Opinión

¿Por qué los catalanes que discrepan del independentismo no se manifiestan en la calle?

Esa es la pregunta que, indefectiblemente, nos hacen a los catalanes el resto de españoles. Nosotros mismos nos la hacemos. ¿Por qué los separatistas pueden convocar a una cantidad de

  • ¿Por qué los catalanes que discrepan del independentismo no se manifiestan en la calle?

Esa es la pregunta que, indefectiblemente, nos hacen a los catalanes el resto de españoles. Nosotros mismos nos la hacemos. ¿Por qué los separatistas pueden convocar a una cantidad de personas suficiente para llenar el Paseo de Gracia y nosotros no? ¿Por qué el separatismo tiene esa abrumadora presencia en la calle y en la vida cotidiana, y los constitucionalistas son casi clandestinos? ¿Es cosa de dinero, de propaganda, de medios de comunicación, de tener a toda una administración detrás? Sí y no.

El miedo tapa la verdad

Eso afirmaba Don Miguel de Unamuno. Una cita muy a propósito, ahora que nos movemos entre tantas postverdades o, lo que es lo mismo, mentiras cargadas de ponzoña, mentiras dirigidas al odio y a la mixtificación de una historia que se pretende ganar en mendaces libros ya que no se supo ganar en su momento. Porque todo el mundo en Cataluña sabía que, tarde o temprano, el momento que vivimos llegaría. Lo sabían los separatistas, que prepararon el camino con cuatro décadas de anticipación, y también lo sabían los que consintieron tal cosa por acción u omisión.

Quizá la pregunta que se nos formula a los que, siendo catalanes y amando a Cataluña, estamos ahora inmersos en la defensa de la razón, la sensatez, la ley y la convivencia, no sea la correcta. Lo pertinente sería preguntarnos por qué dejamos que las cosas hayan llegado hasta este punto, por qué la sociedad civil que no está por la secesión se ha dejado amordazar sin oponer resistencia, por qué los partidos que debían habernos defendido no lo hicieron. Esto es el parto de un monstruo, sí, pero la fecundación y embarazo del mismo no son cosa de ahora. Vienen de muy lejos.

Y todo surge de lo mismo: el miedo. Digámoslo así, sin tapujos. En Cataluña hay miedo entre la gente desde hace años. Miedo a que te señalen como un facha, miedo a que tu empresa no pueda hacer negocios con la administración autonómica, miedo a que tus hijos se vean discriminados en el colegio, miedo a que te hagan el vacío social en el trabajo, el barrio, el pueblo. Miedo, en fin, a ser diferente del estándar oficial, el miedo que cantaba Georges Brassens en La mauvaise réputation cuando aseguraba: “Mais les braves gens n’aiment pas que l’on suive un alter rute qu’eux”.

En Cataluña hay miedo entre la gente desde hace años. Miedo a que te señalen como un facha, miedo a que tu empresa no pueda hacer negocios con la administración autonómica, miedo a que te hagan el vacío social en el trabajo, el barrio, el pueblo"

Es el miedo a no formar parte de la tribu, que el nacionalismo sabe explotar con una tremenda eficacia, a quedarte aislado, sin apoyo, condenado a ser un apátrida en tu propia tierra. Es un miedo que jamás se confiesa, que no se manifiesta, que vive corroyendo las entrañas de todo un pueblo. Miedo y comodidad, miedo y resignación, miedo e indignación ante los que no lo tienen. Las frases, odiosas frases, de “¿a ti qué se te ha perdido metiéndote en política?” o “no te líes” que menudearon tanto durante la dictadura franquista no han dejado de pronunciarse en susurros en la Cataluña convergente. ¿El tres por ciento? Todo el mundo empresarial lo conocía. Los partidos políticos, también. Pasqual Maragall se lo espetó a Artur Mas en una sesión parlamentaria histórica y se la tuvo que envainar “por el bien del país”, según dijo entonces. Era miedo. Como cuando Jordi Pujol iba a TV3 para autoentrevistarse y hasta los cámaras se ponían corbata, porque venía “el amo”. Lo decían entre risas de conejo, plebeyas, soeces. Las risas de los que asisten a un linchamiento y no se atreven a manifestar sus opiniones por el qué dirán.

