Opinión

La caña de Alfonso

“Dales caña, Alfonso” es una frase que nació a finales de los años 70 del siglo pasado. Eran los tiempos en que, recuperada la democracia tras la lúgubre noche del franquismo, gobernaba la Unión de Centro Democrático. Era esta, m

  • Alfonso Guerra

“Dales caña, Alfonso” es una frase que nació a finales de los años 70 del siglo pasado. Eran los tiempos en que, recuperada la democracia tras la lúgubre noche del franquismo, gobernaba la Unión de Centro Democrático. Era esta, más que un partido, un aluvión de personalidades muchas veces enfrentadas entre sí, pero que permanecieron juntas durante unos pocos años gracias al irresistible tirón popular, a la audacia y a la energía de Adolfo Suárez. La gran mayoría procedía de las filas más jóvenes del franquismo y todos hicieron unos esfuerzos inauditos por convertirse, a la mayor velocidad posible, a la fe democrática. Nunca lograron una mayoría absoluta. Tuvieron que aprender a gobernar, a negociar y a hacer política como se hace en democracia, algo nada fácil.

Enfrente tenían al PSOE, un partido irreprochablemente democrático que muy pocos años antes, en 1974, había mudado de piel –mejor fuese decir que se había refundado– de manera bastante dolorosa. Esto se hizo, en lo fundamental, gracias al impulso de dos líderes indiscutibles: Felipe González y Alfonso Guerra.

Felipe asumió pronto el papel de estadista, mientras que Guerra era, al menos en el Parlamento, el provocador, el hombre del látigo. Los ministros y diputados de UCD, acostumbrados a la aburrida inanidad de las “Cortes” de la época anterior, palidecían al ver cómo aquel hombre de sonrisa mefistofélica les sacaba los colores a la cara, les provocaba, les decía desde la tribuna del Congreso cosas que jamás habían oído. Y la gente, los “españoles todos” recién convertidos en ciudadanos, disfrutaban de lo lindo con aquel sevillano que, de haberse mordido la lengua, seguramente habría caído envenenado. Esto, naturalmente, según los usos y costumbres parlamentarios de entonces; comparada con las atrocidades que hoy se escuchan en el mismo hemiciclo, la “caña” que daba Guerra parecería hoy un florilegio de jaculatorias de una hermanita de la caridad.

Y la gente (la de izquierdas, desde luego) se lo pedía: “¡Dales caña, Arfonzo!”, era casi una frase hecha. Y Arfonzo daba caña. Vaya si la daba.

Gobernó el PSOE con mano de hierro durante décadas. Nunca dijo la famosa frase “el que se mueve no sale en la foto”, pero eso era exactamente lo que ocurría. Fue vicesecretario general del partido durante casi 18 años. Allí no se caía una hoja de un árbol sin que Guerra lo supiese o lo autorizase. Todos los demás vicelíderes de los grandes partidos han aprendido de él y han tratado de imitarlo, muchas veces con escaso éxito (véase el caso de Teodoro García Egea). Alfonso Guerra fue vicepresidente del Gobierno durante ocho años. Y ha sido el diputado que más tiempo ocupó un escaño parlamentario en nuestra democracia: desde las primeras elecciones libres, en junio de 1977, hasta enero de 2015: más de 37 años consecutivos.

Prácticamente nadie, en los tiempos recientes (el último medio siglo), ha hecho más por el PSOE que Alfonso Guerra. Nadie conoce el Congreso como él

Y lo que hoy resulta más importante: sin Alfonso Guerra no existiría la Constitución de 1978. Puede decirse que la escribió él. Guerra y el diputado de UCD Fernando Abril Martorell se reunieron en innumerables ocasiones, a veces en sesiones que terminaban a las siete de la mañana, y se ponían a trabajar. Sus borradores pasaban luego a la Ponencia, los célebres “siete padres” de la Constitución (de los cuales quedan aún dos con vida), y después a la mucho más amplia Comisión Constitucional, que presidía Emilio Attard: de ahí su nombre popular, “los locos de Attard”. Y por fin llegó aquello al pleno del Congreso. Y nació la Constitución de 1978.

Quiero decir con todo esto cuatro cosas elementales: prácticamente nadie, en los tiempos recientes (el último medio siglo), ha hecho más por el PSOE que Alfonso Guerra. Nadie conoce el Congreso como él. Nadie domina la política como este hombre. Y la última: hay que tener muchos nísperos, o muy poca vergüenza, para darle lecciones a Alfonso Guerra sobre lo que dice, y lo que no dice, nuestra Constitución.

A Guerra no le gustan los medios de comunicación, sobre todo la tele. Tiene 83 años y la cabeza tan clara como la tuvo siempre. Ha escrito varios libros (insisto en esto: los ha escrito él mismo, sin negros), tres de ellos fundamentales: los de sus memorias políticas, que llegan hasta 2013. No es que viva en un convento pero se prodiga poco. Y ahora acaba de presentar, junto a Felipe González, otro libro más, escrito junto a su amigo Manuel Lamarca: La rosa y las espinas.

