas que laven su imagen y el cerebro de los incautos. Son mercenarios de su batalla cultural, la que les mantendrá en el poder. Mientras vemos sus programas sin que la oposición contraprograme nada, el derribo democrático continúa.