Pujol le dijo en cierta ocasión a un periodista señero que, para ser catalán, entiéndase, un buen catalán, un catalán como Pujol entendía que debía ser un catalán, solo había que hacer tres cosas: ser del Barça, ir una vez al año a rezar ante la Virgen de Montserrat e inculcar en tus hijos o tus nietos el hábito de hablar en catalán, en caso de no ser tú mismo un catalanoparlante. Los tres tótems de la tribu. Recuerden el escándalo que se organizó hace años cuando Albert Boadella –al que, finalmente, han logrado echar de su casa en Cataluña– parodió a la Moreneta en Televisión. El riesgo a no tener miedo que asumió el genial actor lo ha llevado a ser, prácticamente, un exiliado. Por eso los miedos han ejercido de suave colcha que ocultaba la espantosa realidad: vivíamos en una dictadura del pensamiento y cualquier forma de disidencia se pagaba con algo terrible: la muerte civil.

El mundo feliz secesionista

Al no haber disidencia pública, la sociedad catalana vivió a lo largo de todo este tiempo capada, impotente, amordazada y aparentemente feliz. O, al menos, con el estómago lleno. Las entidades sociales estaban en manos de nacionalistas, los medios e instituciones hacían girar las ruedas del discurso oficial, las escuelas adoctrinaban a centenares de niños en las falacias doctrinarias de la nación catalana –pregunten a cualquier universitario catalán cuatro cosas acerca de la historia de España y prepárense para escuchar un auténtico delirio– y, rizando el rizo, los nacionalistas llegaron a convencer a los ciudadanos de que las elecciones autonómicas eran “cosa de los catalanes”.

¿Cómo iba a estar la gente preparada ante el envite separatista después de toneladas y toneladas de adormidera política? ¿Qué músculo iba a exhibir la sociedad no independentista si los tenía atrofiados, tras décadas de inmovilidad política?

Los millones de electores de Hospitalet, Badalona, Cornellá, de todo el cinturón metropolitano barcelonés en el que se concentra el 80% del PIB catalán y de su población, se abstenían cuando tocaba ir a votar. “Son cosas de ellos”, decían los que, en cualquier otro tipo de comicios se apresuraban a emitir su voto de izquierdas. Y si no, el mismo Pujol se ocupaba de mimar a presidentes de casas regionales, visitar la Feria de Abril que se celebra en Cataluña, tanto o más populosa que la andaluza, y de hacerse el simpático como cuando acudió a un concierto de Los Chichos y dijo, orondo y mendaz: “Yo a estos señores los escucho en la radio del coche”.

¿Cómo iba a estar la gente preparada ante el envite separatista después de toneladas y toneladas de adormidera política? ¿Qué músculo iba a exhibir la sociedad no independentista si los tenía atrofiados, tras décadas de inmovilidad política? Y los partidos y sindicatos, que habrían podido ser el motor de la protesta, ¿qué iban a decir, después de haberse sentado a la mesa de Pujol y compartir con él las delicias del poder?

Ahora ha llegado el momento en el que deberíamos, y me incluyo, plantar cara firme y democráticamente a la sinrazón y el despropósito de Puigdemont y los suyos. Pero llegamos tarde. Ellos construyeron su mundo feliz y nos dieron el famoso soma a todos los catalanes, y lo engullimos ávidamente, unos con placer y convicción, otros por miedo a ser diferentes. No arrostramos el dulce riesgo de la disidencia, el latido de vida que supone hacerle frente al gigante.

Que a día de hoy exhibir una bandera española sea motivo para que te llamen facha o votar al PP o a Ciudadanos te convierta poco menos que en un nazi es la consecuencia de tanta dejadez moral, de tanta cobardía. Porque esa es la última razón de todo. Sí, señoras y señores, gloriosas excepciones aparte, si los catalanes que no estamos por el suicidio de todo un país no hemos salido aún a la calle se debe a la pura cobardía, al conformismo más bajo y ruín. No es que los independentistas sean más, que no lo han sido nunca, es que los otros somos unos timoratos.

Por eso la historia nos juzgará con una dureza que, al menos en la parte que me corresponda, aceptaré sin regatear un ápice.

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