Se equivocó Eguiguren cuando tradujo al español el concepto “Hero of the retreat”. Aunque pidió disculpas después y aclaró que se trata de un término común en el lenguaje internacional para referirse a quien promueve el fin de una organización terrorista desde dentro de ella y que no había intento alguno de glorificación por su parte, lo cierto es que se equivocó; sus palabras se entendieron como un halago y sus explicaciones no sirvieron y no servirán. Tampoco había ganas de escucharle.
No hubo nada heroico en ETA. No pudo haberlo porque nunca hubo un enfrentamiento entre dos bandos, como tan falsamente se contaban a sí mismos los terroristas, solo simples asesinatos de personas que no estaban en guerra sino construyendo una sociedad democrática con todas las dificultades normales y con todas las adicionales y enormes que añadía ETA poniendo cadáveres encima de la mesa, generando miedo en Euskadi y en el resto de España.
El guardia Pardines, que simplemente comprobaba el bastidor del coche segundos antes de ser asesinado por la espalda por Txiki, los ingenieros de la central de Lemóniz, los policías, los empresarios, los militares, los ertzainas, los periodistas, los concejales no nacionalistas asesinados, hacían su vida, no la guerra. Vida que no pudieron hacer los seis niños de la casa cuartel de Zaragoza, cuya infancia robada por Josu Ternera dio nombre a la operación de su captura en Sallanches. Sí, centenares de personas asesinadas y miles amenazadas que solo querían vivir en paz y en democracia.
No hay heroísmo en quienes accionaban el gatillo, y menos aún en aquellos que buscaron la gatera por la que salir lo antes posible del tumulto
Porque la democracia fue el auténtico enemigo contra el que luchaba ETA y la democracia fue la que les venció. En una entrevista que le hizo en vida Manuel Campo Vidal a Alfredo Pérez Rubalcaba, el fallecido ministro de Interior recordaba que fue la evidencia de que las fuerzas de seguridad iban a vencer a ETA lo que hizo que muchos de los dirigentes políticos afines a la banda se atreviesen a alejarse de hombres condenados, como Ternera y los que les sustituyeron después. Ningún heroísmo en quienes accionaban el gatillo o el detonador, y menos aún en quienes, ante los abrumadores éxitos de la policía, buscaron la gatera por la que salir lo antes posible del tumulto, temiendo por su propia libertad o, más miserablemente aún, por su carrera política. Ningún heroísmo, insisto.
La detención de Urrutikoetxea será una pequeña satisfacción para los allegados de sus víctimas, sobre todo por la certeza de que no han sido olvidados, pero puede que hasta sea un alivio para él y su familia, que ahora sabrá dónde está y el tratamiento médico que con seguridad va a recibir del Estado.
Porque después de tanta sangre ¿qué queda, aparte del dolor de las familias y de un pueblo vasco profundamente dañado? Queda el frío escondite de una cabaña montañera de tejados ondulados, escenario del final de una huida de 17 años. Queda la seguridad para quienes se creyeron de verdad héroes de que, más tarde o más temprano, llamarán a la puerta, y será la Gendarmería, la Guardia Civil o la policía que corresponda, que viene a arrestarlos. Porque la cuidadosa, lenta pero imparable marcha de la justicia en una democracia no se termina porque alguien dé una rueda de prensa.
La opinión pública puede que se olvide de ellos, pero la policía y los jueces no lo harán, y décadas de escondites y sobresaltos terminarán en un furgón, con unas cuantas páginas en prensa esa semana y tal vez con una pequeña concentración de algunos de los suyos en su pueblo, como ha sido el caso. Nada más. Para eso tanta sangre, tanta muerte, tanta crueldad y tanto miedo.