Recuerda John Lewis Gaddis en su libro Grandes estrategias que en 1936 Scott Fitzgerald habría planteado como prueba para detectar una inteligencia de primera clase “la capacidad de mantener dos puntos de vista opuestos al mismo tiempo y seguir funcionando”. Los lectores que compartan ese criterio estarán de acuerdo también en conceder que a esa primera clase de inteligencia pertenece, sin lugar a dudas, la exhibida por Pedro Sánchez. Cuestión distinta es que el sentido común sea como el oxígeno, cuya proporción en el aire que respiramos disminuye y se enrarece tanto más cuanto más se asciende. De ahí el llamado mal de altura que se agrava según precisaba Henry Kissinger porque “una vez al mando, los líderes no podrán recurrir a otro capital intelectual que el que hayan acumulado en su camino hacia la cima”.
Estamos conformes en que un gran poder trae consigo grave responsabilidad pero también en que abre la puerta a cometer grandes idioteces. Gaddis define la estrategia como el alineamiento de aspiraciones potencialmente ilimitadas (los fines) con capacidades necesariamente limitadas (los medios). Pero conforme crece la autoridad, también lo hace la conciencia de uno mismo y según aumenta el número de gente mirando, el entrenamiento se va pervirtiendo en representación. Por eso, en la medida en que la reputación importa, la libertad para ser flexible se reduce y queda cada vez más acotada. De ahí también que los líderes que hayan alcanzado la cima puedan caer prisioneros de su propia preeminencia y encasillarse en papeles de los que ya no puedan liberarse.
En la medida en que la reputación importa, la libertad para ser flexible se reduce y queda cada vez más acotada"
De manera que deberíamos ser capaces de cruzar con frecuencia desde la orilla del liderazgo a la del sentido común y de gestionar esa oposición entre lógica y liderazgo, sabiendo que el uso de la fuerza física en su máxima extensión a la que estaría aludiendo la disyuntiva planteada en las calles de Barcelona entre “independencia o barbarie” no excluya de ningún modo la cooperación de la inteligencia como propugnaba Clausewitz para quien ningún ejército podría reforzarse si avanzara más rápido que sus líneas de suministro.
En todo caso observemos que quienes se han ocupado de informar de la quema de Barcelona y conflictos adyacentes han dejado fuera de sus análisis ese fenómeno que don Carlos denominaba fricción que disminuye la operatividad de los numerosos elementos a disposición de los activistas de la catástrofe. Porque, a medida que los individuos, uno tras otro, van agotando sus fuerzas, y cuando su propia voluntad ya no basta para alentarlos y mantenerlos, la inercia de toda la masa comienza a descargar su peso sobre las espaldas de los líderes, y sólo en la proporción en que éstos sean capaces de transmitir esperanza podrán seguir dirigiéndolas.
Por eso, el interés que presenta el esfuerzo por la recuperación de figuras que hace Conxa Rodríguez Vives en su libro Los exilios de Ramón Cabrera, donde se puede apreciar cómo el independentismo más atroz arraiga allí donde mayor fue el auge del carlismo en Cataluña. Alguna vez Rafael Sánchez Ferlosio presentaba al tigre del Maestrazgo en circunstancias límite al frente de unas tropas exhaustas en la aridez de un monte cuando para arengarlas les gritaba “¡A por ellos, que son de regadío!”.