Opinión

El grito ahogado de Carlos Boyero y la basura ideológica que mató el arte

Recuerdo que vi por primera vez Hannah y sus hermanas durante una mala temporada. No había pasado una hora de película cuando apareció Woody Allen en la pantalla caminando por

  • Gala de clausura del Festival de San Sebastián -

Recuerdo que vi por primera vez Hannah y sus hermanas durante una mala temporada. No había pasado una hora de película cuando apareció Woody Allen en la pantalla caminando por los Brooklyn Heights -creo recordar- mientras se escuchaba un monólogo interior en el que decía: “Hay millones de libros sobre cualquier tema imaginable, obras de mentes extraordinarias, y ninguna de ellas sabe más que yo sobre las grandes preguntas de la vida. He leído a Sócrates. Él se follaba a jóvenes griegos, ¿qué me va a enseñar? Y Nietzsche dijo que viviríamos nuestras vidas una y otra vez; exactamente igual, eternamente. Menudo aburrimiento (…). Y Freud, otro gran pesimista. Me psicoanalicé durante años y no cambió nada. Mi pobre psicoanalista estaba tan frustrado que abrió un bar”.

Uno de los primeros pasos que acerca al individuo hacia la madurez es aquel en que uno se cerciora de que su angustia existencial es compartida y, por tanto, insignificante en el conjunto de la Humanidad. Por eso uno sufre al observar El infierno del odio, cuando el protagonista se ve obligado a decidir entre abandonar al niño (consiente su asesinato) o pagar al secuestrador con toda su fortuna.

Por eso, cualquiera que vea Los 400 golpes trata de impulsar con la mirada del muchacho protagonista en su última escena, mientras huye, a la carrera, de su reformatorio. El chico se ha convertido en un golfo, pero el espectador sabe la causa -unos educadores negligentes- y la considera justa. Y eso le hace reflexionar sobre los renglones que se tuercen en la adolescencia por causas ajenas a su voluntad.

Sucede que el arte de masas ha sufrido tradicionalmente las maniobras de los propagandistas; y estos tiempos oscuros y estúpidos no constituyen una excepción. Por eso, el cine ha dejado de centrarse en las causas universales para ahondar en las identitarias. Es decir, en las que el progresismo-pop ha decidido centrar su batalla, pues son menos áridas que las económicas y generan unos resultados similares entre el electorado de mente menos jugosa.

La queja de Boyero

Había advertido previamente Carlos Boyero de la lamentable influencia de lo 'políticamente correcto' en el arte cinematográfico y no lo hacía sin razón. Porque conviene recordar que justo hace un año la Academia de Hollywood anunció su intención de que, a partir de 2024, sólo puedan optar al premio a la mejor película aquellas obras que incluyan, al menos, un actor principal que pertenezca “a un grupo racial subrepresentado”, que centren su trama en estos 'colectivos' o que incluyan a un 30% de personajes secundarios pertenecientes a los mismos.

Este sábado, tras conocer el palmarés del Festival de San Sebastián, la emprendía contra el jurado y sus motivaciones, pues consideraba que los premios, como en otras ocasiones, responden a “un clima ideológico” y que sólo sirven “para que las causas de moda se afiancen con productos impresentables, pero que pueden recibir convenientes subvenciones”. Y añadía: “Le han concedido la Concha de Oro a una película rumana, dirigida por Alina Grigore. Es una tontería chillona. Y vale, qué mal tratan las familias y el entorno en ese país a las mujeres con ansia de independencia”.

Un párrafo después, anunciaba que, tras 40 años, abandonaba su actividad en los festivales -algo no confirmado por Prisa-. “Y si vuelvo, será obligado”, apuntaba.

Netflix y la irracionalidad

La casualidad hizo que el texto de Boyero se publicara poco después de que Netflix me recomendara la tercera temporada de una serie que se llama Sex Education. Pese a que esta plataforma audiovisual cae constantemente en los comportamientos que desprecia el crítico de cine de El País, la curiosidad me lleva a recorrer algunos capítulos de este producto. Y, claro, rápidamente aparecen dos muchachas afligidas porque su instituto no dispone de un vestuario para personas de género “no binario”.

Hay un momento en el que la directora del centro educativo abronca a otra chavala, pakistaní y lesbiana, por saltarse las normas de vestimenta al lucir en la solapa una insignia LGTBI+. “Me parece lamentable que te quejes porque pida que no lleves ese símbolo. ¿Acaso tus ideales son tan débiles que se resienten si te pido que te quites un pin?”.

¿Adivinan quién adopta el papel de antagonista en la serie? Efectivamente, la directora, la que apela a la cordura y a la defensa de los principios, más allá de la simbología. Rápidamente, uno recordaba a Kirk Douglas en Senderos de Gloria, cuando defendía a sus hombres y la camaradería por encima de la bandera. Y, claro, la conclusión es que esos tiempos han pasado y que ahora es más importante la insignia en la solapa o la pegatina morada o multicolor a la puerta de un negocio que la cercanía y la protección.

Es evidente que la irracionalidad y la superstición han vuelto a amordazar a la razón. Y es normal que, en estas circunstancias, Boyero se haya cansado y quiera alejarse lo máximo posible de este ambiente, pues sólo así podrá estar a salvo de los Torquemadas de lo políticamente correcto, de sus juicios sumarísimos en redes sociales y de sus chifladuras artísticas, lingüísticas y sociales.

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