Cuenta el Génesis que, tras el diluvio, los hombres formaban un solo pueblo y hablaban una única lengua en toda la tierra. Llegaron a una llanura en la región de Sinar y decidieron cocer ladrillos para construir una torre que llegara hasta el cielo. El Señor, ante el desafío y la arrogancia, quiso confundirlos: “Será mejor que bajemos a confundir su idioma, para que ya no se entiendan entre ellos mismos. De esta manera el Señor los dispersó desde allí por toda la tierra, y por lo tanto dejaron de construir la ciudad”. Babel, en hebreo, suena como el verbo balbucear.
Hace años mi hija asistía a clases de chino. Era pequeña, el idioma resultaba endiablado y su aprendizaje desesperantemente lento. Había por aquel entonces un supermercado cerca de casa regentado por una familia de origen chino. La madre, mayor, no hablaba nunca. Se sentaba en la caja y se limitaba a señalar el importe a pagar en el luminoso de la máquina. El hijo hablaba español fluido con un marcado acento y siempre se mostraba dispuesto a pegar la hebra con los clientes mientras colocaba productos en los lineales. Un día, en un arrebato de osadía, mi hija dirigió unas palabras en chino a la mujer mientras yo ponía los productos en la bandeja de la caja. La mujer la miró sin verla y siguió tecleando. Ella, muy sonrojada, insistió repitiendo despacio aquellas palabras. Creo recordar que trataba de decir “buenas tardes, ¿cómo está usted?”, aunque vaya usted a saber qué dijo realmente. No hubo respuesta. Desde detrás de los estantes se escuchó al hijo riendo y diciendo algo a voz en grito. La cara de la mujer se iluminó y soltó un torrente de palabras. Resultó que estaba tan acostumbrada a no entender una palabra de lo que le decían los clientes españoles que su cerebro no había reconocido aquellas palabras mal pronunciadas en su propio idioma: creía que le hablaban en español. El hijo le había gritado: ¡mamá, la niña habla chino! Después de esa epifanía, le ayudó a mejorar la pronunciación y le enseñó nuevas palabras, silabeando muy despacio para que mi hija las repitiese.
Es algo que se puede usar para moldear una sociedad y crear categorías, señalar al extranjero o al despistado, reírse del débil y cortejar al fuerte
Hace unos días, en un restaurante italiano de Barcelona, un señor decidió que quería sentirse agraviado por una mujer que ha montado su negocio y ha hecho el esfuerzo de aprender una de las dos lenguas que se hablan en la ciudad en la que vive. Entendía la segunda, si le hablaban despacio. Esa mujer ignoraba que las lenguas no sirven para entenderse, sino que hace algún tiempo ya que son herramientas de poder. Un poder mezquino, de frutos envenenados, que algunos disfrutan ejerciendo sobre el humilde o el ingenuo de buena fe. Lo llaman derecho a que se dirijan a nosotros en nuestro idioma. Es un derecho extraño y un tanto arbitrario. No aplica igual al camarero que te sirve que al niño, al que sirves, cuando se escolariza. Es algo que se puede usar para moldear una sociedad y crear categorías, señalar al extranjero o al despistado, reírse del débil y cortejar al fuerte. Una norma creada para proteger a las personas, evitar la pérdida de información valiosa y la aculturación forzosa, que ha pervertido su aplicación y se invoca para conseguir aquello que debía impedir.
Pienso muchas veces en la anécdota de la mujer del supermercado. En esa sensación de agradecimiento cuando, fuera de tu país, algún desconocido trata de ser amable chapurreando tu idioma. Esa gentileza condensa el uso más puro de la lengua, el verdadero: comprender al otro y hacerle sentirse bienvenido.
Algunos parecen haber aprendido muy bien la lección de la primera parte en el mito del Génesis: en el momento en que las lenguas proliferan la gente olvida a qué pueblo pertenece. Eran un solo pueblo con una única lengua. No han seguido leyendo y no se han enterado del final de la historia. Fue cuestión de tiempo que esos hombres dispersos empezaran a comerciar -o lo que es lo mismo, iniciar nuevos proyectos comunes- y necesitaran hacer el esfuerzo de aprender, y usar, la lengua del otro.
El pasado jueves el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña sentenció que todos los colegios de Cataluña debían impartir un mínimo del 25% de las clases en castellano. Lo mismo aplica para el catalán -el tribunal considera que es un “mínimo por debajo del cual no se puede entender que el uso vehicular de la lengua alcanza la condición de normal dentro del sistema”- es decir, ningún colegio podría decidir tampoco impartir las clases íntegramente en castellano, pero eso no “ofende” a nadie. Lo hace después de constatar que el uso era residual y solo un 2% de los colegios de primaria y un 12% de los centros de bachillerato cumplían el marco jurídico vigente. Ya han anunciado que recurrirán la sentencia y que no tendrá efecto. Hemos llegado al absurdo de tener que legislar sobre minutos porque ya no se busca comunicarnos ni aprender. Para algunos, ejercer los derechos lingüísticos es una forma de darse el gusto de comportarse como energúmenos y sacarle brillo a la conciencia en un solo gesto.
Daniel Gascón citaba a Kundera en Miserias de la mente literal -Letras Libres, enero 2018- para explicar que el agelasta es “el que no ríe (...) están convencidos de que la verdad es clara, de que todos los seres humanos deben pensar lo mismo y de que ellos son exactamente lo que creen ser. Pero es precisamente al perder la certidumbre de la verdad y el consentimiento unánime de los demás cuando el hombre se convierte en individuo”.
Mentes literales y derechos lingüísticos. Agelastas y Torres de Babel.
Feliz Navidad. Ría, disfrute y dé gracias por tener cerca personas que, quizá, todavía le quieren hable la lengua que hable.
Hasta la vuelta.