Opinión

La cabeza del inocente

Se ha iniciado en Francia este lunes el recordatorio de uno los episodios más estremecedores de la sociedad que nos está tocando vivir. Seis niños menores de 16 años se sientan en el banquillo acusados de colaborar en el

  • Un cartel recordando a Samuel Paty -

Se ha iniciado en Francia este lunes el recordatorio de uno los episodios más estremecedores de la sociedad que nos está tocando vivir. Seis niños menores de 16 años se sientan en el banquillo acusados de colaborar en el asesinato de su profesor Samuel Paty. Como han pasado tres años desde el día del crimen, ahora ya no son niños sino adolescentes y lo único que sigue igual desde aquel día de octubre de 2020 en que un franco-checheno lo mató, decapitó y exhibió su cabeza en Twitter, es la conciencia de la barbarie y el envoltorio que cubrió el homicidio. Un curso acelerado de cómo liquidar al diferente y un máster sobre cómo se elaboran los discursos criminales para gentes de fe inconmovible.

Una estudiante a la que sus profesores consideran “regularmente ausente e insolente” enmascara ante su padre, fundamentalista islámico, que la actitud de sus tutores en el Liceo de Conflans, donde reside, no es lo que explican en la nota sino el rechazo que ella manifestó ante la exhibición de “imágenes del Profeta desnudo”. El culpable, un profesor al que ella apenas conoce, Samuel Paty. Acababa de nacer una mentira letal en un mundo bárbaro especialmente predispuesto para creer a una adolescente descerebrada, aunque no tanto como para no entender cómo alcanzar su objetivo y pasarle el marrón a los que la sufren.

Detrás del fanatismo hay una argamasa de infantilismo que unifica las generaciones. La ciudadanía es un ejercicio para gente madura

El profesor Samuel Paty, uno de esos pacientes pedagogos que aún creen que es posible desasnar a quien se empecina en no dejarse, imparte unas lecciones tituladas 'Situación del dilema: ser o no ser Charly. Una definición de la libertad'. La niña, que ahora tiene 16 años, y entonces sólo 13 y cuyo nombre está prohibido escribir por la Ley de Protección de Menores, nunca asistió a las clases de Samuel Paty, de ahí el descriptivo “ausente e insolente”. No hace falta echar mano de San Agustín para quitarle a la infancia el espíritu de Walt Disney y menos aún cuando los adultos, recios defensores de verdades universales, según aseguran, se creen lo que los niños les estimulan. Detrás del fanatismo hay una argamasa de infantilismo que unifica las generaciones. La ciudadanía es un ejercicio para gente madura.

Ya tenemos al padre de la niña mentirosa, Brahim Chnina, convertido en adalid terrenal del profeta Mahoma, que inicia su particular cruzada islámica con la ayuda de un activista profesional, Abdelhakim Sefrioui. Todo a las redes. Hay que dar un escarmiento definitivo al blasfemo Samuel Paty. Así es como lo recibe el móvil de Abdouallakh Anzorov, un refugiado checheno que vive en Evreux, a 80 kilómetros de Conflans. Tiene 18 años y está dispuesto a ejecutar al supuesto ofensor de la fe inmarcesible. Primero, gracias a dos amigos y cómplices -Azin Epsirkhanov y Naim Boudaoud, a los que les puede caer “reclusión a perpetuidad”- compra las armas homicidas y luego se desplaza hacia el instituto. El problema es que no sabe nada de Paty; ni cómo es, ni su aspecto, ni su envergadura. Eso se soluciona de la manera más sencilla, Ofrece 300 euracos a seis chavales del instituto, que se reparten el botín y señalan a la víctima. No queda más que esperar a encontrarle y apuñalarle hasta matarle. ¿Pero qué sería esta hazaña sin la gloria de un like? Le decapita y exhibe la cabeza del pobre Samuel Paty, al que ninguno de los implicados conocía, ni siquiera la primera ruedecita, la niña malcriada que nunca asistió a sus clases, pero que había puesto en marcha el mecanismo de su condena a muerte por decapitación.

El discurso del odio como reparador de ofensas está arrasando. Viene ligado a un mundo viejo donde la civilización se detenía, y no siempre, ante la fuerza criminal de las creencias

Los que se sientan ahora en el banquillo son los seis delatores “por 300 euros”, bajo la acusación de “denuncia calumniosa”. Dada su antigua condición de menores les podría caer una máximo de dos años y medio de prisión. El juicio para los adultos tendrá lugar a finales de 2024. El franco-checheno murió al enfrentarse a los policías que iban a detenerle, unos días después del crimen gracias a las redes donde se había exhibido como justiciero de Alá: “He ejecutado a uno de esos perros del infierno que ha osado ofender a Mahoma”.

El discurso del odio como reparador de ofensas está arrasando. Viene ligado a un mundo viejo donde la civilización se detenía, y no siempre, ante la fuerza criminal de las creencias. Aquella mezcla de cultura y barbarie de la que escribió Walter Benjamin y que hubo de sufrir también. Hasta en épocas recientes de nuestra historia se ejercía una especie de excepción en los estados criminales, -las dictaduras, para entendernos mejor- en los que se cubrían las apariencias con fórmulas sarcásticas. En España durante muchos años los niños, las mujeres y “los caballeros mutilados” -diferenciación fundamental para distinguirlos de los “putos rojos minusválidos”- tenían ciertas preferencias. Eso se acabó hasta en las apariencias. Los niños se han convertido en objetos de transacción, cuando no en cómplices de las matanzas y se les exhibe como rehenes de siniestras causas de adultos. De las señoras ya no cabe diferenciación alguna y respecto a los mutilados, que se valgan de lo que les dejen.

Felicitarse por la decapitación de un profesor es más que un tumor social. Primero porque hay que llegar a ello, luego hacerse una idea de cómo van a quedar los suyos y por fin, esperar a un rechazo de la ciudadanía. Pero esto es lo que los filósofos llaman, o llamaban, un constructo, pura palabrería cuando ya ni la primera ni la última condición se dan en términos normales. Que se muera ese hijo de puta. No que lo detengan, ni lo juzguen, ni lo condenen. Sencillamente, que lo maten.

Felicitarse por la decapitación de un profesor es más que un tumor social

Un concejal de los Comunes en el Ayuntamiento de Cubelles, una población de Barcelona a la vera de Tarragona, independentista irredento él y muy suyo, Daniel Pérez, ha dejado en las redes su satisfacción por el atentado a Alejo Vidal-Quadras. “Hoy es un buen día”. Lo cerró a la noche cuando se supo que lo que estaba determinado a ser mortal se convertía en grave. “No acabó siendo un buen día”, manifestó Pérez al enterarse.

No creo que esos discursos de odio, criminales en esencia, deban llevarse a los tribunales porque eso convertiría a la sociedad en Juzgados de Primera Instancia, pero sí existe una responsabilidad de partido, de grupo, de filiación y hasta de ciudadanía. Lo que distingue a un grupo político de una organización de malhechores, de una mafia, es que tienen muy clara la diferencia entre un crimen y una opción política. Si no es así estamos jodidos.

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