Y la ha armado como nunca.

Cuando la famosa pareja refundó el PSOE en el congreso de Suresnes, Sánchez tenía dos años. No puede echarlo. Sería más o menos como si el Papa mandase dinamitar el Vaticano

Pedro Sánchez no puede expulsar del PSOE a Alfonso Guerra, como sí ha hecho con Nicolás Redondo Terreros, diga Guerra lo que diga. Sánchez lo sabe y Guerra también. Y no puede porque el PSOE que ha heredado Sánchez lo construyó Guerra, junto a González. Cuando la famosa pareja refundó el PSOE en el congreso de Suresnes, Sánchez tenía dos años. No puede echarlo. Sería más o menos como si el Papa mandase dinamitar el Vaticano.

Así que Alfonso Guerra, refundador del PSOE, militante y votante socialista, dice, y repite, que Sánchez miente. Sánchez dice que eso se llama cambiar de opinión, pero Guerra dice que no, que lo que pasa es que miente. Sánchez dice que él mantiene una coherencia esencial con su ideario, pero Guerra responde que la única coherencia de Sánchez es con la mentira: la comete una y otra vez. Dijo que no pactaría con Podemos. Pero lo hizo cuando necesitó sus votos. Dijo que no habría indultos para los sublevados del otoño de 2017 en Cataluña. Pero los indultó cuando necesitó sus votos. Dijo que no se cambiarían las leyes para favorecer a los secesionistas. Pero las cambió, la de sedición y la de malversación, cuando necesitó sus votos. Dice Sánchez, a propósito de la amnistía para esos mismos secesionistas (Guerra los llama golpistas), aunque el presidente cuida mucho de no mencionar la palabra amnistía, que todo lo que se haga será dentro de la Constitución. Guerra dice que eso vuelve a ser mentira. Que, si al final hay amnistía, será cargándose la Constitución, porque la amnistía no cabe en la Carta Magna, y a él le van a decir lo que cabe y lo que no cabe en la Constitución: ¡la escribió él! Afirma que este es el momento de una gran coalición entre los dos grandes partidos para librarse de la dependencia de los indepes. Asegura que es una “infamia” que una vicepresidenta del Gobierno vaya a Bruselas a reunirse con un fugado de la justicia que trabaja “todos los días para desacreditar a la democracia española”. Y por eso llama a Sánchez disidente, lo cual tiene su gracia, y desleal, lo cual no tiene ninguna, pero tampoco lo pretende porque Guerra lo dice completamente en serio. ¿Desleal a quién? Pues a su partido. A su palabra. A la Constitución. A los ciudadanos, tanto a aquellos que lo votaron como a los que no. Y esto lo dice Alfonso Guerra. Un señor de izquierdas a machamartillo. No hay la menor duda de eso.

Nunca en toda su vida dio tanta caña Arfonzo como ahora: anteayer en la presentación de su libro en el Ateneo de Madrid, y ayer mismo en la impresionante entrevista que le hizo una muy nerviosa Susana Griso en Antena 3. Pero no lo van a echar del PSOE. No pueden. Eso es imposible.

Está atrapado ante su férrea voluntad de supervivencia y la mayoría de los españoles, siete de cada diez de los cuales (dicen los sondeos) están en contra de la no mencionada (aún) amnistía

Así pues, quien tiene un problema no es Alfonso Guerra, cuyos principios siguen siendo los mismos que cuando tenía treinta años. Quien tiene un problema es Pedro Sánchez. Está atrapado entre su ya desvelado compromiso con amnistiar (aunque no menciona la palabra) a quienes delinquieron en Cataluña en 2017, y su propio partido, una gran parte del cual se opone a esa medida anticonstitucional y antidemocrática. Está atrapado ante su férrea voluntad de supervivencia y la mayoría de los españoles, siete de cada diez de los cuales (dicen los sondeos) están en contra de la no mencionada (aún) amnistía. Está atrapado entre su voluntad y la historia viva de su partido. Sí, tiene un problema.

Lo grave es que ese problema lo tenemos todos. Anoche mismo me lo decía una hermana de mi Logia, alcaldesa socialista de un importante pueblo de Madrid: como Pedro Sánchez pierda unas posibles nuevas elecciones, y además pierda el gobierno, no dura diez minutos al frente del partido. Ni él ni los que ahora le apoyan. Se los llevará el torrente como se llevó a Pablo Casado en la bancada de enfrente, hace apenas quince meses.

Pero Alfonso Guerra, como Felipe González, seguirá ahí hasta que se muera. Esa es la diferencia. La que hay entre lo permanente y lo transitorio. La que hay entre los principios y la conveniencia. La que hay entre vivir y sobrevivir.

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